La época del coloniaje, fecunda en acontecimientos que de
una manera providencial fueron preparando el día de la
Independencia del Nuevo Mundo, es un venero poco explotado
aún por las inteligencias americanas.
Por eso, y perdónese nuestra presuntuosa audacia, cada vez
que la fiebre de escribir se apodera de nosotros, demonio
tentador al que mal puede resistir la juventud, evocamos en la
soledad de nuestras noches al genio misterioso que guarda la
historia del ayer de un pueblo que no vive de recuerdos ni de
esperanzas, sino de actualidad.
Lo repetimos: en América la tradición apenas tiene
vida. La América conserva todavía la novedad de un
hallazgo y el vapor de un fabuloso tesoro apenas principiado a
explotar.
Sea por la indolencia de los gobiernos en la conservación
de los archivos, o por descuido de nuestros antepasados en no
consignar los hechos, es innegable que hoy sería muy
difícil escribir una historia cabal de la época de
los virreyes. Los tiempos primitivos del imperio de los Incas,
tras los que está la huella sangrienta de la conquista,
han llegado hasta nosotros con fabulosos e inverosímiles
colores. Parece que igual suerte espera a los tres siglos de la
dominación española.
Entretanto, toca a la juventud hacer algo para evitar que la
tradición se pierda completamente. Por eso, en ella se
fija de preferencia nuestra atención, y para atraer la del
pueblo creemos útil adornar con las galas del romance toda
narración histórica. Si al escribir estos apuntes
sobre el fundador de Talca y los Ángeles no hemos logrado
nuestro objeto, discúlpesenos en gracia de la buena
intención que nos guiara y de la inmensa cantidad de polvo
que hemos aspirado al hojear crónicas y deletrear
manuscritos en países donde, aparte de la escasez de
documentos, no están los archivos muy fácilmente a
la disposición del que quiere consultarlos.
I
El número 13
El Excmo. Sr. Don José Manso de Velazco, que mereció
de título de conde de Superunda por haber reedificado el
Callao (destruido a consecuencia del famoso terremoto de 1746),
se encargó del mando de los reinos del Perú el 13
de julio de 1745, en reemplazo del marqués de
Villagarcía. Maldita la importancia que un cronista
daría a esta fecha si, según cuentan añejos
papeles, ella no hubiera tenido marcada influencia en el
ánimo y porvenir del virrey; y aquí con venia tuya,
lector amigo, va mi pluma a permitirse un rato de charla y
moraleja.
Cuanto más inteligente o audaz es el hombre, parece que su
espíritu es más susceptible de acoger una
superstición. El vuelo o el canto de un pájaro es
para muchos un sombrío augurio, cuyo prestigio no alcanza
a vencer la fuerza del raciocinio. Sólo el necio no es
supersticioso. César en una tempestad confiaba en su
fortuna. Napoleón, el que repartía tronos como
botín de guerra, recordaba al dar una batalla la
brillantez del sol de Austerlitz, y aun es fama que se hizo decir
la buenaventura por una echadora de cartas (Mlle.
Lenormand).
Pero la preocupación nunca es tan palmaria como cuando se
trata del número 13. La casualidad hizo algunas veces que
de trece convidados a un banquete, uno muriera en el
término del año; y es seguro que de allí
nace el prolijo cuidado con que los cabalistas cuentan las
personas que se sientan a una mesa. Los devotos explican que la
desgracia del 13 surge de que Judas completó este
número en la divina cena.
Otra de las particularidades del 13, conocido también por
docena de fraile, es la de designar las monedas que se dan en
arras cuando un prójimo resuelve hacer la última
calaverada. Viene de allí el horror instintivo que los
solteros le profesan, horror que no sabremos decir si es o no
fundado, como no osaríamos declararnos partidarios o
enemigos de la santa coyunda matrimonial.
Quejábase un prójimo de haber asistido a un
banquete en que eran trece los comensales. -¿Y
murió alguno? ¿Aconteció suceso infausto?
-¡Cómo no! (contestó el interrogado). En ese
año... me casé.
