Donde el autor echa un cuarto a espadas sobre historia
El Excmo. Sr. Don Gaspar de Zúñiga Acevedo y
Fonseca, conde de Monterrey, mereció el apodo de Virrey de
los milagros, no porque fuese facedor de ellos (aunque no falta
panegirista que se los atribuya, atento a su ascetismo, gran
caridad y otras ejemplares virtudes), sino porque en su breve
período de mando estuvieron de moda las maravillas y
prodigios en estos reinos del Perú. Las crónicas se
encuentran llenas de sucesos portentosos, tales como la
conversión en el Cuzco del libertino Selenque que, como el
capitán Montoya de la leyenda de Zorrilla, asistió
sin saberlo a sus propios funerales; rarezas del terremoto de 25
de noviembre de 1604 en Arequipa, fenomenales efectos de los
rayos, resurrección de muertos, arrepentimiento de un
fraile cuya barragana dejaba como las mulas las huellas del
herraje, apariciones de almas de la otra vida que venían a
dar su paseíto por estos andurriales, y pongo punto a la
lista que, a seguirla, sería cuento de nunca acabar. No es
que yo, humilde historietista y creyente a macha martillo, sea de
los que dicen que ya Dios no se ocupa de hacer milagros y que el
diablo nunca los ha hecho, sino que en estos tiempos se
realizaron dos, tan de capa de coro y estupendos, que no he
podido resistir a la comezón de sacarlos a plaza en pleno
siglo XIX, para edificación de incrédulos, solaz de
fieles y contentamiento universal.
El conde de Monterrey, cuya hija fue mujer del famoso conde-duque
de Olivares, pasó del virreinato de México al del
Perú, y entró en Lima el 18 de noviembre de 1604.
Su salud hallábase tan quebrantada que poco o nada pudo
atender al gobierno político del país; y pasaba las
horas en que sus dolencias le permitían abandonar el
lecho, visitando las iglesias y repartiendo en limosnas todas sus
rentas. Su caridad lo condujo a pobreza tal, que habiendo
fallecido en 16 de marzo de 1606, no dejó prenda que
valiera algunos roñosos maravedises y fue sepultado, a
costa de la Real Audiencia, en la iglesia de San Pedro,
poniéndose en su lápida esta inscripción:
Maluit mori quam foedari.
Las armas de la casa de Fonseca son cinco estrellas de gules en
campo de oro; y las de los Acevedo, escudo cuartelado, primero y
cuarto en oro con un acebo de sinople, segundo y tercero en plata
con un lobo de sable, bordura de gules con ocho sautores en
oro.
Los únicos sucesos notables de su época fueron la
fundación del Tribunal de Cuentas y descubrimiento de la
isla de Otahiti, y con él la certidumbre de que
existía la parte del globo llamada Australia u
Oceanía. Esta empresa marítima, que tuvo
éxito desgraciado, fue muy protegida por el conde de
Monterrey. Las naves se equiparon en el Callao, y el jefe de la
flotilla fue el ilustrado y valeroso marino Quirós.
En este tiempo florecían en Lima Santo Toribio, San
Francisco Solano y Santa Rosa, y el padre Ojeda, de la recoleta
dominica, escribía los primeros versos de su inmortal
poema La Cristiada. No es de extrañar, pues, que los
milagros anduviesen bobos y a mantas.
Por entonces -dice un cronista- sucedió aquel
célebre milagro del Santo Cristo de la Columna, milagro
que yo tengo de contar rápidamente y a mi manera.
Oía un confesor el desbalijo de culpas que le hacía
un penitente, y tal rabo tendrían ellas que, escandalizado
el buen sacerdote, le dijo en voz alta:
-No te absuelvo.
-Absuelve a ese hombre que no te costó a ti lo que a
mí -exclamó el Cristo extendiendo el dedo
índice.
Y el milagro está, no en que hablara el Cristo, que sobre
eso podría haber su más y su menos, sino en que el
dedo no volvió a tomar la posición primitiva.
Pero no es este prodigio, que incidentalmente se me ha venido a
la pluma, objeto de mi tradición, sino los que en otros
capítulos verá el lector; prodigios a que no
osaré asignar año determinado, pues los cronistas
que he consultado, aunque uniformes en lo substancial de los
hechos, no lo están en cuanto a las fechas.
II
De cómo puesta en la balanza una cuartilla de papel de
Alcoy resultó pesar mil duros de a ocho
Pues, señor, in diebus illis vivía una vida perra y
de miseria por estos mundos de Dios una señora que
había venido a menos por muerte de su marido, quien, al
irse al hoyo, la dejó sin un cuarto ni estaca en pared,
pero con dos mocetonas de buena estampa, a las que la pobreza
ponía en riesgo de echar por la calle de en medio y entrar
en camino de perdición. La madre y las hijas se ocupaban
en trabajos de aguja; pero antaño, como hogaño, la
costura no cunde ni da para fantasías y es amago
permanente de tisis y otras dolamas. Vivían, como dice el
refrán, boca con rodilla y en la mano la
almohadilla.
