He aquí, mi general y amigo, una tradición en la
cual dos vivos son los protagonistas: usted y el cura L...
No se ofenda usted porque a guisa de antigualla ha caído
bajo el dominio de mi pluma, dada a sacar a luz historias
rancias. Trátase de una bella página en la vida de
usted, página que ojalá, en el porvenir de nuestra
patria, encuentre muchos plagiarios. A Dios gracias, no es usted
siquiera ministro o candidato a más sabrosos bocados:
está usted arrinconado en la sacristía como efigie
de santo después de la procesión. Puedo, pues,
dedicarle este relato sin correr peligro de que digan que lo
adulo y lisonjeo, yo que nunca cometí el feo pecado de
dedicar prosa ni verso a los que están peldaño
arriba en la escalera política. A lo sumo dirán que
he cogido el plumero para limpiar del santo polvo y
telarañas. Si lo dicen que lo digan, que con ello ni nos
dan ni nos quitan.
Esto va, pites, de amigo a amigo. Y para dedicatoria
suficit.
I
Después del desastre de Ingavi, el general
Magariños, al mando de la segunda división del
ejército boliviano, se apoderó de Tacna, en
diciembre de 1841, sin resistencia del inerme vecindario.
Inmediatamente hizo marchar sobre Tarapacá una columna de
cien soldados a órdenes del coronel Don José
María García y del comandante Don Luis
Mostajo.
Llegados los invasores a Chamisa el 1.º de enero, dispuso el
coronel García que el teniente Don Hilario Ortiz entrase
de incógnito en Tarapacá; y para que en caso de ser
descubierto pudiera asumir carácter de parlamentario, lo
proveyó de un pliego en el cual se intimaba a la autoridad
peruana la rendición de la provincia.
El subprefecto de Taracapá Don Calixto Gutiérrez de
La-Fuente sorprendió al espía y lo puso preso,
contestando a García por una nota que protestaba contra la
invasión; que abandonaba la capital por encontrarse sin
elementos para resistir (pues entre todos los vecinos no
había podido reunir más armas que tres pistolas,
dos sables y cinco escopetas), y que se llevaba prisionero al
teniente Ortiz, quien no se había presentado con las
formalidades de parlamentario.
El coronel García tomó posesión de
Tarapacá el 3 de enero, convirtió la casa del
Cabildo en cuartel y dirigió a los tarapaqueños una
proclamita notable por la cortedad, pues toda ella se
reducía a esta originalísima frase: «Los
bolivianos traemos en una mano la paz y en la otra el
olivo». Por lo visto su señoría no era hombre
fuerte en antítesis ni metáforas, salvo que se nos
diga lo que en la Biblia para aclarar los conceptos obscuros: y
en esto hay sentido que tiene sabiduría,
explicación con la que se queda uno tan en tinieblas como
antes.
En seguida dirigió otro oficio a La-Fuente, que a
revienta- caballo se había encaminado a Iquique, oficio
que con otros comprobantes de este relato histórico
encontramos impreso en El Peruano, periódico oficial de
Lima correspondiente al 22 de enero de 1842.
Decía así el coronel: «Seguramente
está usted creyendo que soy un recluta ignorante de mis
deberes, pues me dice en su nota que el oficial Ortiz no fue con
las formalidades correspondientes a un parlamentario.
Dígame usted, señor mío, ¿qué
ejército tiene o qué batalla va a presentarme para
exigirme formalidades? Si en contestación a ésta no
me manda usted al teniente Ortiz, yo en represalia enviaré
a mi república familias enteras de las más notables
que tenga la provincia. Y no le digo a usted
más».
Poco y al alma. Esto era hablar crudo, como carne en mesa de
inglés y clarito como agua de arroyuelo.
Pero en mala madriguera se había metido el coronel
boliviano. ¡En Tarapacá! ¡En la cuna de los
mariscales Castilla y La-Fuente! ¡Precisamente en el
único pueblo del Perú que no se asustó con
la vitalicia de Bolívar y que tuvo bríos para
protestar contra ella! ¡Digo, si tendrán colmillos
los tarapaqueños!
¡Y venirles en 1842 con amenazas un coronelito del codo a
la mano!