El hecho es que cuando el virrey quedó solo en Palacio con
su secretario Pedro Bravo de Ribera, no pudo excusarse de
decirle:
-Tengo para mí, Pedro, que mi gobierno me ha de traer
desgracia. El corazón me da que este otro 13 no ha de
parar en bien.
El secretario sonrió burlonamente de la
superstición de su señor, en cuya vida, que
él conocía a fondo, habría probablemente
alguna aventura en la que desempeñara papel importante el
fatídico número a que acababa de aludir.
Y que el corazón fue leal profeta para el virrey (pues en
sus quince años de gobierno abundaron las desgracias),nos
lo comprueba una rápida reseña
histórica.
Poco más de un año llevaba en el mando don
José Manso de Velazco cuando aconteció la ruina del
Callao, y tras ella una asoladora epidemia en la sierra, y el
incendio del archivo de gobierno que se guardaba en casa del
marqués de Salinas, incendio que se tuvo por malicioso.
Temblores formidables en Quito, Latacunga, Trujillo y
Concepción de Chile, la inundación de Santa, un
incendio que devoró a Panamá y la rebelión
de los indios de Huarochirí, que se sofocó
ahorcando a los principales cabecillas, figuran entre los sucesos
siniestros de esa época.
En agosto de 1747 fundose a inmediaciones del destruido Callao el
pueblo de Bellavista; se elevó el convento de Ocopa a
colegio de propaganda fide; se consagró la iglesia de los
padres descalzos; la monja y literata sor María Juana, con
otras cuatro capuchinas, fundó un monasterio en Cajamarca;
se observó el llamado cometa de Newton; se
estableció el estanco de tabacos; se extinguió la
Audiencia de Panamá, y en 1755 se formó un censo en
Lima, resultando empadronados 54.000 habitantes.
II
Que trata de una excomunión, y de cómo por ella el
virrey y el arzobispo se convirtieron en enemigos
La obligación de motivar el capítulo que a
éste sigue nos haría correr el riesgo de tocar con
hechos que acaso pudieran herir quisquillosas susceptibilidades,
si no adoptáramos el partido de alterar nombres y narrar
el suceso a galope. En una hacienda del valle de Ate, inmediata a
Lima, existía un pobre sacerdote que desempeñaba
las funciones de capellán del fundo. El propietario, que
era nada menos que un título de Castilla, por cuestiones
de poca monta y que no son del caso referir, hizo una
mañana pasear por el patio de la hacienda, caballero en un
burro y acompañado de rebenque, al bueno del
capellán, el cual diz que murió a poco de
vergüenza y de dolor.
Este horrible castigo, realizado en un ungido del Señor,
despertó en el pacífico pueblo una gran
conmoción. El crimen era inaudito. La Iglesia
fulminó excomunión mayor contra el hacendado, en la
que se mandaba derribar las paredes del patio donde fue
escarnecido el capellán y que se sembrase sal en el
terreno, amén de otras muchas ritualidades de las que
haremos gracia al lector.
Nuestro hacendado, que disfrutaba de gran predicamento en el
ánimo del virrey y que aindamáis era pariente por
afinidad del secretario Bravo, se encontró amparado por
éstos, que recurrieron a cuantos medios hallaron a sus
alcances para que menguase en algo el rigor de la
excomunión. El virrey fue varias veces a visitar al
arzobispo con tal objeto; pero éste se mantuvo erre que
erre.
Entretanto cundía ya en el pueblo una especie de
somatén y crecían los temores de un serio conflicto
para el gobierno. La multitud, cada vez más irritada,
exigía el pronto castigo del sacrílego; y el
virrey, convencido de que el metropolitano no era hombre de
provecho para su empeño, se vio, mal su grado, en la
precisión de ceder.
¡Vive Dios, que aquéllos sí eran tiempos para
la Iglesia! El pueblo, no contaminado aún con la impiedad,
que, al decir de muchos, avanza a pasos de gigante, creía
entonces con la fe del carbonero. ¡Pícara sociedad
que ha dado en la maldita fiebre de combatir las preocupaciones,
y errores del pasado! ¡Perversa raza humana que tiende a la
libertad y al progreso, y que en su roja bandera lleva impreso el
imperativo de la civilización!; ¡Adelante!
