Había en Sevilla por los años de 1511 dos
jóvenes hidalgos, amigos de uña y carne, gallardos,
ricos y calaveras.
El mayor de ellos llamábase Don Carlos, y abusando de la
intimidad y confianza que le acordaba su amigo Don Rafael, sedujo
a la hermana de éste. ¡Pecadillos de la
mocedad!
Pero como sobre la tierra no hay misterio que no se trasluzca, y
a la postre y con puntos y comas se sabe todo, hasta lo de la
callejuela, adquirió Don Rafael certidumbre de su afrenta,
y juró por las once mil y por los innumerables de Zaragoza
lavar con sangre el agravio. Echose a buscar al seductor; pero
éste, al primer barrunto que tuvo de haberse descubierto
el gatuperio, desapareció de Sevilla sin que alma viviente
pudiera dar razón de su paradero.
Al fin y después de meses de andar tomando lenguas, supo
el ultrajado hermano, por informes de un oficial de la Casa de
Contratación, que Don Carlos había pasado a Indias,
escondiendo su nombre verdadero bajo el de Antonio de
Nobles.
Don Rafael realizó inmediatamente su ya mermada hacienda,
encerró en el convento a la desventurada hermana, y por el
primer galeón que zarpó de Cádiz para el
Callao vínose al Perú en busca de venganza y
desagravio.
II
La víspera de Corpus del año de 1545 un gentil
mancebo de ventiocho años presentose, a seis leguas de
distancia del Cuzco, al capitán Diego Centeno y pidiole
plaza de soldado. Simpático y de marcial aspecto era el
mozo, y el capitán, que andaba escaso de gente (pues,
según cuenta Garcilaso, sólo había podido
reunir cuarenta y ocho hombres para la arriesgada empresa que iba
a acometer), lo aceptó de buen grado, destinándolo
cerca de su persona.
Antonio de Robles, favorito de Gonzalo Pizarro, estaba encargado
de la defensa del Cuzco, y contaba con una guarnición de
trescientos soldados bien provistos de picas y arcabuces. Pero la
estrella del muy magnífico gobernador del Perú
comenzaba a menguar, y el espíritu de defección se
apoderaba de sus partidarios. En la imperial ciudad érale
ya hostil el vecindario, que emprendía un trabajo de mina
sobre la lealtad de la guarnición.
Centeno, fiando más en la traición que en el
esfuerzo de los suyos, pasada ya la media noche, atacó con
sus cuarenta y ocho hombres a los trescientos de Robles que,
formados en escuadrón, ocupaban la plaza Mayor. Al
estruendo de la arcabucería salieron los vecinos en favor
de los que atacaban, y pocos minutos después la misma
guarnición gritaba: «¡Centeno, y viva el
rey!».
La bandera de Centeno lucía, además de las armas
reales, este mote en letras de oro:
«Aunque mucho se combata,
al fin se defiende e mata».
A los primeros disparos, Pedro de Maldonado (a quien se
conocía con el sobrenombre del Gigante, por ser el hombre
más corpulento que hasta entonces se viera en el
Perú) guardose en el pecho el libro de Horas en que estaba
rezando, y armado de una pica, salió a tomar parte en el
bochinche. Densa era la obscuridad, y el Gigante, sin distinguir
amigo de enemigo, se lanzó sobre el primer bulto que al
alcance de la pica le vino. Encontrose con Diego Centeno, y como
Pedro de Maldonado más que por el rey se batía por
el gusto de batirse, arremetió sobre el caudillo con tanta
bravura que, aunque ligeramente, lo hirió en la mano
izquierda y en el muslo, y tal vez habría dado cuenta de
él si el recién alistado en aquel día no
disparara su arcabuz, con tan buen acierto que vino al suelo el
Gigante.
En este asalto o combate hubo mucho ruido y poca sangre; pues no
corrió otra que la de Centeno; que, como hemos dicho, la
guarnición apenas si aparentó resistencia Ni aun
Maldonado el Gigante sacó rasguño; porque la pelota
del arcabuz dio en el libro de Horas, atravesando el forro de
pergamino y cuarenta páginas, suceso que se
calificó de milagro patente y dio mucho que hablar a la
gente devota.
Después de tan fácil victoria, que fue como el
gazpacho del tío Damián, mucho caldo y poco pan,
llamó Centeno al soldado que le librara la vida y
díjole:
-¿Cómo te llamas, valiente?
-Nombre tuve en España; pero en Indias llámanme
Juan Enríquez, para servir a
vueseñoría.
-Hacerte merced quiero, que de agradecido precio. Dime,
¿te convendría un alferazgo?
-Perdone vueseñoría, no pico tan alto.
-¿Qué quieres ser entonces, muchacho?
-Quiero ser verdugo real -contestó el soldado con voz
sombría.