II
En la noche del 2 de enero llegó a Iquique Don Calixto de
La-Fuente y conferenció con el sargento mayor Don Juan
Buendía sobre lo crítico de la
situación.
Buendía, soldado audaz y entusiasta, opinó que era
preciso combatir para que los bolivianos no se la llevasen tan de
bóbilis-bóbilis; y tres días después,
el 5 de enero, púsose en marcha sobre Tarapacá
acompañado de veintidós mozos del pueblo, armados
con escopetas, fusiles y lanzas.
La empresa era de locos.
En el trayecto hasta la capital de la provincia se les unieron
seis paisanos más, uno de los cuales, llamado Mariano
Ríos, llevaba por única arma una corneta.
A las once de la noche del 6 de enero el grupo de combatientes
organizado por Buendía llegaba sigilosamente a la esquina
de la casa del Cabildo, y con toda cautela para no ser sentidos
por el enemigo improvisaban en la bocacalle una barricada con los
muebles de un vecino.
Pocos minutos después, el corneta Mariano Ríos
empezó a tocar ataque y degüello y los
expedicionarios rompieron el fuego.
El jefe boliviano, a quien la densidad de la noche no
permitía darse cuenta del número y condición
de los que atacaban, creyó prudente en cerrarse en Cabildo
y que la tropa, parapetada tras de las ventanas, contestase el
tiroteo.
Entretanto, al estruendoso resonar de la corneta despertaron los
vecinos, y gritando «¡viva el Perú!»,
corrieron a engrosar las filas del arrogante mayor
Buendía.
Una hora después eran poco más de treinta los
fusiles y escopetas que hacían fuego sobre los cien
soldados del coronel García. A las cuatro de la
mañana la victoria pareció inclinarse a favor de
los bolivianos, pues los disparos de sus adversarios
disminuían y la corneta había cesado de
resonar.
El músico acababa de caer muerto y a los asaltantes se les
iba agotando el número de cartuchos a bala. Tenían
algunos tarros de pólvora, pero ni una libra de plomo para
fundir proyectiles.
Media hora más de combate y... después de ella la
fuga. ¡Lindo por venir!
El bravo mayor Buendía se encontraba en la misma tremenda
situación de Ricardo III cuando dijo: «¡Mi
reino por un caballo!»
Para Buendía algunas libras de plomo valían
más que un reino, eran la dignidad nacional salvada, eran
su nombre de soldado y sus juveniles aspiraciones de
gloria.
¡Plomo! ¡Plomo! ¿De dónde conseguirlo?
En Tarapacá no había siquiera tubos de
cañería.
Buendía comenzaba a desesperar. Tenía en
perspectiva la derrota y acaso la insegura condición del
prisionero.
De pronto un joven eclesiástico, hijo de Tarapacá,
que vagaba entre los combatientes auxiliando a los heridos y
moribundos, se acercó y le dijo:
-No hay que desmayar; voy a traer plomo.
Y entrando en su habitación se detuvo ante un retablo que
representaba el divino misterio de Belén.
Téngase presente que esto pasaba en la noche del 6 de
enero, día de la Adoración de los Reyes
Magos.
El devoto clérigo tenía en su casa un precioso
nacimiento... y el Niño Jesús era... de
plomo.
Vivo está (y aún creemos que con residencia en
Lima) el sacerdote que en aras de la patria supo hacer el
sacrificio de sus escrúpulos y sentimientos
religiosos.
Gracias a él los peruanos tuvieron balas para continuar el
combate a la luz del sol.
Aquellas balas hicieron maravillas sobre la tropa enemiga.
Háganse ustedes cargo... ¡Eran balas del Niño
Dios!
A las seis de la mañana el coronel García
cayó mortalmente herido, y llamando a su segundo le
dijo:
-Comandante Mostajo, bátase hasta quemar el último
cartucho.
-Muera usted tranquilo, mi coronel, que el honor militar
quedará a salvo.
Y a las siete de la mañana, agotadas ya sus municiones,
aquellos valientes soldados de Bolivia se rindieron a
discreción.
-¡Hurra por los vencidos y por los vencedores!
La victoria premió la audacia del mayor Buendía y
el patriótico entusiasmo de los tarapaqueños, que
casi sin armas ni organización, se lanzaron contra una
aguerrida columna militar.