¡Adelante!
Repetimos que muy en embrión y con gran cautela hemos
apuntado este curioso hecho, desentendiéndonos de
adornarlo con la multitud de glosas y de incidentes que sobre
él corren. Las viejas cuentan que cuando murió el
hacendado, desapareció su cadáver, que de seguro
recibió sepultura eclesiástica, arrebatado por el
que pintan a los pies de San Miguel, y que en las altas horas de
la noche paseaba por las calles de Lima en un carro inflamado por
llamas infernales y arrastrado por una cuadriga diabólica.
Hoy mismo hay gentes que creen en estas paparruchas a pie
juntillas. Dejemos al pueblo con sus locas creencias y hagamos
punto y acápite.
III
De como el arzobispo de lima celebró misa después
de haber almorzado
Sabido es que para los buenos habitantes de la republicana Lima
las cuestiones de fueros y de regalías entre los poderes
civil y eclesiástico han sido siempre piedrecilla de
escándalo. Aun los que hemos nacido en estos asendereados
tiempos, recordamos muchas enguinfingalfas entre nuestros
presidentes y el metropolitano o los obispos. Mas en la
época en que por su majestad don Fernando VI mandaba estos
reinos del Perú el señor conde de Superunda,
estaban casi contrabalanceados los dos poderes, y harto
tímido era su excelencia para recurrir a golpes de
autoridad. Cuestioncillas, fútiles acaso en su origen,
como la que en otro capítulo dejamos consignada, agriaron
los espíritus del virrey y del arzobispo Barroeta hasta
engendrar entre los dos una sena odiosidad.
«Grande fue la competencia -dice Córdova Urrutia-
entre el arzobispo y el virrey, por haber dispuesto aquél
que se le tocase órgano al entrar en la Catedral y no al
representante del monarca, y levantado quitasol, al igual de
éste, en las procesiones. Las quejas fueron a la corte y
ésta falló contra el arzobispo».
El conde de Superunda, en su relación de mando, dice
hablando del arzobispo: «Tuvo la desgracia de encontrar
genios de fuego conocidos por turbulentos y capaces de alterar la
república más bien ordenada. Éstos le
indujeron a mandar sin reflexión, persuadiéndolo
que debía mandar su jurisdicción con vigor, y que
ésta se extendía sin límite. Y como obraba
sin experiencia, brevemente se llenó de tropiezos con su
Cabildo y varios tribunales. Los caminos a que induje muchas
veces al arzobispo, atendiendo su decoro y la tranquilidad de la
ciudad, eran máximas muy contrarias a las de sus
consultores, y no perdieron tiempo en persuadirle que se
subordinaba con desaire de su dignidad y que debía dar a
conocer que era arzobispo, desviándose del virrey, que
tanto le embarazaba. El concepto que le merecían los que
así le aconsejaban, y la inclinación del arzobispo
a mandar despóticamente lo precipitaron a escribirme una
esquela privada con motivo de cierta cuestión particular,
diciéndome que lo dejase obrar, y procuró retirarse
cuanto pudo de mi comunicación. A poco tiempo se
aumentaron las competencias con casi todos los tribunales y se
llenó de edictos y mandatos la ciudad, poniéndose
en gran confusión su vecindario. Si se hubieran de
expresar todos los incidentes y tropiezos que se ofrecieron
posteriormente al gobierno con el arzobispo, se formaría
un volumen o historia de mucho bulto».
Y prosigue el conde de Superunda narrando la famosa querella del
quitasol o baldaquino, en la procesión de la novena de la
Concepción, que tuvo lugar por los años de 1752. No
cumpliendo ella a nuestro propósito, preferimos dejarla en
el tintero y contraernos a la última cuestión entre
el representante de la corona y el arzobispo de Lima.
Práctica era que sólo cuando pontificaba el
metropolitano se sentase bajo un dosel inmediato al del virrey, y
para evitar que el arzobispo pudiera sufrir lo que la vanidad
calificaría de un desaire, iba siempre a palacio un
familiar la víspera de la fiesta, con el encargo de
preguntar si su excelencia concurriría o no a la
fiesta.
