Gentil amiga, lo que hoy te cuento
se halla en un códice amarillento
por la polilla roído el fin,
escrito en Lima ya hace años ciento,
y en buen latín,
por fray Fulgencio Perlimpimpín,
maestro de Súmulas, en el convento
de nuestro padre San Agustín.
I
¡Claro! ¿Qué van a saber ustedes dónde
está Chaupi-Huaranga? No los haré penar en
averiguarlo.
Chaupi-Huaranga es una aldehuela en la circunscripción del
departamento de Junín; y ella fue, allá por los
tiempos de las guerras civiles entre pizarristas y almagristas,
teatro de la tradición popular que hoy echo a correr
cortes.
Mi abuela tiene un cabrito,
dice que lo matará,
del cuero haya, un tamborcito,
lo que suene... sonará.
Matrimonio feliz, si los hubo, era el de Antonio Catari y
Magdalena Huanca, ambos descendientes de caciques.
Él, gallardo mozo de veinticinco años, de
ánimo levantado, trabajador más que una colmena y
enamorado de su mujercita hasta la pared del frente.
El laboreo de una mina le proporcionaba lo preciso para vivir con
relativa holgura.
Cuando iba de paseo por las calles de Jauja o Huancayo, no eran
pocas las hijas de Eva que corriendo el peligro de firmar
contrato para vestir a las ánimas benditas, le
cantaban:
«Un canario precioso
va por mi barrio...
¡Quién fuera la canaria
de ese canario!»
Ella, una linda muchacha de veinte primaveras muy lozanas, limpia
como onza de oro luciente, hacendosa como una hormiga y hembra
muy mucho de su casa y de su marido, a quien amaba con todas las
entretelas y reconcomios de su alma.
La casa del matrimonio era, valgan verdades, en cuanto a
tranquilidad y ventura, un rinconcito del Paraíso, sin la
serpiente, se entiende.
Cristianos nuevos, habían abjurado la religión de
sus mayores y practicaban con fervor los actos religiosos de
culto externo que el cristianismo impone. Jamás faltaban a
misa en los días de precepto, ni a sermón y
procesiones, y mucho menos al confesonario por Cuaresma.
¿Qué se habría dicho de ellos? ¡O
somos o no somos! Pues si lo somos, válanos la fe del
carbonero.
El adorno principal de la casa era un lienzo al óleo, obra
de uno de los grandes artistas que Carlos V ocupara en pintar
cuadros para América, representando al santo patrono del
marido. Allí estaba San Antonio en la florescencia de la
juventud, hecho todo un buen mozo, con sus ojos de azul marino,
su carita sonrosada, su sonrisa apacible y su cabellera rubia y
riza.
Por supuesto que nunca le faltaba la mariposilla de aceite, y si
carecía del obligado ramo de flores, era porque la
frígida serranía de Paseo no las produce.
Magdalena vivía tan apasionada de su San Antonio, como del
homónimo de carne y hueso.
Como sobre la tierra no hay felicidad completa, al matrimonio le
faltaba algo que esparciese alegría en el hogar, y ese
algo era fruta o fruto de bendición, que Dios no
había tenido a bien concederles en tres años de
conyugal existencia.
Magdalena en sus horas de soledad se arrodillaba ante la imagen
del santo, pidiéndola que así como a las muchachas
casaderas proporcionaba novio, hiciese por ella el fácil
milagro de empeñarse con Dios para que la concediese los
goces de la maternidad.
Y San Antonio erre que erre en hacerse el sordo y el
remolón.
II
Antonio tenía todas las supersticiones de su raza,
aumentadas con las que el fanatismo de los conquistadores nos
trajera.
Cuando un indio emprende viaje que lo obliga a pasar más
de veinticuatro horas lejos de su hogar, forma a poca distancia
de éste y en sitio apartado del tráfico un
montoncito de piedras. Si a su regreso las encuentra esparcidas,
es para él artículo de fe la creencia en una
infidelidad de su esposa.
Antonio tuvo que ir por una semana a Huancayo. Una noche
tempestuosa presentose en su casa un joven español
pidiendo hospitalidad. Era un soldado almagrista, que derrotado
en una escaramuza reciente, venía muerto de hambre y
fatiga y con un raspetón de bala de arcabuz en el brazo.
Demandaba sólo albergue contra la lluvia y el frío
de esa noche y algo que restaurase un tanto sus abatidas
fuerzas.
Mucho vaciló Magdalena para en ausencia de su esposo
admitir en la casa a un desconocido. Si hubiera existido ese
triturador de palabras y pensamientos que llamamos
telégrafo, de fijo que habría hecho parte
consultando.
Al fin el sentimiento de caridad cristiana se sobrepuso a sus
escrúpulos. Además, ¿qué
podría temer del extranjero, acompañada, como
vivía, por otras tres mujeres y por cinco indios
trabajadores de la mina?
El huésped fue atendido con solicitud, y Magdalena misma
aplicó una hierba medicinal sobre la herida. Al practicar
el vendaje levantó la joven los ojos: un temblor
convulsivo agitó su cuerpo y cayó sin
sentido.
El soldado español era San Antonio, el santo que en su
corazón luchaba con el amor a su marido. Los mismos ojos,
la misma sonrisa, la misma cabellera.
Con el alba, el soldado abandonó la casa y siguió
su peregrinación.
III
Pocas horas más tarde, Antonio llegaba a su hogar.
Había encontrado deshecho el montoncito de piedras.
Desde ese día la felicidad desapareció para los
esposos. Él disimulaba sus celos y espiaba todas las
acciones de su mujer.
Magdalena, con el instinto maravilloso de que Dios dotara a los
seres de su sexo y sin sombra de remordimiento en el cielo azul
de su conciencia limpia, adivinó la borrascosa
agitación del espíritu de su marido. Desde los
primeros momentos le había dado cuenta de todo lo ocurrido
en la casa durante los días de su separación.
Antonio sabía, pues, que en su hogar se había dado
asilo a un almagrista herido.
Y en esta situación anormal y congojosa para el
matrimonio, los síntomas de la maternidad se presentaron
en Magdalena.
Y la mujer, sin mancilla en el cuerpo ni en el alma, pasaba horas
tras horas arrodillada ante San Antonio, y fotografiando, por
decirlo así, en sus entrañas la imagen del
bienaventurado.
Sombrío y cejijunto esperaba Antonio el momento
supremo.
IV
Magdalena dio a luz un niño.
Cuando la recibidora (matrona u obstetriz de aquellos tiempos)
anunció a Antonio lo que allí estimaba como fausta
nueva, el marido se precipitó en la alcoba de su mujer,
tomó al infante y salió con él a la puerta
para mirarlo al rayo solar.
El niño era blanco y rubio como San Antonio.
El indio, acometido de furioso delirio, echó a correr en
dirección al riachuelo vecino y arrojó en él
al recién nacido.
V
Es tradicional que se vio entonces a un hombre, de tipo
español, lanzarse en la corriente, coger al niño y
subir con él al cerro.
Desde entonces el viajero contempla en la cumbre fronteriza a
Chaupi-Huaranga una gran piedra o monolito, que a la distancia
semeja por completo un San Antonio con un niño en brazos,
tal como en estampas y en los altares nos presenta la Iglesia al
santo paduano.