En los tiempos en que era este muy humilde tradicionalista papel
florete y no papel quemado, ocurriole una noche estar de visita
en una casa donde vio congregadas media docena de
muchachas,
de esas de quince a veinte,
que abren el apetito a un penitente.
Eran ellas tan lindas como traviesas, limeñas puras de las
de ¡guá! y lo que se sigue, y se las pintaban para
tijeretear y cortar sayos. Las ciudadanas de aquel congresillo
femenil vivían consagradas, como dice el refrán,
«a la labor de Mencía, murmurar de noche y holgar de
día».
Contaba la más parlanchina el cómo Fulanita, a
pesar de ser fea como la viruela y sin otra gracia que la del
bautismo, estaba a punto de casarse, pues ya el cura había
leído en la última misa dominical la tercera
proclama. Interrumpiola otra chica, bonita como ella sola y
más salada que el mar.
-¡Casarse ese avucastro! Pues ¡que repiquen en
Yauli!
Muchas veces, y sin parar mientes en ella, había
oído la tal frase; pero no sé por qué me
cascabeleó en esta ocasión y me aventuré a
decir a aquella picaruela, que era capaz de leer bajo el agua un
billete de amores:
-Perdone usted, Merceditas. ¿Por qué han de repicar
en Yauli cuando se case la personita en cuestión? Que el
repique sea en la parroquia, comprendo, si es que un casorio pide
alboroto; pero... ¡en Yauli!..., ¡a tanta distancia
de Lima!... Vamos, non capisco.
Merceditas echó a lucir una hilera de perlas engarzadas en
coral, sus amiguitas la imitaron en hilaridad, y a una me
gritaron:
-¡A la escuela el poeta! ¡A la escuela!
Confieso que hice el papel de un memo y que quedé corrido.
Yo ignoraba lo que sabían aquellas mocosuelas.
Pasaron algunos meses (que yo empleé, por supuesto, en
averiguar el origen y alcance de la frase), y otra noche en que
Merceditas me refería el cómo y el porqué un
mi amigo y novio de ella había cambiado de ídolo,
la dije con aire de quien administra una panacea o
curalotodo:
A rey muerto, rey puesto, y ¡que repiquen en Yauli!
La en otro tiempo risueña Merceditas me miró con
ojos avispados y se mordió el labio, acción que en
la mujer es claro indicio de haberse picado. Me había
vengado. Lo confieso, fui poco generoso y más maligno que
Mefistófeles.
Han corrido años, y aquella mi innoble venganza me
remuerde, hoy que ando achacoso como judío en
viernes.
Para desagraviar a mi amiguita, si es que aún recuerda mi
burla (que no la recordará, pues todo lo borra el tiempo),
voy a contar, con el auxilio de documentos oficiales que a la
vista tengo, el origen del refrán contemporáneo
¡Que repiquen en Yauli!
I
En 1834 teníamos en el Perú revolutis diario.
Gamarra, después de sofocar catorce revoluciones,
tomó a empeño poner el pandero en manos de
Bermúdez y hacer la manganeta a Orbegoso, que era el
presidente nombrado por el Congreso.
Don José Luis barruntó la cosa, y entre gallos y
media noche se escapó de Lima y fue con la gente leal a
encerrarse en el castillo del Callao, dejando al intrigante D.
Agustín, no con un palmo de narices, sino con gran parte
del ejército.
Gamarra puso sitio a la fortaleza; pero la impopularidad de su
causa era tanta y tan hostiles lo eran los limeños, que la
tropa empezó a desmoralizarse, y no sólo soldados
sino hasta oficiales y jefes desertaban de su bandera, para
engrosar las filas del gobernante legítimo.
Don Agustín Gamarra comprendió al fin que
permaneciendo por más tiempo en Lima acabarían de
minarle el ejército y que corría riesgo de ser
amarrado como Cristo, tal vez por uno de sus apóstoles o
tenientes más queridos. Lima era, para la moral del
soldado, tan peligrosa como Capua y sus deleites; y convencido de
ello, resolvió el experimentado general tomar con su
ejército camino de la Tierra, donde además de
restablecer la disciplina podría aumentar sus
fuerzas.
El 28 de enero se enteró el pueblo de que en la tarde iba
el caudillo revolucionario a emprender la escapatoria, y
pequeños grupos de ciudadanos mal armados se congregaron
en la plaza. No llegaban a quinientos hombres del pueblo los que
se propusieron impedir la marcha de un ejército,
compuesto, poco más o menos, de tres mil soldados de
infantería, caballería y artillería.
Eran las siete de la noche y aún duraba el tiroteo entre
el pueblo y la tropa. Al fin ésta logró despejar la
plaza y empezó a desfilar en dirección a la calle
de Mercaderes. A la cabeza del ejército y en traje militar
iba doña Francisca Zubiaga, la esposa de Gamarra, mujer
que tan importante papel desempeñó en la
política de aquellos tiempos, y a la que, con muy
caprichosos colores, nos ha pintado Flora Tristán en sus
Peregrinaciones de una paria.
