Grave litigio había por los años de 1619 entre el
corregidor y Cabildo de Arica de un lado, y del otro el
capitán Don Antonio de Aguilar Belicia, alguacil mayor de
la ciudad.
Era el Don Antonio hombre díscolo y de muchos humillos
aristocráticos. Acusábanlo de pretender que todos
los cargos públicos habían de estar
desempeñados por personas de su familia. Cierta o
calumniosa la acusación, ello es que el vecindario le veta
de mal ojo.
Vacado habían dos varas de alcalde en el Cabildo de Arica
y antojósele a Don Antonio codiciarlas para dos de sus
deudos. Aunque mal avenido con el corregidor, fuese a él
nuestro capitán y solicitó su auxilio para salir
airoso del empeño; pero su señoría que, no
sabemos el porqué, le tenía tirria o enemiga, lo
desahució claris verbis. El alguacil mayor dio rienda
suelta a su despecho, olvidando aquello de gato maullador nunca
buen cazador, y dijo:
-Pues, opóngase quien se opusiere, entienda su
señoría que he de ver lograda mi demanda y que
dineros me sobran para comprar el voto de los cabildantes.
-Pues dígole a vuesa merced -contestó con sorna el
corregidor- que antes que tal vea, tendrán la vara dos
negros con un jeme de jeta. Y no me ande descomedido y con
recancanillas el señor alguacil mayor, que hombre soy para
hacerlo como lo digo.
A idos de mi casa y a qué queréis con mi mujer, no
hay qué responder. Don Antonio tomó el camino de la
puerta sin atreverse a alzar el gallo, que no todo ha de ser
Santiago y cierra España.
Chismes y hablillas enconaban cada día más los
ánimos de nuestros personajes.
Llegó el 1º de enero de 1620 y reuniose el Cabildo
para elegir dos alcaldes ordinarios Sabido es que las
atribuciones de estos funcionarios eran más judiciales que
administrativas, y que el cargo se consideraba honorífico
en sumo grado. Dígalo el tratamiento que se daba a los
alcaldes, a quienes el pueblo debía hablar con la cabeza
descubierta, a riesgo de constipados y pulmonías.
El alguacil mayor iba y venía formando capítulo;
pero los cabildantes, cuyo penacho había insultado
creyéndolos capaces de comerciar con el voto, se
concertaron con el corregidor y dieron con el expediente
más a propósito para humillar la soberbia de don
Antonio.
Contábanse entonces cerca de mil esclavos africanos en
Arica y el valle de Azapa, y excedía de ciento el
número de negros libres. Algunos de éstos
habían alcanzado a crearse una modesta fortuna, y
merecían afectuosas consideraciones de los blancos.
Distinguíanse entre los negros naturales de Arica, por su
buen porte, religiosidad, riqueza, despejo de ingenio y prendas
personales, uno apellidado Anzures, y otro, compadre de
éste, cuyo nombre no nos ha transmitido la
tradición.
Hecha la votación, los deudos del alguacil mayor
sólo merecieron cinco votos, y Anzures y su compadre
fueron proclamados por una inmensa mayoría de cabildantes,
con no poco regocijo de los criollos.
La democracia enseñaba la punta de la oreja. Los
ariqueños se adelantaban en dos siglos a la
República. «En ninguna parte -dice Don Simón
Rodríguez, ayo de Bolívar- se han visto las
disensiones y los pleitos que en la América
española sobre colores y sobre ejecutorias. El
descendiente de un moro de África venía de
España diciendo que en su familia no se habían
conocido negros; y el hombre más soez se presentaba con un
cartucho de papeles, llenos de arabescos y garabatos, para probar
que descendía de la casa más noble de Asturias o
Vizcaya».
Anzures y su compañero tomaron en el acto posesión
de las varas y se echaron a administrar justicia. Añade la
tradición que fueron jueces rectos como camino real y
entendidos como Salomón.
El alguacil mayor, humillado por la derrota y temiendo la
rechifla popular, se puso inmediatamente en camino para Lima, y
ya en la capital del virreinato no excusó diligencia para
obtener desagravio; que casi siempre un adarme de favor pesa
más que un quintal de justicia. Y tan activo anduvo y
tales trazas diose, que el 34 de junio regresó a Arica, y
al llegar a la casa del Cabildo apeose de la mula, descalzose las
espuelas y con aire ceremonioso entregó un pliego que a la
letra así decía:
«D. FRANCISCO DE BORJA Y ARAGÓN, príncipe de
Esquilache, conde de Mayalde, virrey de estos reinos del
Perú y Chile, etc.
Por cuanto ante mí se presentó un memorial
del tenor siguiente:
Excelentísimo señor:
El capitán Antonio de Aguilar Belicia, alguacil
mayor propietario de la ciudad de Arica, dice: Que el corregidor
y Cabildo de aquella ciudad han nombrado dos alcaldes negros, con
color de que haya más justicia, y antes son en perjuicio
de la República, porque se aúnan con los negros
cimarrones y delincuentes y con la libertad de la vara hacen
muchos agravios. Y para que esto cese, -a vuestra excelencia pide
y suplica mande darle provisión para que luego se quiten
las varas a los negros que las trujeren y que no nombre otros
hasta que por el gobierno otra cosa se les mande.
E por mí visto lo susodicho, di la presente por la
cual revoco, doy por ninguno cualquier nombramiento que de
alcaldes negros se hubiere hecho en la dicha ciudad de Arica sin
provisión y orden del gobierno, para que no se use de
él en manera alguna. Y mando al corregidor y Cabildo da
dicha ciudad no se entrometan en elegir y nombrar más los
dichos alcaldes sin la dicha orden del gobierno, y los que
tuviere nombrados los quite luego, so pena de mil pesos de oro
para la cámara de su majestad.- Fecha en los Reyes, a
veintidós días del mes de mayo de mil seiscientos
veinte años.- El príncipe Don Francisco de Borja.-
Por mandato del virrey, D. Joseph de Cáceres y
Ulloa».
Ya supondrán mis lectores el rifirrafe que armaría
el decreto o provisión del virrey. En el pueblo
cundió una especie de somatén con asomos de
rebeldía; pues se habló de levantar bandera y de
venirse a paso de carga hasta Lima, convertir en picadillo al
virrey y a su complaciente secretario, ahorcar al capitán
Aguilar Belicia y hacer, en fin, barrabasada y media. Por
fortuna, Anzures y su compadre eran hombres de buen juicio y
lograron calmar la exaltación pública.
El Cabildo, después de acaloradísima
discusión, se resignó a obedecer, pero no sin
entablar querella ante el rey y el Consejo de Indias.
¿Cuál fue el éxito de ésta?
He aquí lo que, a pesar de prolijas investigaciones, nos
ha sido imposible descubrir. Los libros de actas del Cabildo de
Arica fueron llevados a Chucuito (por pertenecer aquella ciudad a
la intendencia de Puno), donde habrán servido de sabroso
manjar a los ratones, o en la catástrofe del 13 de agosto
de 1868 pasaron al vientre de algún tiburón.
Gracias al erudito escritor bonaerense Don Ricardo Trelles, hemos
podido conseguir el documento del príncipe de Esquilache
que dejamos consignado.
Por lo demás, lo seguro es que la corona desecharía
la apelación de los cabildantes; pues otra conducta
habría sido dar alas a pamplinadas republicanas y a que,
chiquitines aún y en andadores, le hubiésemos
sobado la barba a nuestra madre la metrópoli.