En la fiesta de Santa Clara, monasterio fundado por Santo Toribio
de Mogrovejo y al que legó su corazón,
encontró Manso el medio, infalible en su concepto, de
humillar a su adversario, contestando al mensajero que se
sentía enfermo y que por lo tanto no concurriría a
la función. Preparáronse sillas para la Real
Audiencia, y a las doce de la mañana se dirigió
Barroeta a la iglesia y se arrellanó bajo el dosel; mas
con gran sorpresa vio poco después que entraba el virrey,
precedido por las distintas corporaciones.
¿Qué había decidido a su excelencia a
alterar así el ceremonial? Poca cosa. La certidumbre de
que su ilustrísima acababa de almorzar, en presencia de
legos y eclesiásticos, una tísica o robusta polla
en estofado, que tanto no se cuidó de averiguar el
cronista, con su correspondiente apéndice de bollos y
chocolate de las monjas.
Convengamos en que era durilla la posición del arzobispo,
que sin echarse a cuestas lo que él creía un
inmenso ridículo, no podía hacer bajar su dosel. Su
ilustrísima se sentía tanto más confundido
cuanto más altivas y burlonas eran las miradas y sonrisas
de los palaciegos. Pasaron así más de cinco minutos
sin que diese principio la fiesta. El virrey gozaba en la
confusión de Barroeta, y todos veían asegurado su
triunfo. La espada humillaba a la sotana.
Pero el bueno del virrey hacía su cuenta sin la
huéspeda, o lo que es lo mismo, olvidaba que quien hizo la
ley hizo la trampa. Manso habló al oído de uno de
sus oficiales, y éste se acercó al arzobispo
manifestándole, en nombre de su excelencia cuán
extraño era que permaneciese bajo dosel y de igual a igual
quien no pudiendo celebrar misa, por causa de la consabida polla
de almuerzo, perdía el privilegio en cuestión. El
arzobispo se puso de pie, paseó su mirada por el lado de
los golillas de la Audiencia y dijo con notable sangre
fría:
-¡Señor oficial! Anuncie usted a su excelencia que
pontifico.
Y se dirigió resueltamente a la sacristía, de donde
salió en breve revestido.
Y lo notable del cuento es que lo hizo como lo dijo.
IV
Donde la polla empieza a indigestarse
Dejamos a la imaginación de nuestros lectores calcular el
escándalo que produciría la aparición del
arzobispo en el altar mayor, escándalo que subió de
punto cuando lo vieron consumir la divina Forma. El virrey no
desperdició la ocasión de esparcir la cizaña
en el pueblo, con el fin de que la grey declarase que su pastor
había incurrido en flagrante sacrilegio. ¡Bien se
barrunta que su excelencia no conocía a esa sufrida oveja
que se llama pueblo! Los criollos, después de comentar
largamente el suceso, se disolvían con esta declaratoria,
propia del fanatismo de aquella época:
-Pues que comulgó su ilustrísima después de
almorzar, licencia tendría de Dios.
Acaso por estas quisquillas se despertó el encono de la
gente de claustro contra el virrey Manso; pues un fraile,
predicando el sermón del Domingo de Ramos, tuvo la
insolencia de decir que Cristo había entrado en
Jerusalén montado en un burro manso, bufonería con
la que creyó poner en ridículo a su
excelencia.
Entretanto, el arzobispo no dormía, y mientras el virrey y
la Real Audiencia dirigían al monarca y su Consejo de
Indias una fundada acusación contra Barroeta, éste
reunía en su palacio al Cabildo eclesiástico. Ello
es que se extendió acta de lo ocurrido, en la que
después de citar a los santos padres, de recurrir a los
breves secretos de Paulo III y otros pontífices, y de
destrozar los cánones, fue aprobada la conducta del que no
se paró en pollas ni en panecillos, con tal de sacar
avante lo que se llama fueros y dignidad de la Iglesia de Cristo.
Con el acta ocurrió el arzobispo a Su Santidad, quien dio
por bueno su proceder.
