Que el octogenario y obeso Francisco de Carbajal se pirraba por
amontonar tejos de oro, es punto en que todos los cronistas
convienen, sin referir de su merced un solo acto de largueza o
desprendimiento. Súplicas o empeños no
influían en su ánimo para que perdonase al enemigo,
salvo cuando venían acompañados de argumentos de
peso, es decir, de limpios ducados o barrillas de metal.
A inmediaciones del Cuzco sorprendió una noche a un rico
vecino, cuyo delito no era otro que haber permanecido quieto en
su casa, negándose a tomar partido por Gonzalo.
-¡Hola, seor tejedor! -le dijo Don Francisco-. Tejida tiene
ya Cantillana la cuerda con que ha de ahorcarle. Que no venga el
padre Márquez y lo confiese.
El sentenciado que, aunque hombre de espíritu
pacífico, no perdió la serenidad, acordose de que
el maestre de campo tenía su lado flaco, y
contestó:
-Antes que con el capellán, querría confesar con
vueseñoría.
Y acercándose al oído de Carbajal, le dijo en voz
muy baja:
-Doy dos mil pesos de oro por rescate de mi vida. ¿Acomoda
el trato?
Don Francisco guiñó un ojo, en muestra de
aceptación, y volviéndose a los capitanes que lo
acompañaban, exclamó:
-¡Loado sea el Señor, que ha inspirado a vuesa
merced a tiempo para revelarme su secreto! Y, pues disfrutaba de
privilegio de corona, vaya vuesa merced mucho con Dios, y
esté seguro que, si somos contra el rey, no somos contra
la Iglesia.
Con estas palabras se propuso Carbajal alejar de los suyos la
sospecha del positivo móvil de su inusitada clemencia.
¡Bueno era él para guardar respetos a gente de
iglesia, él que había ahorcado en Ayacucho al padre
Pantaleón con el breviario al cuello!
Cuentan de Carbajal que, en el saco de Roma, mientras sus
compañeros andaban a caza de alhajas y disputándose
entre ellos las prendas del botín, Don Francisco se
ocupaba tranquilamente en trasladar a su posada los protocolos de
un escribano. Éste, interesado en rescatar su archivo,
pagó a Carbajal mil quinientos ducados. La soldadesca, que
lo había calificado de loco porque se apoderó de
pergaminos y papeles viejos, tuvo que confesar que
procedió con talento, pues nadie logró en el saco
de Roma provecho mayor que el obtenido por nuestro Demonio de los
Andes. Las monedas del cartulario sirviéronle para
trasladarse a Méjico.
Pero los tesoros del avaro Carbajal tuvieron siempre la mala
suerte de que otro, y no él, los disfrutase. Así,
aunque vencedor en el combate de Pocona, los derrotados cayeron,
en su fuga, sobre el equipaje de Don Francisco, haciendo cata y
cala de los tejos de oro.
Mucho doliole al maestre de campo este percance, y pasó un
mes practicando infructuosas diligencias para recobrar lo
perdido. Al cabo recuperó un tejuelo. Veamos
cómo.
Dados de alta entre los suyos varios de los vencidos, supo que
uno de éstos, llamado Pero Hernández, estaba
jugando a la dobladilla un tejuelo de oro. En la disciplina de
aquellos aventureros, era el juego lícita
distracción para el soldado, en las horas que el servicio
dejaba libres.
Carbajal, que en el Perú por lo menos nunca manejó
los dados, encaminose paso entre paso al garito, y entrando de
rondón, dijo:
-Jueguen y huelguen los caballeros y este se queda esa moneda,
que juro cierto que es muy buena.
Y puso la mano sobre el tejuelo, que pesaba quinientos
castellanos, añadiendo alegremente:
-¡Ay cuitada! Y ¡guay de lo que aquí andaba!
¡A las crines, corredor! ¡Ahora, por mi vida, que te
va el recuero!
Y después de pelotear entre las manos la barrilla, como
para acabar de convencerse de que era una de las que viajaron en
su equipaje, continuó:
-Venga acá, Sr. Pero Hernández, que quiérole
contar un cuento.
El soldado, que no creía ya su cabeza muy firme sobre los
hombros, obedeció al llamamiento.
-Habrá de saber, Sr. Pero Hernández, que una
honrada dueña quería mucho a su marido, y muriose
éste; y un día, barriendo la casa, topó con
unas calzas viejas del difunto; y cortando la bragueta
púsola en un agujero; y cada vez que barría la
casa, cuando llegaba al agujero comenzaba a bailar, cantando:
«¡Ay, cuitada! Y ¡guay de lo que aquí
andaba».
Y Carbajal, imitando a la dueña, se puso a bailar,
repicando con el tejuelo y repitiendo el malicioso
estribillo.
-Dígame ahora, Sr. Pero Hernández,
¿qué es de una carga de oro que estaba con este
tejuelo, pues me faltan otros veinte de la familia?
-Señor, yo no lo sé -contestó el soldado-,
que este tejuelo me tocó en el reparto. En cuanto a los
otros, que cada sacristán doble por su difunto, que yo no
tengo por qué.
-Pues búsqueme a los hermanos y encuéntrelos, por
su vida, ladroncillo de barjuleta.
Y Carbajal salió del garito canturreando muy alegre:
«¡Ay, cuitada! Y ¡guay de lo que aquí
andaba!»
«Porque un beso me has dado
gruñe tu madre:
toma, niña, tu beso,
dila que calle».
En cuanto a Pero Hernández, aquella misma noche
tomó el camino del humo, temeroso de que a Don Francisco
se le antojara más tarde cobrar en su pescuezo el precio
de los tejuelos.