Crónica de la época del Vigésimo sexto y
vigésimo séptimo virreyes
I
Laura Venegas era bella como un sueño de amor en la
primavera de la vida. Tenía por padre a Don Egas de
Venegas, garnacha de la Real Audiencia de Lima, viejo más
seco que un arenal, hinchado de prosopopeya, y que nunca
volvió atrás de lo que una vez pensara.
Pertenecía a la secta de los infalibles que, de paso sea
dicho, son los más propensos a engañarse.
Con padre tal, Laura no podía ser dichosa. La pobre
niña amaba locamente a un joven médico
español llamado Don Enrique Padilla, el cual, desesperado
de no alcanzar el consentimiento del viejo, había puesto
mar de por medio y marchado a Chile. La resistencia del golilla,
hombre de voluntad de hierro, nacía de su decisión
por unir los veinte abriles de Laura con los cincuenta octubres
de un compañero de oficio. En vano Laura, agotando el
raudal de sus lágrimas, decía a su padre que ella
no amaba al que la deparaba por esposo.
-¡Melindres de muchacha! -la contestaba el flemático
padre-. El amor se cría.
¡El amor se cría! Palabras que envenenaron muchas
almas, dando vida más tarde al remordimiento. La casta
virgen, fiada en ellas, se dejaba conducir al altar, y nunca
sentía brotar en su espíritu el amor
prometido.
¡El amor se cría! Frase inmoral que servía de
sinapismo para debilitar los latidos del corazón de la
mujer, frase típica que pinta por completo el despotismo
en la familia.
En aquellos siglos había dos expedientes soberanos para
hacer entrar en vereda a las hijas y a las esclavas.
¿Era una esclava ligera de cascos o se espontaneaba sobre
algún chichisbeo de su ama? Pues la panadería de D.
Jaime el catalán, o de cualquier otro desalmado, no estaba
lejos, y la infeliz criada pasaba allí semanas o meses
sufriendo azotaina diaria, cuaresmal ayuno, trabajo crecido y
todos los rigores del más bárbaro tratamiento. Y
cuenta que esos siglos no fueron de librepensadores como el
actual, sino siglos cristianos de evangélico ascetismo y
suntuosas procesiones; siglos, en fin, de fundaciones
monásticas, de santos y de milagros.
Para las hijas desobedientes al paternal precepto se
abrían las puertas de un monasterio. Como se ve, el
expediente era casi tan blando como el de la
panadería.
Laura, obstinada en no arrojar de su alma el recuerdo de Enrique,
prefirió tomar el velo de noticia en el convento de Santa
Clara; y un año después pronunció los
solemnes votos, ceremonia que solemnizaron con su presencia los
cabildantes y oidores, presididos por el virrey, recién
llegado entonces a Lima.
II
Don Carmine Nicolás Caracciolo, grande de España,
príncipe de Santo Buono, duque de Castel de Sangro,
marqués de Buquianico, conde de Esquiabi, de Santobido y
de Capracota, barón de Monteferrato, señor de
Nalbelti, Frainenefrica, Gradinarca y Castelnovo, recibió
el mando del Perú de manos del obispo de la Plata Don fray
Diego Morcillo Rubia de Auñón, que había
sido virrey interino desde el 15 de agosto hasta el 3 de octubre
de 1716.
Para celebrar su recepción, Peralta, el poeta de la Lima
fundada, publicó un panegírico del virrey
napolitano, y Bermúdez de la Torre, otro titulado El sol
en el zodíaco. Ambos libros son un hacinamiento de
conceptos extravagantes y de lisonjas cortesanas en estilo
gongorino y campanudo.
De un virrey que, como el Excmo. Sr. Don Carmine Nicolás
Caracciolo, necesitaba un carromato para cargar sus
títulos y pergaminos, apenas hay huella en la historia del
Perú. Sólo se sabe de su gobierno que fue impotente
para poner diques al contrabando, que los misioneros hicieron
grandes conquistas en las montañas y que en esa
época se fundó el colegio de Ocopa.
Los tres años tres meses del mando del príncipe de
Santo Buono se hicieron memorables por una epidemia que
devastó el país, excediendo de sesenta mil el
número de víctimas de la raza
indígena.
Fue bajo el gobierno de este virrey cuando se recibió una
real cédula prohibiendo carimbar a los negros esclavos.
Llamábase carimba cierta marca que con fierro hecho ascua
ponían los amos en la piel de esos infelices.