El Consejo de Indias no se sintió muy satisfecho, y aunque
no increpó abiertamente a Barroeta, lo tildó de
poco atento en haber recurrido a Roma sin tocar antes con la
corona. Y para evitar que en lo sucesivo se renovasen las
rencillas entre las autoridades política y religiosa,
creyó conveniente su sacra real majestad trasladar a
Barroeta a la silla archiepiscopal de Granada, y que se encargase
de la de Lima el Sr. Don Diego del Corro, que entró en la
capital en 26 de noviembre de 1758 y murió en Jauja
después de dos años de gobierno.
Don Pedro Antonio de Barroeta y Ángel, natural de la Rioja
en Castilla la Vieja, es entre los arzobispos que ha tenido Lima
uno de los más notables por la moralidad de su vida y por
su instrucción e ingenio. Hizo reimprimir las sinodales de
Lobo Guerrero, y durante los siete años que, según
Unanue, duró su autoridad, publicó varios edictos y
reglamentos para reformar las costumbres del clero, que, al decir
de un escritor de entonces, no eran muy evangélicas. A
juzgar por el retrato que de él existe en la
sacristía de la Catedral, sus ojos revelan la
energía del espíritu y su despejada frente muestra
claros indicios de inteligencia. Consiguió hacerse amar
del pueblo, mas no de los canónigos, a quienes
frecuentemente hizo entrar en vereda, y sostuvo con vigor los
que, para el espíritu de su siglo y para su
educación, consideraba como privilegios de la
Iglesia.
En cuanto a nosotros, si hemos de ser sinceros, declaramos que no
nos viene al magín medio de disculpar la conducta del
arzobispo en la fiesta de Santa Clara; porque creemos, creencia
de que no alcanzarán a apearnos todos los teólogos
de la cristiandad, que la religión del Crucificado,
religión de verdad severa, no puede permitir dobleces ni
litúrgicos lances teatrales. Antes de sacar triunfante el
orgullo, la vanidad clerical; antes de hacer elásticas las
leyes sagradas; antes de abusar de la fe de un pueblo y sembrar
en él la alarma y la duda, debió el ministro del
Altísimo recordar las palabras del libro inmortal:
¡Ay de aquel por quien venga el escándalo!
«Quémese la casa y no salga humo», era el
refrán con que nuestros abuelos condenaban el
escándalo.
V
Agudezas episcopales
Y por si no vuelve a presentárseme ocasión para
hablar del arzobispo Barroeta, aprovecho ésta y saco a
relucir algunas agudezas suyas. Cuando pasan rábanos,
comprarlos.
Visitando su ilustrísima los conventos de Lima,
llegó a uno donde encontró a los frailes
arremolinados contra su provincial o superior. Quejábase
la comunidad de que éste tiranizaba a sus inferiores,
hasta el punto de prohibir que ninguno pusiese pie fuera del
umbral de la portería sin previa licencia. El provincial
empezó a defender su conducta: pero le interrumpió
el señor Barroeta diciéndole:
-¡Calle, padre; calle, calle, calle!
El provincial se puso candado en la boca, el arzobispo
echó una bendición y tomó el camino de la
puerta, y los frailes quedaron contentísimos viendo
desairado a su guardián.
Cuando le pasó a éste la estupefacción se
dirigió al palacio arzobispal, y respetuosamente se
querelló ante su ilustrísima de que, a presencia de
la comunidad, le hubiera impuesto silencio.
-Lejos, muy lejos -le contestó Barroeta- estoy de ser
grosero con nadie, y menos con su reverencia, a quien estimo.
¿Cuáles fueron mis palabras?
-Su ilustrísima interrumpió mis descargos
diciéndome: «¡Calle, calle,
calle!».
-¡Bendito de Dios! ¿Qué pedían los
frailes? ¿Calle? Pues deles calle su reverencia,
déjelos salir a la calle y lo dejarán en paz. No es
culpa mía que su paternidad no me entendiera y que tomara
el ascua por donde quema.
Y el provincial se despidió, satisfecho de que en el
señor Barroeta no hubo propósito de agravio.
