En mitad de la calle del Milagro había por los años
de 1717 una casa de humilde apariencia, vecina a la de
Pilatos.
Ocupaba la casita del Milagro una vieja con más pliegues y
arrugas que camisolín de novia, y su sobrina Jovita, la
chica más linda para quien amasaban pan los panaderos de
esa época.
Doña O, que tal era el nombre de la tía, era beata
de la orden tercera y de aquellas que al andar por la calle se
inclinan con frecuencia al suelo para separar las pajitas
diciendo, como la ña Catita de una preciosa comedia de
Manuel Segura:
«... aquí hay una cruz:
no la vayan a pisar».
Doña O no admitía en su casa más visita
masculina que la de algunos frailes cogotudos y la de Don Alonso
Esquivel, con quien la vieja andaba en arreglos para casarlo con
la sobrina. Pero Jovita se había encaprichado en no querer
para marido a hombre que amén de peinar canas y sufrir de
reuma gotoso, exhalaba olor a cera de sacristía.
Decía la mocita que los viejos son como los cuernos:
duros, huecos y retorcidos. Melindres aparte, yo diré a
ustedes en confianza, que si la niña hacía fieros
al cascado galán, era por tener sus dares y tomares con un
buen mozo llamado Don Juan Manuel Ballesteros, por quien
doña O experimentaba más tirria que el diablo por
el agua bendita. Jovita era tan firme en su querer, que no parece
sino que para ella se escribieron estas coplas:
«El Padre Santo de Roma
me dijo que no te amara,
y le dije: -Padre mío,
aunque me recondenara.
Y el padre Santo me dijo
que te deje, que te deje,
y contesté: -Padre mío,
con la muerte, con la muerte».
El Don Alonso Esquivel había sido secretario de cartas y
favorito del virrey-arzobispo Don fray Diego Morcillo Rubio de
Auñón, en los cincuenta días que duró
su gobierno hasta la llegada del príncipe de Santo-Buono,
nombrado virrey en propiedad. Después del interinato
político, pasó Esquivel a desempeñar el
empleo de mayordomo de su ilustrísima, quien a la
sazón se preparaba para regresar a su diócesis de
La Plata. Además el de Esquivel blasonaba de nobleza y
lucía escudo cortado: el primer cuartel en oro con una
águila en sable, y el segundo en azur con cuatro barras de
oro, que son las armas del apellido Esquivel. Como se ve, no era
Don Alonso ningún majagranzas pobretón, sine todo
un personaje.
Entre la tía, que patrocinaba los amores de éste, y
la sobrina, reacia en desahuciarlo, sosteníase diariamente
cruda batalla. Baste, para formar idea del carácter de esa
lucha, el oír parte de la conversación que en la
tarde del 16 de junio de 1717 tenían en la puerta de calle
la beata y su protegido:
-Fibra, mi señora doña O, mucha fibra, si no quiere
usted que esa descocada y ese mozo libertino hagan chichirimico
de nosotros. Córtele usted las trenzas, y al convento con
ella, que ya la madre abadesa sor Estefanía de los Clavos
está prevenida y se pinta sola para domeñar
doncellitas levantiscas.
-Así se hará como vuesa merced me lo aconseja, mi
Sr. Don Alonso. Mañana mismo dormirá Jovita en las
bernardas de la Santísima Trinidad.
-Amén, y hasta la noche que daré la vuelta,
trayéndole la licencia del Vicario para que la moza sea
recibida en el santo claustro. Beso a usted la mano, mi
señora doña O.
-Acompañe Dios al caballero.
II
Tocaban las ocho en San Francisco cuando tía y sobrina
salían de la salve de la Soledad.
En la plazuela, obscurísima como es de imaginarse en
aquellos tiempos en que no se conocía en Lima sistema
alguno de alumbrado público, encontrábase un
embozado, quien con el disimulo propio de experto conquistador,
se acercó a Jovita, la dio una carta y recibió
otra. Por supuesto que doña O no echó de ver
aquella actividad de estafetas, que gente moza y enamoradiza se
la pega hasta al demonio en figura de beata y semisuegra. El
galán siguió su camino y entró en la botica
de la esquina, donde había constante tertulia de ociosos
jugando a las damas o murmurando de la vida ajena. Allí a
la luz del farolillo leyó este billetico: «Juan,
sálvame por Dios. Mañana me encierra la tía
en la Trinidad. Esta noche traerá Don Alonso la
licencia».
Ballesteros quedose gran rato pensativo, y luego, como quien ha
adoptado una resolución, despidiose de los tertulios, que
tenían sus cinco sentidos puestos en el tablero,
engolfados en un lance de dama chancho, y enderezó a la
calle del Milagro.
En ese instante Don Alonso Esquivel llegaba a la puerta de la
casa de Jovita, cuando se le interpuso un embozado.
-Una palabra, señor mayordomo.
-Hable, señor mío.
-Vuesa merced trae encima un papel que ¡por Dios vivo! ha
de entregarme.
-Hablara vuesa merced con buenos modos, y acaso nos
enredáramos de razones; pero mire cómo ha de ser,
que yo a impertinencias tales no acostumbro dar respuesta.
