Con este título escribió mi amigo y colega Perpetuo
Antañón una tradición lindísima, que
yo me he propuesto contar también a mi manera, si bien
digan que en ello hago mala obra al verdadero padre. Pero el
asunto es tan bonito, que ¡vamos! mi libro no puedo pasarse
sin él. Mil perdones, camarada, porque me echo gentilmente
a merodear en su propiedad.
Por los años de 1756 era virrey del Perú el conde
de Superunda; oidor de la Real Audiencia de Lima don Gregorio
Núñez de Rojas, y alcalde de este Cabildo don Juan
Antonio de Palomares y de la Vega, Fernández de
Córdova y Pérez de lo Ríos, vizconde y
preboste de San Donás, barón de Urpín y
señor de Verdalla, en los reinos de Irlanda, mozo
gallardo, rico, afable y rumboso, condiciones que lo
hacían muy querido y popular en la ciudad.
En cuanto a su señoría el oidor Núñez
de Rojas, era un viejo más feo que un calambre,
solterón y antipático. Vivía este
señor en la calle que el pueblo conoce por la de
Núñez y que ¡injusticia populachera!
debía llamarse calle de Olavide, pues casa tuvo en ella el
egregio limeño de este apellido.
Había, por aquellos tiempos, su excelencia el virrey hecho
promulgar bando prohibiendo a los negros y gente de color el uso
de armas, so pena de cien azotes aplicados por mano del verdugo,
por tandas de a veinticinco, en los cuatro ángulos de la
plaza.
Y fue el caso que un día, a las once de la mañana,
hora en que el señor oidor se hallaba en palacio
administrando justicia, en un salón cuyas ventanas
caían sobre la plaza, el joven alcalde, que andaba a
caballo seguido de alguaciles recorriendo la ciudad, vio que el
engreído negro calesero del señor
Núñez se pavoneaba con daga a la cintura. Todo fue
uno, verlo el alcalde y gritar:
-¡Alguacil! Agárreme usted a ese negro y que el
verdugo le dé cien azotes.
Y mandado y hecho. Fue el negro a la cárcel, montolo el
verdugo sobre un asno, y le aplicó los primeros
veinticinco ramalazos frente las ventanas de la Real Audiencia,
no sin que el negro clamorease a gritos:
-¡Mi amo, señor oidor, que me matan! ¡Mi amo,
señor doctor Núñez, ampáreme su
merced!
Hubo de oírlo el oidor, que no era sordo, y salió a
la plaza en auxilio de su mimado calesero, a tiempo que el de San
Donás llegaba a ver cómo el verdugo cumplía
con sus órdenes.
Se armó la tremenda. El oidor erre que erre en que
había de suspenderse el vapuleo de su negro, y el alcalde
erre que erre en que eso se haría después de la
última tanda. El pueblo se arremolinó, manifestando
sus simpatías por el de Palomares, y perdiendo su
gravedad, el oidor dijo:
-¡So alcaldillo de...! (aquí la palabra que
Víctor Hugo pone en boca de Cambronne).
El alcalde se encalabrinó también, y
contestó:
-¡Alguacil! A la cárcel el señor oidor.
-¿A mí a la cárcel?
-¡Clarinete! A la cárcel usía, porque ha
faltado a la ciudad en mi persona.
El pueblo prorrumpió en un atronador ¡viva el
señor alcalde!, ¡viva el señorito
Palomares!
Y el oidor fue a chirona y enjauláronle en un calabozo, y
el alcalde en persona manejó el candado de la maciza
puerta, echándose la llave en el bolsillo.
Y en estas y las otras, el verdugo le plantó al negro el
centésimo ramalazo, y ¡a volar, macuito!
La Real Audiencia, al tener noticia del percance ocurrido a su
respetable miembro el doctor Núñez, acudió
en corporación al virrey, pidiendo la libertad del
compañero y el castigo del alcalde; pero Manso de Velazco,
que era un gobernante muy respetador de las leyes y de los fueros
y privilegios de la ciudad de Lima, les contestó que lo
único que podía hacer era interponer sus respetos
para que amainase en su severidad el de Palomares, quien
había estado en su derecho para encarcelar al que en su
persona agraviara a la ciudad. Conferenció el virrey con
el alcalde; pero su señoría el alcalde se mantuvo
firme en sus trece, agregando que ni por Dios y sus santos
dejaría libre al de Núñez, si éste no
le daba cabal satisfacción por la mala palabra lanzada en
plena plaza.
El virrey envió a su secretario a parlamentar con el
oidor, y según afirma Lavalle, ni la de la paz de Utrecht
fue negociación más difícil y complicada. Al
fin, el de Núñez, viendo que la noche avanzaba y
que iba a pasarla sobre el santo suelo, convino con el secretario
en un proceso verbal, que se cumplió religiosamente por
las altas partes contratantes.
Sacado el doctor Núñez del calabozo fue conducido a
palacio, donde lo esperaban su excelencia y el de San
Donás, y según lo estipulado, dirigió al
alcalde el siguiente discurso:
«Señor alcalde. Cuando apodé a usiría
de alcaldillo de... tal, cometí un lapsus linguae. Mi
intención fue llamarlo alcaldillo de monterilla, en lo que
injuria no existe: alcaldillo, por los cortos años que
usiría cuenta; y de monterilla, por la bizarra montera que
cubre su cabeza. In intentione peccatum est, y donde falta la
intención no cabe pecado. Satisfago, pues, a
usiría, satisfágolo,
satisfágolo».
El de Palomares contestó en estos términos,
igualmente convenidos:
«Señor oidor. Cuando puse a usiría en
prisión, fue bajo el concepto de que me había
malamente injuriado. Errare humanum est. Pero desde que no fue
esa su intención, satisfago a usiría,
satisfágolo, satisfágolo».
Aquí terció el virrey: "«¡Ea!,
señores, un abrazo y vamos a cenar, que supongo a
usirías con apetito»."