A las muchachas no les faltaba su respectivo cuyo, oficial de
carpintero el uno y covachuelista o aprendiz de escribano el
otro, mozos honrados a carta cabal, pero sin blanca ni amarilla.
Mientras Dios no mejorase sus horas, el casorio in facie ecclesiS
era punto menos que imposible. El cura de la parroquia no era
hombre de gastar saliva leyendo la epístola de San Pablo
gratis et amore.
En esta tribulación, ocurriósele a la madre
solicitar la protección de un acaudalado comerciante que
gozaba fama de generoso y compasivo. fue la viuda al estanco,
compró un pliego de papel de hilo, partiolo por mitad,
pidió prestados al catalán de la esquina tintero de
cuerno y pluma de ganso, escribió la misiva,
espolvoreó sobre lo escrito un puñado de tierra,
cerrola con migaja de pan, y un chico de la vecindad, adiestrado
en el oficio, marchó a las volandas de correo.
Hallábanse a la sazón de tertulia en el
almacén o bodega del comerciante varios de sus amigos,
gente toda de rumbo y de riñón bien cubierto.
Recibió el dueño el billete, y riéndose lo
mostró a los demás. La misiva decía ad pedem
litterae, y perdonen ustedes la ortografía, que una
costurera de tres al cuarto no está obligada a pespuntes
gramaticales.
«Muy señor mío y mi dueño de todo mi
corazón: doña Juanita Riquelme, la confesada del
padre definidor, pide a vuesamerced cuyas Manos Besa que la
socorra en una necesidad mandándolo de Limosna lo que pese
este papelito y que Dios se lo pague y se lo aumente y no soy
más que su humilde criada».
Rieron no poco los tertulios con lo original de la
petición, y el vanidoso comerciante puso la carta en un
platillo de la balanza, y en el otro una onza de oro. ¡Cosa
de brujería! El platillo no se rindió.
Maravilláronse los amigos, y a porfía empezaron a
echar onzas y más onzas, y... ¡nada!, como si tal
cosa. El platillo de la carta no subía.
Aquello era caso de Inquisición o milagro de tomo y
lomo.
Por fin, el papelito se dio por vencido tan luego como en la
balanza se hallaron depositadas onzas por valor de mil pesos de a
ocho reales, con cuya suma dotó la viuda a sus hijas, que
tuvieron larga prole y murieron cuando les llegó la
hora.
Paréceme que el milagro no es anca de rana. Pues
allá va el otro.
III
De cómo las benditas ánimas del purgatorio fueron
rufianas y encubridoras
Esto sí, esto sí que no pasó en Lima, sino
en Potosí.
Y quien lo dude no tiene más que echarse a leer los Anales
de la villa imperial, por Bartolomé Martínez Vela,
que no me dejarán por mentiroso.
Diz que el sobrino del corregidor Sarmiento, a quien no tuvo el
lector la desdicha de conocer ni yo tampoco, era gran aficionado
a la fruta de la huerta ajena. ¡Habrá pícaro!
Andaba, pues, el tal a picos pardos con la mujer de un
prójimo, cuando una noche éste, que estaba ya sobre
aviso, llegó tan repentinamente que el galán no
tuvo tiempo sino para esconderse, más doblado que abanico,
bajo un mueble del dormitorio, mientras su atribulada
cómplice, temblando como azogada, exclamaba:
-¡Válganme las ánimas benditas del
purgatorio!
Entró Otelo furioso, puñal en mano y daga al cinto,
resuelto a hacer una carnicería que ni la del rastro o
matadero; y de pronto se detuvo en el dintel de la puerta, se
inclinó cortésmente, y dijo:
-Buenas noches, señoras mías.
Y siguió su camino para otra habitación, convencido
de que en su honra no había la más leve manchita, y
de, que era un vil calumniador el caritativo quídam que le
había dado el amargo aviso.
Cuando más tarde se halló a solas con su mujer, la
preguntó:
-¿Qué buenas mozas eran las que tenías de
visita?
Y la muy zorra contestó sin turbarse:
-Hijo, eran unas amiguitas que me querían mucho, y a
quienes yo correspondo su cariño.
Y la señora quedó firmemente persuadida de que
debía su salvación a la complacencia de las
benditas ánimas del purgatorio, que se prestaron a
desempeñar en obsequio suyo el poco airoso papel de
terceras. Puso enmienda a sus veleidades amorosas, y se hizo tan
devota de las amiguitas del otro mundo que no economizaba
agasajarlas con misas y sufragios, para tenerlas propicias, si
andando los tiempos volvía a encontrarse en atrenzos
idénticos.
Y si éste no es milagro de gran fuste, que no valga y que
otro talle; pues lo que soy yo me lavo las manos como Pilatos, y
pongo punto final a la tradición.