Llegados eran para el Muy Magnífico Don Gonzalo Pizarro
los días en que su prestigio y popularidad principiaran a
convertirse en humo. Sus partidarios más entusiastas, los
hombres más comprometidos en la rebeldía, eran los
primeros en la deserción. Hasta Menocal el ballestero, un
valiente de embeleco que ocho días antes dijera en pleno
festín «Descreo en Dios si Dios no está con
Gonzalo», había puesto pies en polvorosa y
presentádose a La Gasca.
Para impedir que la desmoralización cundiera como aceite
en pañizuelo, creyó Francisco de Carbajal oportuno
dictar medidas terroríficas. Pena de la vida al soldado
que sin su permiso enfrenase el caballo; pena de la vida al que
vagase por los arrabales de la ciudad; pena de la vida al que
murmurase de sus jefes; y, en una palabra, los pizarristas no
ganaban para sustos, pues menudeaban las ordenanzas que les
ponían la gorja en peligro de intimar relaciones con la
cuerda de cáñamo.
Una mañana despertaron a Carbajal para avisarle que cuatro
soldados habían sido detenidos fuera de los arrabales de
Lima, lo que hacía sospechar en ellos propósito de
pasarse al campo enemigo. Vistiose de prisa el maestre de campo,
y acompañado del verdugo y una manga de piqueros,
dirigiose al sitio donde estaban los presos.
Por el camino vio a un joven alférez que marchaba por la
calle con las espuelas calzadas, y que procuró esquivar el
importuno encuentro, perdiéndose tras una esquina.
-Venga acá, Sr. Martín Prado -le grito Carbajal-.
¿Dónde bueno tan con el alba?
-De paseo, Sr. Francisco de Carbajal -contestó con lengua
estropajosa el interpelado.
-¡El virita de Meneses, cáscame acá esas
nueces! -murmuró Don Francisco, expresando su incredulidad
con ese refrancito; y luego añadió en voz clara:
-¿Y para respirar el fresco aire de la mañana
acostumbra usarced calzar las espuelas? Por el alma del
Condestable, que o el olfato me engaña o el Sr.
Martín Prado trasciende a felón y tejedor.
La palabra tejedor, que después se ha generalizado
aplicándola a los que no juegan limpio en política,
era de uso en boca de Carbajal cuando hablaba de aquellos que, en
esa guerra civil, huían de comprometerse, pensando
sólo en la manera de quedar bien con el que resultase
vencedor, ora fuese San Miguel, ora el demonio. Conste así
para que nadie, ni la Real Academia de la Lengua, dispute a
Carbajal el derecho de propiedad sobre la palabrita.
Y continuó Don Francisco interrumpiendo al alférez,
que principiaba a balbucear una disculpa:
-Sígame el buen mozo, y por el camino acabaremos el ajuste
de cuentas, que muy limpias han de ser para que yo le otorgue
saldo y finiquito. Ya veremos si vuesa merced es tinaja de agua
para estarse serenando.
Y Carbajal empezó a canturrear el estribillo jacarandino
de la zarabanda, bailecito muy a la moda en España entre
las sirenas del respingón y doncellitas
contrahechas:
«Bullí, bullí, zarabullí,
que si me gané, que si me perdí,
que si es, si no es, si no soy, si no fui,
por acá, por allá, por aquí, por
allí».
Martín Prado púsose al lado de Carbajal, y durante
la travesía hasta Cocharcas fue dando sus descargos,
fundados en una vulgar historia de amoríos con una casada,
devaneo que lo ponía en el compromiso de trasnochar; pero
Don Francisco encontraba tan soso el cuento, que de rato en rato
se detenía, miraba a Prado en los ojos como si en ellos
leyera, y luego proseguía el viaje murmurando:
Bueno va el canticio, seor galán... Tejer amores
adúlteros o tejer traiciones, todo es tejer..., pero no
hay tus-tus a perro viejo. Andallo, andallo, que fui pollo y ya
soy gallo.
Las disculpas del pobre alférez no eran de las que
podían hallar cabida en un hombre como el maestre de
campo, que no era ningún bobo cuatralbo y regoldón,
y para quien ni las necesidades premiosas de la naturaleza eran
excusa legítima, estando de por medio la rigidez de la
disciplina. Así refiere un cronista que, en cierta marcha,
separose un soldado de las filas y escondiose por breve rato tras
de unas rocas, urgido por la violencia de un dolor de tripas.
Violo Don Francisco, mandó hacer alto a la tropa,
cruzó la pierna sobre la cabeza de su mula y esperó
con toda pachorra a que el soldado, libre ya de su fatiga,
volviese a ocupar su puesto.
Carbajal lo despojó entonces de armas y caballo, y lo
despidió del servicio militar, diciéndole:
-Castígote así, ¡voto a tal!, porque no eres
para este oficio, sino para fraile; que el buen soldado del
Perú ha de comer un pan en el Cuzco y... echarle en el
Titicaca.
En poder de hombre tal estaba, pues, irremediablemente perdido
Martín Prado.
Llegados al sitio donde se encontraban amarrados a un tronco los
cuatro prófugos, dijo Carbajal al verdugo:
-Cuélgame de ese árbol a estos pícaros, y en
concluyendo con ellos, harás la misma obra con este
hidalgo, ahorcándolo en la rama más alta, que
algún privilegio ha de tener el alférez sobre los
soldados.
Martín Prado se deshizo en súplicas, y convencido
de que su jefe no le escuchaba, terminó por pedir que
siquiera se lo diese un confesor.
-No se apure por eso, señor alférez -le
contestó Carbajal-, que mancebo es, y escasa
ocasión de pecar habrá tenido. Rece un credo, que
para los pocos pecados que tendrá en la alforja, yo los
tomo por mi cuenta, cierto de que no añadirán gran
peso al bagaje de los míos, ¡Ea! Acabemos y sepa
morir como hombre; que de mujerzuelas es, y no de barbados, eso
de andar haciendo ascos a la muerte. Conmigo no vale dar puntada
sobre puntada como sastre en víspera de pascua.
Y, sin más ni menos, el verdugo colgó de la rama
más alta al infortunado alférez.
Luego, volviéndose hacia el oficial que había
estado al cargo de los presos y a quien Carbajal tenía sus
motivos para no creerlo muy leal, dijo con aire entre amenazador
y zumbático:
-Sr. Alonso Álvarez, roguemos a Dios muy de corazón
que se contente con la migajita que acabo de ofrecerle.
En seguida Carbajal tendió su capa, que era de paño
veintidoseno de Segovia, al pie del árbol donde se
balanceaban los cinco ahorcados, y acostose sobre ella,
murmurando:
-¡Buen madrugón me he dado! Pues, señor, a
gentil sombra estoy para echar un sueño.
Bostezó, hizo la cruz sobre el bostezo y se quedó
dormido con el sueño de un bienaventurado que no trae
sobre la conciencia ni el remordimiento de haber dado muerte a
una pulga.