Don Juan de Acuña, hidalgo burgalés y caballero de
Calatrava, fue en los reinos del Perú corregidor de Quito
y gobernador de Huancavelica. De su matrimonio con una dama
potosina, doña Margarita Bejarano, tuvo en el Perú,
entre otros hijos, a don Iñigo, marqués de
Escalona, y a don Juan de Acuña y Bejarano, nacido en Lima
en 1658, que es el personaje a quien consagro este
artículo.
A la edad de trece años enviolo su padre a educarse en
España, y a los diez y seis entró en la carrera
militar, con tan buena fortuna, que alcanzó a ser
capitán general y virrey de Aragón y
Mallorca.
El 15 de octubre de 1722 hizo su entrada solemne en
Méjico, con el carácter de virrey por Su Majestad
don Felipe V, el Excelentísimo señor don Juan de
Acuña y Bejarano, marqués de Casafuerte, caballero
de Santiago y comendador de Adelfa en la orden de
Calatrava.
Que el virrey limeño fue el más honrado,
enérgico, laborioso y querido entre los treinta y siete
virreyes que hasta entonces tuvo la patria de Guatimoc, no
sólo lo dicen Feijoo, Peralta, Alcedo y Mendiburu, sino el
republicano e imparcial Rivera, historiador de los sesenta y dos
gobernantes y virreyes durante la época colonial.
En 1733 dijo un día al rey su ministro de las
colonias:
-Señor, tiene vuesa majestad que nombrar virrey para
Méjico.
-¡Qué! -exclamó sorprendido Felipe V.-
¿Ha muerto acaso mi buen marqués de
Casafuerte?
-A Dios gracias, vive; pero ha enviado su renuncia,
fundándola en que sus enfermedades lo imposibilitan para
firmar. Parece que está afectado de parálisis en un
brazo.
-¡Bah, bah, bah! -repuso don Felipe.- Pues lo autorizaremos
para el uso de estampilla.
Y se expidió real cédula acordando al achacoso
virrey de Méjico una prerrogativa que lo igualaba al
soberano, y que antes ni después alcanzara representante
alguno del monarca de España e Indias.
No entra en mi propósito extractar los actos gubernativos
de mi paisano, sino referir lacónicamente el porqué
su excelencia se hizo ferviente devoto de los frailes
franciscanos.
Refiere Galindo Villa, escritor mejicano, que a los ocho
días de posesionado del mando, salió el de
Casafuerte en compañía del capitán de su
escolta a rondar la ciudad en la noche.
Acababan de sonar las doce, cuando oyó su excelencia el
tañido de una campana.
-¿De dónde es esa campana, capitán?
-Del convento franciscano de San Cosme, excelentísimo
señor -contestó el interrogado.
-¿Y a qué tocan los frailes?
-A maitines, señor. Tocan..., pero no van
-añadió el acompañante, recalcando en las
últimas palabras.
Quiso su excelencia convencerse de hasta qué punto era
fundada la acusación, y siguió adelante camino de
la iglesia.
Detúvose en el atrio, vio iluminado el coro, oyó el
monótono rezo de los recoletos, apagáronse
después las luces, entonose el miserere, y empezaron los
frailes a disciplinarse recio.
Volviose entonces el virrey hacia su compañero, y le
dijo:
-¡Capitán! ¡Capitán! No sólo
tocan y van, sino que también se dan. Desde ese momento
declarose el de Casafuerte protector entusiasta de los
franciscanos, y cuando el 17 de marzo de 1734, después de
once años y medio de gobierno en Méjico y a los
sesenta y seis de edad, pasó su espíritu a mundo
superior, dispuso en su testamento que se le sepultase en San
Cosme.
Los franciscanos grabaron sobre la tumba de su benefactor este
soneto:
«Descansa aquí, no yace, aquel famoso
marqués, en guerra y paz esclarecido,
que, en lo mucho que fue lo merecido
no le dejó que hacer á lo dichoso.
Ninguno en la campaña más glorioso
ni en el gobierno fue tan aplaudido,
no menos quebrantado que sufrido
vinculó en la fatiga su reposo.
Mayor que grande fue, pues la grandeza
a que pudo incitarlo regio agrado,
fue estudiado desdén de su entereza;
Y es que retiró tanto su cuidado
de lo grande, que tuvo por alteza
quedar entre menores sepultado».
Los historiadores mejicanos, siempre que se ocupan de su virrey
marqués de Casafuerte, le dan el dictado de El Gran
Gobernador, justiciero dictado que basta para inmortalizar el
nombre del virrey limeño.