Fue este arzobispo aquel de quien cuentan que al salir del pueblo
de Mala, lugarejo miserable y en el que su ilustrísima y
comitiva tuvieron que conformarse con mala cena y peor lecho,
exclamó:
«Entre médanos de arena,
para quien bien se regala,
no tiene otra cosa Mala
que tener el agua buena».
Y para concluir, vaya otra agudeza de su
ilustrísima.
Parienta suya era la marquesa de X... y persona cuyo
empeño fue siempre atendido por el arzobispo. Interesose
ésta un día para que confiriese un curato vacante a
cierto clérigo su protegido. Barroeta, que tenía
poco concepto de la ilustración y moralidad del
pretendiente, desairó a la marquesa. Encaprichose ella,
acudió a España, gastó largo, y en vez de
curato consiguió para su ahijado una canonjía
metropolitana. Con la real cédula en mano, fue la marquesa
a visitar al arzobispo y le dijo:
-Señor Don Pedro, el rey hace canónigo al que usted
no quiso hacer cura.
-Y mucho dinero le ha costado el conseguirlo, señora
marquesa.
-Claro está -contestó la dama-; pero toda mi
fortuna la habría gastado con gusto por no quedarme con el
desaire en el cuerpo.
-Pues, señora mía, si su empeño hubiera sido
por canonjía, de balde se la hubiera otorgado; pero dar
cura de almas a un molondro... nequaquam. El buen párroco
necesita cabeza, y para ser buen canónigo no se necesita
poseer más que una cosa buena.
-¿Qué cosa? -preguntó la marquesa.
-Buenas posaderas para repantigarse en un sillón del
coro.
VI
Donde se eclipsa la estrella de su excelencia
Después de diez y seis años de gobierno, sin contar
los que había pasado en la presidencia de Chile, el conde
de Superunda, que había solicitado de la corte su relevo,
entregó el mando al excelentísimo señor don
Manuel de Amat y Juniet el 12 de octubre de 1761.
El de Superunda es, sin disputa, una de las más notables
figuras de la época del coloniaje. A él debe Chile
la fundación de seis de sus más importantes
ciudades, y la historia, justiciera siempre, le consagra
páginas honrosas. El pueblo nunca es ingrato para con los
que se desvelan por su bien, halagüeña verdad que por
desgracia ponen frecuentemente en olvido los hombres
públicos en Sur-América. Manso, mientras
ejerció la presidencia de Chile, fue recto en la
administración, conciliador con las razas conquistadora y
conquistada, infatigable en promover mejoras materiales, tenaz en
despertar en la muchedumbre el hábito del trabajo. Con tan
dignos antecedentes pasó al virreinato del Perú, en
donde se encontró combatido por rastreras intrigas que
entrabaron la marcha de su gobierno e hicieron inútiles
sus buenas disposiciones. Por otra parte, su antecesor le
entregaba el país en un estado de violenta
conmoción. Apu Inca, al frente de algunas tribus rebeldes
y ensoberbecidas por pequeños triunfos alcanzados sobre
las fuerzas españolas, amenazaba desde Huarochirí
un repentino ataque sobre la capital. Manso desplegó toda
su actividad y energía, y en breve consiguió
apresar y dar muerte al caudillo, cuya cabeza fue colocada en el
arco del Puente de Lima. No se nos tilde de faltos de amor a la
causa americana porque llamamos rebelde a Apu Inca. Las naciones
se hallan siempre dispuestas a recibir el bienhechor rocío
de la libertad, y en nuestro concepto, dando fe a documentos que
hemos podido consultar, Apu Inca no era ni el apóstol de
la idea redentora ni el descendiente de Manco Capac. Sus
pretensiones eran las del ambicioso sin talento, que usurpando un
nombre se convierte en jefe de una horda. Él proclamaba el
exterminio de la raza blanca, sin ofrecer al indígena su
rehabilitación política. Su causa era la de la
barbarie contra la civilización.
Cansado Manso de los azares que lo rodeaban en el Perú,
regresábase a Europa por Costa Firme, cuando, por su
desdicha, tocó el buque que lo conducía en la isla
de Cuba, asediada a la sazón por los ingleses.
