A la hora en que acaeció el terremoto de 1746,
hallábanse congregados algunos fieles, en junta de
hermandad o cofradía, en la iglesia parroquial de San
Marcelo. La puerta principal del templo estaba con cerrojo, y
sólo el postigo permanecía abierto.
La confusión y espanto que el temblor produjo entre los
del concurso fueron tales, y tanta la prisa por alcanzar al
postigo, que el primero que lo consiguió, sin darse cuenta
de lo que hacía, trájoselo tras sí cerrando
de golpe. No hubo forma de abrirlo.
Por fortuna no se derrumbó pared ni cayó viga, y
apenas hubo dos o tres cabezas magulladas por los pedazos de
torta que del techo se desprendieron. La catástrofe pudo
ser mayor.
Pero entre nosotros, así hoy como en tiempos del rey, la
policía acude siempre con irreprochable puntualidad al
lugar donde se ha cometido un robo, un asesinato u otra
fechoría... cuando ya no se la necesita. Y lo que digo de
la policía lo aplico también a las medidas
precautorias. Siempre son tardías: después de
caído medio techo, se nos ocurre apuntalar lo que queda.
Fue preciso el peligro de morir aplastados en que se vieron los
cofrades de San Marcelo, para que el virrey y el arzobispo y el
Cabildo cayeran en la cuenta de que era conveniente en todos los
templos remachar aldabas en la parte interior de las puertas.
Así, aunque se cerrasen de golpe, con sólo tirar
del aldabón se abrirían.
Contratose la fabricación de aldabas con un famoso
discípulo de Vulcano, cuya fragua estaba situada en un
solar que forma el ángulo opuesto a las esquinas de Beytia
y Melchor Malo.
El herrero adornó su puerta, por vía de muestra, de
aviso o de reclamo, como hogaño decimos, con varias
aldabas, y desde entonces quedó bautizada esa calle con el
nombre con que la conocemos.