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La trenza de sus cabellos

Al poeta español don Tomás Rodríguez Rubí, autor de un drama que lleva el mismo título de esta tradición

I

De cómo Mariquita Martínez no quiso que la llamasen Mariquita la pelona

Allá por los años de 1731 paseábase muy risueña por estas calles de Lima Mariquita Martínez, muchacha como una perla, mejorando lo presente, lectora mía. Paréceme estarla viendo, no porque yo la hubiese conocido ¡qué diablos! (pues cuando ella comía pan de trigo, este servidor de ustedes no pasaba de la categoría de proyecto en la mente del Padre Eterno), sino por la pintura que de sus prendas y garabato hizo un coplero de aquel siglo, que por la pinta debió ser enamoradizo y andar bebiendo los vientos tras de ese pucherito de mistura. Marujilla era de esas limeñas que tienen más gracia andando que un obispo confirmando, y por las que dijo un poeta:

«Parece en Lima más clara
la luz, que cuando hizo Dios
el sol que al mundo alumbrara,
puso amoroso en la cara
de cada limeña, dos».

En las noches de luna era cuando había que ver a Mariquita paseando, Puente arriba y Puente abajo, con albísimo traje de zaraza, pañuelo de tul blanco, zapatito de cuatro puntos y medio, dengue de resucitar difuntos y la cabeza cubierta de jazmines. Los rayos de la luna prestaban a la belleza de la joven un no sé qué de fantástico; y los hombres, que nos pirramos siempre por esas fantasías de carne y hueso, la echaban una andanada de requiebros, a los que ella por no quedarse con nada ajeno, contestaba con aquel oportuno donaire que hizo proverbiales la gracia y la agudeza de la limeña.

Mariquita era de las que dicen: «Yo no soy la salve para suspirar y gemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o se gaste la pizarra!».

En la época colonial casi no se podía transitar por el Puente en las noches de luna. Era ese el punto de cita para todos. Ambas aceras estaban ocupadas por los jóvenes elegantes, que a la vez que con el airecito del río, hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban los ojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa, embalsamando la atmósfera con el suave perfume de los jazmines que poblaban sus cabelleras.

La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sino flores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, que con medio real de plata salían de compromisos y aun sacaban alma del purgatorio.

Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima varios muchachos, y al pregón de ¡el jazminero! salían las jóvenes a la ventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano sobre las que había una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares, flores de chirimoya y otras no menos perfumadas. La limeña de entonces buscaba sus adornos en la naturaleza y no en el arte.

La antigua limeña no usaba elixires odontálgicos ni polvos para los dientes; y sin embargo, era notable la regularidad y limpieza de éstos. Ignorábase aún que en la caverna de una muela se puede esconder una California de oro, y que con el marfil se fabricarían mandíbulas que nada tendrían que envidiar a las que Dios nos regalara. ¿Saben ustedes a quién debía la limeña la blancura de sus dientes? Al raicero. Como el jazminero, era éste otro industrioso ambulante que vendía ciertas raíces blandas y jugosas, que las jóvenes se entretenían en morder restregándolas sobre los dientes.

Parece broma; pero la industria decae. Ya no hay jazmineros ni raiceros, y es lástima; que a haberlos les caería encima una contribución municipal que los partiera por el eje, en estos tiempos en que hasta los perros pagan su cuota por ejercer el derecho de ladrar. Y, con venia de ustedes, también se han eclipsado el pajuelero o vendedor de mechas azufradas, el puchero o vendedor de puntas de cigarros, el anticuchero y otros industriosos.

Digresiones a un lado, y volvamos a Mariquita.

La limeña de marras no conoció peluquero ni castañas, sino uno que otro ricito volado en los días de repicar gordo, ni fierros calientes ni papillotas, ni usó jamás aceitillo, bálsamos, glicerina ni pomadas para el pelo. El agua de Dios y san se acabó, y las cabelleras eran de lo bueno lo mejor.