Diego Centeno y los que con él estaban se
estremecieron.
-Pues, Juan Enríquez -contestó el capitán
después de breve pausa-, verdugo real te nombro y
harás justicia en el Cuzco.
Y pocas horas después empezaba Juan Enríquez a
ejercer las funciones de su nuevo empleo, cortando con mucho
desembarazo la cabeza del capitán Don Antonio de
Robles.
III
De apuesto talle y de hermoso rostro, habría sido Juan
Enríquez lo que se llama un buen mozo, a no inspirar
desapego el acerado sarcasmo de sus palabras y la sonrisa glacial
e irónica que vagaba por sus labios.
Era uno de esos seres sin ventura que viven con el corazón
despedazado y que, dudando de todo, llegan a alimentar
sólo desdén por la humanidad y por la vida.
Satisfecha ya su venganza en Antonio de Robles, el pérfido
seductor de su hermana, pensó Juan Enríquez que no
había rehabilitación para quien pretendió el
cargo de ejecutor de la justicia humana.
El verdugo no encuentra corazones que le amen ni manos que
estrechen las suyas. El verdugo inspira asco y terror. Lleva en
sí algo del cementerio. Es menos que un cadáver que
paseara por la tierra, porque en los muertos hay siquiera un no
sé qué de santidad.
Fue Juan Enríquez quien ajustició a Gonzalo
Pizarro, a Francisco de Carvajal y a los demás capitanes
vencidos en Sexahuamán; y pues viene a cuento, refiramos
lo que pasó entre él y aquellos dos
desdichados.
Al poner la venda sobre los ojos de Gonzalo, éste le
dijo:
-No es menester. Déjala, que estoy acostumbrado a ver la
muerte de cerca.
-Complazco a vueseñoría -le contestó el
verdugo-, que yo siempre gusté de la gente brava.
Y a tiempo que desenvainaba el alfanje; le dijo Pizarro:
-Haz bien tu oficio, hermano Juan.
-Yo se lo prometo a vueseñoría -contestó
Enríquez.
«Y diciendo esto -añade Garcilaso-, con la mano
izquierda le alzó la barba que la tenía crecida de
un palmo, según era la moda, y de revés le
cortó la cabeza con tanta facilidad como si fuera una hoja
de lechuga, y se quedó con ella en la mano
enseñándola a los circunstantes».
Cuentan que cuando fue a ajusticiar a Carvajal, éste le
dijo:
-Hermano Juan, pues somos del oficio, trátame como de
sastre a sastre.
-Descuide vuesa merced y fíe en mi habilidad, que no he de
darle causa de queja para cuando nos veamos en el otro
mundo.
Fue Juan Enríquez quien, por orden del presidente La
Gasca, le sacó la lengua por el colodrillo a Gonzalo de
los Nidos el Maldiciente, y al ver lo trabajoso de la
bárbara operación, exclamó:
-¡Pues había sido obra desarmar a un
escorpión!
Es tradicional también que siempre que Juan
Enríquez hacía justicia se quedaba gran rato
contemplando con melancolía el cadáver; pero luego,
como avergonzado de su debilidad, se dibujaba en su boca la
fatídica sonrisa que le era habitual y se ponía a
canturrear:
«¡Ay abuelo! ¡Ay abuelo!
Sembrasteis alazor y nacionos anapelo».
IV
Al siguiente día de rebelado Don Francisco
Hernández Girón, Juan Enríquez, que era muy
su amigo y partidario, se puso más borracho que un
mosquito y salió por las calles del Cuzco cargado de
cordeles, garrotes y alfanje, para ahorcar y cortar pescuezos de
los que no siguiesen su bandera.
Derrotado el caudillo un año después, cayó
Juan Enríquez en poder del general Don Pablo de Meneses,
junto con Alvarado y Cobos, principales tenientes de
Girón, y diez capitanes más.
Meneses condenó a muerte a los doce, y volviéndose
al verdugo le dijo:
-Juan Enríquez, pues sabéis bien el oficio, dad
garrote a estos doce caballeros, vuestros amigos, que los
señores oidores os lo pagarán.
El verdugo, comprendiendo la burla de estas palabras, le
contestó:
-Holgárame de no ser pagado, que la paga ha de ser tal
que, después que concluya con estos compañeros,
venga yo a hacer cabal la docena del fraile. Aceituna comida,
hueso fuera.
Y dirigiéndose a los sentenciados,
añadió:
-¡Ea, señores, dejen vuesas mercedes hacer justicia,
y confórtense con saber que mueren de mano de amigo!
Y habiendo Juan Enríquez dado término a la tarea,
dos negros esclavos de Meneses finalizaron con el verdugo real
del Cuzco, echándole al cuello un cordel con nudo
escurridizo.