Entre los tipos populares de Lima había por entonces un
mulato, borracho de profesión, que respondía al
apodo de General Camote. Éste pasaba su vida en los
cuarteles, donde por su afición al tecnicismo y cosas de
milicia era el hazmerreir de la oficialidad.
Aquella noche, que fue obscurísima, al huir los del pueblo
arrastraron a Camote en su carrera. Éste al llegar a la
esquina de las Mantas se escondió bajo la alcantarilla de
la acequia, y con toda la fuerza de sus pulmones y el aplomo de
un gran capitán se puso a gritar:
-¡Batallones y escuadrones, prepararse para los
fuegos!
Y por este tenor siguió dando voces de mando, a la vez que
de las bocacalles hacían algunos disparos los pocos
hombres del pueblo que aún tenían coraje para
batirse.
Los gamarristas se imaginaron que Orbegoso con su pequeña
división se habría descolgado del Callao, y que,
apoyado por el pueblo, iba a emprender un serio ataque; y
entraron en confusión tal, que más que retirada en
orden, hubo un sálvese quien pueda. Ello es que fuera de
la ciudad se encontró Gamarra con que casi la mitad de su
ejército se había dispersado.
Al General Camote, que fue a quien se debió, en mucho,
triunfo tan barato, le decretó Orbegoso paga de
alférez.
¡Prodigios del ron de Jamaica que, como de tantos otros,
hizo de Camote un héroe!
Tan clásica fecha fue para los limeños el
veintiocho de enero, que estarán mis lectores fastidiados
de oír estas palabras: «Voy a hacer un veintiocho,
armé un veintiocho o habrá un veintiocho».
Así, por ejemplo, cuando un mozo terne, atenido a su
bueno, rompe vidrios y muebles en un café o ventorrillo,
todos, hasta el comisario del barrio, dicen: «Qué.
¡Si ese hombre hizo un veintiocho!»
Y aunque no fue tal mi propósito, a la pluma se me ha
venido el origen de esta frase. Ya lo saben ustedes.
II
El general Miller recibió pocos días después
orden de perseguir a la fuerza gamarrista, persecución que
terminó con la peripecia histórica de Huaylacucho y
el abrazo de Maquinguayo; peripecia y abrazo sobre los que nada
digo, porque no quiero camorra con nadie y menos con gente
amiga.
En la tarde del 25 de marzo llegó a manos del gobernador
de Yauli el siguiente oficio, que al pie de la letra copio del
número 23 de El Redactor, periódico oficial que se
publicaba aquel año en Lima.
A Don José Mariano Alvarado, gobernador de Yauli. -Los
enemigos han sido rechazados completamente. Que corra esta
noticia en todas direcciones y que repiquen en Yauli.- Ucumatca,
marzo 25, a las diez del día. -GUILLERMO MILLER.
Mal empleo, desde los tiempos del rey hasta 1845, era el de
campanero; pues la noticia más insignificante, así
en Lima como en el resto del país, se anunciaba echando a
vuelo esquilones. Vivíamos con el oído alerta y
listos para salir a la calle, aun a media noche, a averiguar
novedades. Los boletines de los periódicos han reemplazado
a las atronadoras campanas, en lo que hemos ganado y no
poco.
El gobernador de Yauli, sin perder minuto, comunicó a Lima
la noticia, contestando a Miller con igual laconismo, en estos
términos:
Señor general Don Guillermo Miller. -He cumplido su orden,
menos en lo del repique. Aunque usía me fusile, en Yauli
no se repica.
Dios guarde a usía. -JOSÉ MARIANO ALVARADO.
Al imponerse de este oficio se olvidó Miller de que, como
buen inglés, estaba obligado a tener flema, y se puso tan
furioso que en el acto despachó un oficial con cuatro
lanceros para que condujesen preso al cuartel general de
Huaipacha al insolente gobernador que se negaba echar a vuelo las
campanas en celebración del triunfo obtenido por las
fuerzas del gobierno legal.
-¡God dam! Decididamente (pensaba Miller) eso Alvarado es
gamarrista y hay que hacer con él un escarmiento.
¡Dios me condene!
Cuando al día siguiente trajeron al gobernador,
mandó Miller que le remacharan una barra de grillos, y
mientras preparaban éstos se distrajo su
señoría llamando pícaro, traidor y mal
peruano y qué sé yo qué más al pobre
Alvarado. Este lo oía como quien oye llover, hasta que,
cuando consideró que Miller había dado bastante
escape al vapor, le dijo:
-Perdone, mi general, la pregunta. ¿Ha visto usía
alguna vez hacer una tortilla?
Esta salida de tono desconcertó por completo al bravo
inglés, que maquinalmente repuso:
-¡God dam! ¿Y a qué viene eso?.
-Viene a cuento, mi general; porque así como para hacer
una tortilla lo indispensable es un par de huevos, así
para repicar lo primero que se necesita es campanas, y en Yauli
no hay campanario, campana ni campanero.
-¡God dam! -contestó Miller dándose una
palmada en la frente.- ¡Tiene razón! Esa no estaba
en mi libro. Venga un abrazo.
Y llamando a su ordenanza le pidió la cantimplora y
obsequió con un trago de brandy al agudo gobernador.
Desde ese día nació la tan popular frase ¡Que
repiquen en Yauli!