-Quede, pues, vuesa merced mucho con Dios, que yo hasta verme en
Potosí no descabalgo, y poco ha de acorrerme la fortuna,
que ciega es y a los audaces ampara, si no fino millonario.
-Óigale Dios, señor capitán, y vaya mucho
con él, y no olvide que palabra le tomo de sacarme de
pobre con las migajas de su dicha -contestó, con sonrisa
burlona, el alférez de arcabuceros reales don Rodrigo
Peláez, dando una estrecha empuñada al
capitán de picas y sobresalientes don Martín
Zapata.
Tal fue el final de un diálogo que, a la puerta del
Cabildo de Lima, tuvieron en cierta tarde del año de
gracia 1557 dos bravos militares, que fama de esforzados
conquistaron batiéndose contra la rebeldía de
Francisco Hernández Girón.
Las guerras civiles de los conquistadores habían llegado a
su término, y ni semilla de bochincheros quedaba en el
extenso virreinato del Perú.
El capitán Zapata, convencido de que ya las armas no
ofrecían porvenir a los hombres de guerra, había
decidido irse a Potosí en pos de la madre gallega, y sin
más alambicarlo, arregló la maleta, enfrenó
el caballo, y pian piano emprendió viaje al Alto
Perú.
Era por entonces el capitán un mancebo de veinticinco
pascuas floridas, de marcial apostura, moreno de color y con
bigotes a la turca. Había llegado al Perú seis
años antes y cuando las rebeldías estaban
candentes. Sentó plaza de soldado, y batiose con tanto
denuedo, que grado a grado fue ganando ascensos. No se
sabía a punto fijo de cuál de los reinos de
España era oriundo: unos lo creían andaluz y otros
castellano viejo, pues de ambas provincias hablaba con entero
conocimiento.
A pesar de su mocedad no despuntaba por el juego, el vino y los
amoríos, que nunca se le conoció el menor
chichisbeo con soltera, casada o viuda, sino por un excesivo celo
religioso que picaba en fanatismo. Confesaba y comulgaba el
primer domingo del mes; era seguro encontrarlo en misa de alba y
en el rosario nocturno; no desperdiciaba fiesta ni sermón,
y no hubo cofradía en la que no figurase como hermano.
Tanto ascetismo en un soldado mozo, a fe que era como para
hacerse cruces. A otros prójimos con menos los ha
canonizado Roma.
II
Llegado Zapata a Potosí en 1558, dividió su tiempo
entre las prácticas devotas y el cateo de minas,
yéndole tan propiciamente en la última faena, que a
poco, en 1562, descubrió una riquísima veta de
plata, a la que bautizó con su apellido. Inmediatamente
escribió a su amigo el alférez Peláez y lo
destinó como administrador de la mina, asegurándole
por sueldo el cuatro por ciento de los provechos.
La Zapata, en los diez años que la explotó su
descubridor y dueño, fuera de los quintos pagados a la
corona, produjo barras por valor de más de tres millones
de pesos de a nueve reales.
El capitán no era un avaro insaciable, y en 1573
vendió la mina a una sociedad de vascongados,
contrató en Arica un navío, lo lastró con
barras de plata y..., ¡velas y buen viento!...,
desembarcó con su ingente caudal en Cádiz.
Allí repartió un cuarto de milloncejo entre
iglesias y monasterios, y aun estableció no sé
qué fundación piadosa para alivio de viudas y
huérfanos.
Pero ¡cosa rara!, un día el opulentísimo
perulero (como llamaban a los que volvían a España
con procedencia de esta región de las Indias)
anocheció y no amaneció en Cádiz. Persona y
caudal se habían evaporado.
Ello es que la justicia se cansó de hacer indagaciones sin
sacar nada en claro, y que el pueblo gaditano se echó a
inventar leyendas, a cual más absurda y maravillosa. Por
supuesto que en todas figuraba el diablo, cargando a la postre
con el beato y sus tesoros.
III
Don Rodrigo Peláez continuó aún por tres o
cuatro años en Potosí, rellenando la hucha como
empleado en la mina; pero por ciertas quisquillas con sus nuevos
patrones los vascongados, hizo dimisión del puesto y
decidió regresar a España. Tenía ya el
riñón bien cubierto, como que era dueño de
más de cien mil duros, capitalito decente para vivir en su
tierra a cuerpo de príncipe.
Avistaba ya las costas españolas, cuando la nave que lo
conducía fue abordada por unos piratas berberiscos, que
condujeron al alférez y a sus compañeros de viaje
cautivos a Argel, y allí los vendieron como esclavos al
visir Sig-Al-Emir.
Don Rodrigo, con varios de sus compatriotas, fue destinado al
cultivo de uno de los jardines que en los alrededores de la
ciudad poseía el visir; y llevaba ya el infortunado
español dos meses de cautiverio sin conocer a su amo y
señor.
Al fin una tarde, con gran comitiva de musulmanes, fue
Sig-Al-Emir a visitar su propiedad, y apenas si favoreció
con una mirada desdeñosa a algunos de sus esclavos. Hizo
la Providencia que una de esas miradas cayese sobre el cautivo
Peláez.
Por la noche, libre ya de acompañantes, el emir
mandó llamar a su cámara al esclavo español,
y tan luego como se encontró a solas con él, le
dijo:
-Abrázame, Rodrigo Peláez. ¿No me
reconoces?
El capitán Zapata era el visir de Argel.
IV
La vida aventurera de Zapata la relataremos brevemente.
Muchacho de doce años se embarcó como grumete, y un
naufragio lo llevó a las costas de España, donde
vagando de pueblo en pueblo, vivió como a Dios plugo
ayudarlo durante seis años. Vínose al Perú,
alistose en la milicia, pasó a Potosí y
enriqueció.
En los seis meses de su residencia en Cádiz diose
maña para poco a poco trasladar a Argel su cuantiosa
fortuna. Con ella y con lo despejado de su ingenio alcanzó
a conquistarse el cariño del sultán, quien lo
elevó al rango de visir.
Su fervor religioso en América y España fue la
máscara tras la que se escondía el más fiel
de los sectarios de Mahoma. Cuando en 1570 se estableció
la Inquisición en el Perú, empezó el
capitán Zapata a recelar que por ponerse camisa limpia en
viernes, no comer gallina degollada por mano de mujer, lavarse
los brazos de las manos a los codos, o cualquiera futesa del rito
de Mahoma, llegara a descubrirse la superchería y a
intimar relaciones con el Santo Oficio. Por eso se apuró a
vender la mina y poner mar de por medio entre él y los
hombres de la cruz verde.