Y Don Alonso volvió la espalda y se dispuso a pasar el
quicio de la puerta; mas Ballesteros lo cogió del brazo y
le hundió en el pecho la hoja de su daga.
Esquivel se desplomó gritando:
- ¡Muerto soy!.... ¡Cristo me valga!
III
El asesino emprendió la fuga y tomó asilo en el
convento de los padres descalzos, donde contaba con deudos y
amigos que lo amparasen.
Alcalde del primer voto era Don García de Híjar y
Mendoza, conde de Villanueva del Soto, noble tan de primera agua,
que en su escudo de gules ostentaba nada menos que las armas de
Aragón y Navarra, favorecedor de Esquivel e íntimo
amigo del trinitario Rubio de Auñón. Su
señoría alborotó a los cabildantes, y los
dos alcaldes ordinarios se dirigieron a los frailes descalzos
reclamando la persona del reo, pero los religiosos contestaron
con un arsenal de latines. Los alcaldes, a quienes poco se les
alcanzaba de la lengua de Horacio y Cicerón, hicieron caso
omiso de textos y versículos, y seguidos de escribanos y
alguaciles encamináronse a los descalzos, pusieron
esbirros en el cerrito de las Ramas y penetraron en la iglesia,
donde Ballesteros se había refugiado al pie de un altar y
abrazádose a un crucifijo. Los alcaldes nada respetaron, y
el pobre Don Juan Manuel, atado codo con codo, fue conducido a la
cárcel de la Pescadería.
El arzobispo de Lima Don Antonio de Zuloaga, y el cabildo
eclesiástico, que por entonces tenían sus
quisquillas con el Cabildo de la ciudad y que además no
partían de un confite con el Sr. Rubio de
Auñón (quien corriendo los años llegó
también a ser arzobispo de Lima y les puso las peras a
cuarto a los canónigos), tomaron la cosa muy a pechos, e
inmediatamente mandaron tocar entredicho en todas las iglesias de
Lima y notificar a los alcaldes, dándoles una hora de
plazo para devolver el reo al santo asilo. Aquello era un
proceder muy ejecutivo. Nada de pañitos calientes.
Aunque los alcaldes alegaron después, en su defensa, que
no habían recibido en hora oportuna la
notificación, la verdad es que se hicieron sordos a ella,
y sin pararse en barras, sometieron al infeliz Ballesteros a
cuestión de tormento, que no debió ser muy blando,
porque el reo se les quedó entre las manos, tan muerto
como Mahoma.
Pero a las ocho de la noche de este día, que fue el 21 de
junio, sus señorías los alcaldes ordinarios
sintieron frío de terciana, y estaban sin tener quien les
valiese ni santo a quien encomendarse. «Con horror y
estrépito nunca visto -dice un cronista- efectuose esa
noche la tremenda ceremonia de anatema, que se ejecutó
procesionalmente con cruz alta y cirios verdes».
Allí fue el crujir de dientes. Ni el virrey, ni los
oidores, ni los cabildantes atinaban a salvar la
situación.
Cuéntase del arzobispo-virrey, y aun creemos haberlo
leído en la Vida de la madre Antonia, fundadora de
nazarenas, que cuando le presentaron la real licencia para la
erección del monasterio dijo: «¡No en mis
días!, que las nazarenas son malas para beatas y peores
para monjas». Y en efecto, la fundación vino a
autorizarse en tiempos del virrey marqués de Castelfuerte,
no sin oposición del arzobispo de Lima, que lo era a la
sazón el que como mandatario político había
dicho: «¡No en mis días!»
Hemos apuntado este hecho para probar que el Sr. Rubio de
Auñón no contaba con muchas simpatías entre
la gente devota, y por lo tanto la muerte de su mayordomo era
menos lamentada por el pueblo que el infortunio de su matador.
Los excomulgados alcaldes se vieron comidos de piojos, y gracias
que libraron de que la beatería los hiciese trizas. Lima
estaba casi amotinada contra ellos; y el virrey príncipe
de Santo-Buono, que no las tenía todas consigo, empezaba a
desesperar.
Por fin, el día 23 se reunió bajo la presidencia
del arzobispo Zuloaga un consejillo de teólogos, el que,
más por ruegos del virrey y porque no tomase mayores
creces la turbulencia popular, convino tras larga y acalorada
discusión en que el cura del Sagrario absolviese a los
alcaldes.
Después de humillación tamaña,
todavía les cayó otra más gorda a los
alcaldes. El rey les envió un pax-christi de esos de
chuparse los dedos de gusto; y como quien dice:
«ahítate, glotón, con esas guindas»,
los privaba perpetuamente de ejercer cargos de justicia y los
multaba en mil duros, amén de otras pequeñas
gurruminas envueltas en frasecitas de acíbar y
rejalgar.
IV
-Y ¿qué me dice usted de Jovita y de doña
O?
-¡Hombre! ¡Vaya una curiosidad impertinente! Supongo
que la chica se consolaría y que a la vieja se la
llevaría pateta.