Don Modesto de la Fuente, en su Historia de España, trae
curiosos pormenores acerca del famoso sitio de la Habana, en el
que verá el lector cuán triste papel cupo
desempeñar al conde de Superunda. Como teniente general,
presidió el consejo de guerra reunido para decidir la
rendición o resistencia de las plazas amenazadas; mas ya
fuese que el aliento de Manso se hubiese gastado con los
años, como lo supone el marqués de Obando, o porque
en realidad creyese imposible resistir, arrastró la
decisión del consejo a celebrar una capitulación,
en virtud de la que un navío inglés condujo a Manso
y sus compañeros al puerto de Cádiz.
Del juicio a que en el acto se les sujetó resultaba que la
capitulación fue cobarde e ignominiosos los
artículos consignados en ella, y que el conde de
Superunda, causa principal del desastre, merecía ser
condenado a la pérdida de honores y empleos, con la
añadidura, nada satisfactoria, de dos años de
encierro en la fortaleza de Monjuich.
Don José Manso, hombre de caridad ejemplar, no sacó
por cierto una fortuna de su dilatado gobierno en el Perú.
Cuéntase que habiéndole un día pedido
limosna un pordiosero, le dio la empuñadura de su espada,
que era de maciza plata, y notorios son los beneficios que
prodigó a la multitud de familias que sufrieron las
consecuencias del horrible terremoto que arruinó a Lima en
1746. Por ende, al salir de la prisión de Monjuich, se
encontró el de Superunda tan falto de recursos como el
más desarrapado mendigo.
VII
Donde aumenta en brillo la estrella de su
ilustrísima
Empezaba la primavera del año de 1770, cuando paseando una
tarde por la Vega el arzobispo de Granada, encontró un
ejército de chiquillos que, con infantil travesura,
retozaban por las calles de árboles. La simpatía
que los viejos experimentan por los niños nos la
explicamos recordando que la ancianidad y la infancia, «el
ataúd y la cuna», están muy cerca de
Dios.
Su ilustrísima se detuvo mirando con paternal sonrisa
aquella alegre turba de escolares, disfrutando de la
recreación que en los días jueves daban los
preceptores de aquellos tiempos a sus discípulos. El
dómine se hallaba sentado en un banco de césped,
absorbido en la lectura en un libro, hasta que un familiar del
arzobispo vino a sacarlo de su ocupación llamándolo
en nombre de su ilustrísima.
Era el dómine un viejo venerable, de facciones francas y
nobles, y que a pesar de su pobreza, llevaba la raída
ropilla con cierto aire de distinción. Poco tiempo
hacía que, establecido en Granada, dirigía una
escuela, siendo conocido bajo el nombre del maestro Velazco y sin
saberse nada de la historia de su vida.
Apenas lo miró el arzobispo, cuando reconoció en
él al conde de Superunda y lo estrechó en los
brazos. Pasado el primer transporte vinieron las confidencias; y
por último, Barroeta lo comprometió a vivir a su
lado y aceptar sus favores y protección. Manso rehusaba
obstinadamente, hasta que su ilustrísima le dijo:
-Paréceme, señor conde, que aún me conserva
rencor vueseñoría y creeré que por soberbia
rechaza mi apoyo, o que me injuria suponiendo que en la
adversidad trato de humillarlo.
-¡El poder, la gloria, la riqueza no son más que
vanidad de vanidades! Y si imagináis, señor
arzobispo, que por altivez no aceptaba vuestro amparo, desde hoy
abandonaré la escuela para vivir en vuestra casa.
El arzobispo lo abrazó nuevamente y lo hizo montar en su
carroza.
-Así como así -agregó el conde-, vuestro
ministerio os obliga a curarme de mi loco orgullo.
¡Debellare superbos!
VIII
Desde aquel día, aunque amargadas por el recuerdo de sus
desventuras y de la ingratitud del soberano, que al fin le
devolvió su clase y honores, fueron más llevaderas
y tranquilas las horas del desgraciado Superunda.