Solicitó entonces el virrey la abolición de la
mita; pues muchos enmenderos habían llevado el abuso hasta
el punto de levantar horca y amenazar con ella a los indios
mitayos; pero el monarca dio carpetazo a la bien intencionada
solicitud del príncipe de Santo Buono.
Ninguna obra pública, ningún progreso,
ningún bien tangible ilustran la época de un virrey
de tantos títulos.
Una tragedia horrible -dice Lorente- impresionó por
entonces a la piadosa ciudad de los reyes. Encontrose ahorcado de
una ventana a un infeliz chileno, y en su habitación una
especie de testamento, hecho la víspera del suicidio, en
el que dejaba su alma al diablo si conseguía dar muerte a
su mujer y a un fraile de quien ésta era barragana. Cinco
días después fueron hallados en un callejón
los cadáveres putrefactos de la adúltera y de su
cómplice.
El 15 de agosto de 1719, pocos minutos antes de las doce del
día, se obscureció de tal manera el cielo que hubo
necesidad de encender luces en las casas. Fue este el primer
eclipse total de sol experimentado en Lima después de la
conquista y dio motivo para procesión de penitencia y
rogativas.
El mismo Don Fray Diego Morcillo, elevado ya a la dignidad de
arzobispo de Lima, fue nombrado por Felipe V virrey en propiedad,
y reemplazó al finchado príncipe de Santo Buono en
16 de enero de 1720. Del virrey arzobispo decía la
murmuración que a fuerza de oro compró el
nombramiento de virrey: tanto le había halagado el mando
en los cincuenta días de su interinato. Lo más
notable que ocurrió en los cuatro años que
gobernó el mitrado fue que principiaron los disturbios del
Paraguay entre los jesuitas y Antequera, y que el pirata
inglés Juan Cliperton apresó el galeón en
que venía de Panamá el marqués de Villacocha
con su familia.
III
Y así como así, transcurrieron dos años, y
sor Laura llevaba con resignación la clausura.
Una tarde hallábase nuestra monja acompañando en la
portería a una anciana religiosa, que ejercía las
funciones de tornera, cuando se presentó el nuevo
médico nombrado para asistir a las enfermas del
monasterio.
Por entonces, cada convento tenía un crecido número
de moradoras entre religiosas, educandas y sirvientas; y el de
Santa Clara, tanto por espíritu de moda cuanto por la gran
área que ocupa, era el más poblado de Lima.
Fundado este monasterio por Santo Toribio, se inauguró el
4 de enero de 1606; y a los ocho años de su
fundación -dice un cronista- contaba con ciento cincuenta
monjas de velo negro y treinta y cinco de velo blanco,
número que fue, a la vez que las rentas,
aumentándose hasta el de cuatrocientas de ambas
clases.
Las dos monjas, al anuncia del médico, se cubrieron el
rostro con el velo; la portera le dio entrada, y la más
anciana, haciendo oír el metálico sonido de una
campanilla de plata, precedía en el claustro al
representante de Hipócrates.
Llegaron a la celda de la enferma, y allí sor Laura, no
pudiendo sofocar por más tiempo sus emociones, cayó
sin sentido. Desde el primer momento había reconocido en
el nuevo médico a su Enrique. Una fiebre nerviosa se
apoderó de ella, poniendo en peligro su vida y haciendo
precisa la frecuente presencia del médico.
Una noche, después de las doce, dos hombres escalaban
cautelosamente una tapia del convento, conduciendo un pesado
bulto, y poco después ayudaban a descender a una
mujer.
El bulto era un cadáver robado del hospital de Santa
Ana.
Media hora más tarde, las campanas del monasterio se
echaban a vuelo anunciando incendio en el claustro. La celda de
sor Laura era presa de las llamas.
Dominado el incendio, se encontró sobre el lecho un
cadáver completamente carbonizado.
Al día siguiente y después del ceremonial religioso
se sepultaba en el panteón del monasterio a la que fue en
el siglo Laura Venegas. Y ¿...y?
¡Aleluya! ¡Aleluya!
Sacristán de mi vida,
toda soy tuya.
IV
Pocos meses después Enrique, acompañado de un
bellísima joven, a la que llamaba su esposa, fijó
su residencia en una ciudad de Chile.
¿Ahogaron sus remordimientos? ¿Fueron felices?
Puntos son estos que no incumbe al cronista averiguar.