Que el excelentísimo señor virrey Don Fernando de
Abascal y Souza, caballero de Santiago y marqués de la
Concordia, fue hombre de gran habilidad, es punto en que amigos y
enemigos que alcanzaron a conocerlo están de acuerdo. Y
por si alguno de mis contemporáneos lo pone en tela de
juicio, bastárame para obligarlo a arriar bandera referir
un suceso que aconteció en Lima a fines de 1808; es decir,
cuando apenas tenía Abascal año y medio de
ejercicio en el mando.
Regidor de primera nominación, en el Cabildo de esta
ciudad de los reyes, era el señor de... ¿de
qué?, no estampo el nombre por miedo de verme enfrascado
en otro litigio pati-gallinesco... Llamémoslo H...
Su señoría el regidor H... era de la raza de las
cebollas. Tenía la cabeza blanca y el resto verde; esto
es, que a pesar de sus canas y achaques, todavía galleaba
y se le alegraba el ojo con las tataranietas de Adán.
Hacía vida de solterón, tratábase a cuerpo
de príncipe, que su hacienda era pingüe, y su casa y
persona estaban confiadas al cuidado de una ama de llaves y de
una legión de esclavos.
Una mañana, cuando apuraba el Sr. de H... la jícara
del sabroso chocolate del Cuzco con canela y vainilla,
presentósele un pobre diablo, vendedor de alhajas, con una
cajita que contenía un alfiler, un par de arracadas y tres
anillos de brillantes. Recordó el sujeto que la Pascua se
aproximaba y que para entonces tenía compromiso de
obsequiar esa fruslería a una chica que lo traía
engatusado. Duro más, duro menos, cerró trato por
doscientas onzas de oro, guardó la cajita y
despidió al mercader con estas palabras:
-Bien, mi amigo, vuélvase usted dentro de ocho días
por su plata.
Llegó el día del plazo, y tras este otro y otro, y
el acreedor no lograba hablar con su deudor; unas veces porque el
señor había salido, otras porque estaba con visitas
de gente de copete, y al fin porque el negro portero no quiso
dejarlo pasar del zaguán. Abordolo al cabo una tarde en la
puerta del Cabildo, y a presencia de varios de sus colegas le
dijo:
-Dispénseme su señoría si no pudiendo
encontrarlo en su casa me lo hago presente en este sitio, que los
pobres tenemos que ser importunos.
-¿Y qué quiero el buen hombre? ¿Una limosna?
Tome, hermano, y vaya con Dios.
Y el Sr. de H... sacó del bolsillo una peseta.
-¿Qué es eso de limosna? -contestó indignado
el acreedor-. Págueme usía las doscientas onzas que
me debe.
-¡Habrase visto desvergüenza de pícaro!
-gritó el regidor-. A ver, alguacil. Agárreme usted
a este hombre y métalo en la cárcel.
Y no hubo remedio. El infeliz protestó; pero como las
protestas del débil contra el fuerte son agua de malvas,
con protesta y todo fue nuestro hombre por veinticuatro horas a
chirona por desacato a la caracterizada persona de un municipal o
municipillo.
Cuando lo pusieron en libertad anduvo el pobrete con su queja de
Caifás a Pilatos; pero como no presentaba testigos ni
documentos, lo calificó el uno de loco y el otro de
bribón.
Llegó el caso a oídos del virrey, y éste
hizo ir secretamente a palacio a la víctima, lo
interrogó con minuciosidad y le dijo:
-Vaya usted tranquilo y no cuente a nadie que nos hemos visto. Le
ofrezco que para mañana o habrá recobrado sus
prendas o irá por seis meses a presidio como
calumniador.
II
Exceptuando las noches do teatro, al que Abascal sólo por
enfermedad u otro motivo grave dejaba de concurrir,
recibía de siete a diez a sus amigos de la aristocracia.
La linda Ramona, aunque apenas frisaba en los catorce
años, hacía con mucha gracia los honores del
salón, salvo cuando veía correr por la alfombra un
ratoncillo. Tan melindrosa era la mimada hija de Abascal, que su
padre prohibió quemar cohetes a inmediaciones de Palacio,
porque al estallido acometían a la niña
convulsiones nerviosas. ¡Repulgos de muchacha
engreída! Corriendo los años no se asustó
con los mostachos de Pereira, un buen mozo a quien mandó
el rey para hacer la guerra a los insurgentes, y que no hizo en
el Perú más que llegar y besar, conquistando en el
acto la mano y el corazón de Ramona y volviéndose
con su costilla para España. ¡Buen calabazazo
llevaron todos los marquesitos y condesitos de Lima que bailaban
por la chica el Agua de nieve! Aquella noche concurrido, como de
costumbre, el Sr. de H... a la tertulia palaciega. El virrey
agarrose mano a mano en conversación con él,
pidiole un polvo, y su señoría lo pasó la
caja de oro con cifra de rubíes. Abascal sorbió una
narigada de rapé, y por distracción sin duda
guardó la caja ajena en el bolsillo de la casaca.
De repente Ramona empezó a gritar. Una arañita se
paseaba por el raso blanco que tapizaba las paredes del
salón, y Abascal, con el pretexto de ir a traer agua de
melisa o el frasquito del vinagre de los siete ladrones, que es
santo remedio contra los nervios, escurriose por una puertecilla,
llamó al capitán de la guarida de alabarderos y le
dijo:
-Don Carlos, vaya usted a casa del Sr. De H... y dígale a
Conce, su ama de llaves, que por señas de esta caja de
rapé que dejará usted en poder de ella, manda su
patrón por la cajita de alhajas que compró hace
quince días, pues quiero enseñarlas a Ramoncica,
que es lo más curiosa que en mujer cabe.
III
A las diez de la noche regresó a su casa el Sr. de H... y
la ama de llaves lo sirvió la cena. Mientras su
señoría saboreaba un guiso criollo, doña
Conce, con la confianza de antigua doméstica, le
preguntó:
-¿Y qué tal ha estado la tertulia,
señor?
-Así, así. A la cándida de la Ramona lo dio
la pataleta, que eso no podía faltar. Esa damisela es una
doña Remilgos y necesita un marido de la cáscara
amarga, como yo, que con una paliza a tiempo estaba seguro de
curarla de espantos. Y lo peor es que su padre es un viejo
pechugón, que me codeó un polvo y se ha quedado con
mi caja de los días de fiesta.
-No, señor. Aquí está la caja, que la trajo
uno de los oficiales de Palacio.
-¿A qué hora, mujer?
-Acababan do tocar las ocho en las nazarenas, y obedeciendo al
recado que usted me enviaba, le di al oficial la cajita.
-Tú estás borracha, Conce. ¿De qué
cajita me hablas?
-¡Toma! De la de alhajas que compró usted el otro
día.
El Sr. de H... quedó como herido por un rayo. Todo lo
había adivinado.
A los pocos días emprendió viaje para el Norte,
donde poseía un valioso fundo rústico, y no
volvió a vérsele en Lima.
Por supuesto, que comisionó antes a su mayordomo para que
pagase al acreedor.
El caballeroso Abascal recomendó al capitán de
alabarderos y al dueño de las alhajas que guardasen
profundo secreto; pero la historia llegó a saberse con
todos sus pormenores, por aquello de que «secreto de tres,
vocinglero es».