Tres meses antes de la batalla de Iñaquito, en que tan
triste destino cupo al primer virrey del Perú,
habían los partidarios de Gonzalo Pizarro puesto preso en
la cárcel de San Miguel de Piura al capitán
Francisco Hurtado, hombre octogenario, muy influyente y
respetado, vecino de Santiago de Guayaquil y entusiasta defensor
de la causa de Blasco de Núñez.
Cuarenta días llevaba el capitán de estar cargado
de hierros y esperando de un momento a otro sentencia de muerte,
cuando llegó a Piura Francisco de Carbajal, en marcha para
abrir campaña contra Diego Centeno, que en Chuquisaca y
Potosí acababa de alzar bandera por el rey.
El alcalde de Piura, acompañado de los cabildantes,
salió a recibir a Carbajal, y por el camino lo
informó, entre otras cosas, de que tenía en
chirona, y sin atinar a deshacerse de él, al
capitán Hurtado.
¡Mil demonios! -exclamó furioso D, Francisco-.
¡Ah, Sr. Martínez! So cabello rubio, buen piojo
rabudo. ¡Y qué poco meollo para oficial de justicia,
tiene vuesa merced! Bien podía hacerle tina punta a la
vara, que lleva y tirársela a un perro. ¡Cargar de
hierros a todo un vencedor en Pavía! ¡Habrá
torpeza! ¡Por vida de mi Sr. Don Gonzalo, que no sé
cómo no hago una alcaldada con el alcalde de monterilla!
Corra vuesa merced y deje libre en la ciudad al capitán
Hurtado, que es muy mi amigo y juntos militamos en Flandes y en
Italia, y no es Francisco de Carbajal el alma de chopo que
consiente en el sonrojo de hombre que tanto vale. ¡Voto va!
¡Por los gregüescos del Condestable!
Y ante tal tempestad de exclamaciones iracundas, el pobre alcalde
escapó como perro en juego de bolos, diciendo para
sí: «Eran lobos de una camada, no haya miedo que se
muerdan. Allá se avengan, que en salvo está el que
repica».
Cuando Carbajal entró en Piura ya estaba en libertad el
prisionero, quien se encaminó a la posada de su viejo
conmilitón para darle las gracias por el servicio que le
merecía. El maestre de campo lo estrechó entre sus
brazos, manifestose muy contento de ver tras largos años a
su camarada de cuartel; hicieron alegres reminiscencias de sus
mocedades, y por fin, llegada la hora de comer, sentáronse
a la mesa en compañía del capellán, dos
oficiales y cuatro vecinos.
Ni Hurtado ni Carbajal trajeron para nada a cuento las contiendas
del Perú. Bromearon y bebieron a sus anchas, colmando el
maestre de agasajos a su comensal. Los dos viejos
parecían, en sus expansivas manifestaciones de afecto y de
alegría, haberse desprendido de algunas canas. Aquello
sí era amistad, y la de Orestes y Pílades pura
pampirolada.
Cuando después de dos horas de banquete y de pronunciar la
obligada frase con que nuestros abuelos ponían
término a la masticación «que aproveche, como
si fuera leche» un doméstico retiró el
mantel, la fisonomía de Carbajal tomó aire
pensativo y melancólico. Al cabo, y como quien
después de meditarla mucho ha adoptado una
resolución, dijo con grande aplomo:
-Sr. Francisco Hurtado, yo he sido siempre amigo y servidor de
vuesa merced, y como tal amigo, le mandé quitar prisiones
y sacar de la cárcel. Francisco de Carbajal ha cumplido,
pues, para con Francisco Hurtado las obligaciones de amigo y de
camarada. Ahora es menester que cumpla con lo que debo al
servicio del gobernador mi señor. ¿No encuentra
vuesa merced fundadas mis razones?
-Justas y muy justas, colombroño -contestó Hurtado,
imaginándose que el maestre de campo se proponía
con este preámbulo inclinarlo a cambiar de bandera, o por
lo menos a que fuese neutral en la civil contienda.
-Huélgome -continuó Carbajal- de oírlo de su
boca, que así desecho escrúpulos. Vuesa merced se
confiese como cristiano que es, y capellán tiene al lado;
que yo, en su servicio, no puedo hacer ya más que mandarle
dar garrote.
Y Carbajal abandonó la sala, murmurando:
-Cumplí hasta el fin con el amigo, que buey viejo hace
surco derecho. Comida acabada, amistad terminada.