Pero hoy dicen las niñas que el agua pudre la raíz del pelo, y no estoy de humor para armar gresca con ellas sosteniendo la contraria. También los borrachos dicen que prefieren el licor, porque el agua cría ranas y sabandijas.

Mariquita tenía su diablo en su mata de cabellos. Su orgullo era lucir dos lujosas trenzas que, como dijo Zorrilla pintando la hermosura de Eva,

«la medían en pie la talla entera».

Una de esas noches de luna iba Mariquita por el Puente lanzando una mirada a éste, esgrimiendo una sonrisa a aquél, endilgando una pulla al de más allá, cuando de improviso un hombre la tomó por la cintura, sacó una afilada navaja y ¡zis! ¡zas! en menos de un periquete la rebanó una trenza.

Gritos y confusión. A Mariquita le acometió la pataleta, la gente echó a correr, hubo cierre de puertas y a palacio llegó la noticia de que unos corsarios se habían venido a la chita callando por la boca del río y tomado la ciudad por sorpresa.

En conclusión, la chica quedó mocha, y para no dar campo a que la llamasen Mariquita la pelona, se llamó a buen vivir, entró en un beaterio y no se volvió a hablar de ella.

II

De cómo la trenza de sus cabellos fue causa de que el Perú tuviera una gloria artística

El sujeto que por berrinche había trasquilado a Mariquita era un joven de veintiséis años, hijo de un español y de una india. Llamábase Baltasar Gavilán. Su padre lo había dejado algunos cuartejos; pero el muchacho, encalabrinado con la susodicha hembra, se olió a gastar hasta que vio el fondo de la bolsa, que ciertamente no podía ser perdurable como las cinco monedas de Juan Espera-en-Dios, alias el Judío Errante.

Era padrino de Baltasar el guardián de San Francisco, fraile de muchas campanillas y circunstancias, quien, aunque profesaba al ahijado gran cariño, echó un sermón de tres horas al informarse del motivo que traía en cuitas al mancebo. El alcalde del crimen reclamó en los primeros días la persona del delincuente; pero fuese que Mariquita meditara que, aunque ahorcaran a su enemigo, no por eso había de recobrar la perdida trenza, o lo más probable, que el influjo de su reverencia alcanzase a torcer las narices a la justicia, lo cierto es que la autoridad no hizo hincapié en el artículo de extradición.

Baltasar, para distraerse en su forzada vida monástica, empezó por labrar un trozo de madera y hacer de él los bustos de la Virgen, el niño Jesús, los tres Reyes Magos y, en fin, todos los accesorios del misterio de Belén. Aunque las figuras eran de pequeñas dimensiones, el conjunto quedó lucidísimo y los visitantes del guardián propalaban que aquello era una maravilla artística. Alentado con los elogios, Gavilán se consagró a hacer imágenes de tamaño natural, no sólo en madera, sino en piedra de Huamanga, algunas de las cuales existen en diversas iglesias de Lima.

La obra más aplaudida de nuestro artista fue una Dolorosa, que no sabemos si se conserva aún en San Francisco. El virrey marqués de Villagarcía, noticioso del mérito del escultor, quiso personalmente convencerse, y una mañana se presentó en la celda convertida en taller. Su excelencia, declarando que los palaciegos se habían quedado cortos en el elogio, departió familiarmente son el artista; y éste, animado por la amabilidad del virrey, le dijo que ya le aburría la clausura, que harto purgada estaba su falta en tres años de vida conventual y que anhelaba ancho campo y libertad. El marqués se rascó la punta de la oreja, y le contestó que la sociedad necesitaba un desagravio, y que pues en el Puente había dado el escándalo, era preciso que en el Puente se ostentase una obra cuyo mérito hiciese olvidar la falta del hombre para admirar el genio del artista. Y con esto, su excelencia giró sobre los talones y tomó el camino de la puerta.

Cinco meses después, en 1738, celebrábase en Lima con solemne pompa y espléndidos festejos la colocación sobre el arco del Puente de la estatua ecuestre de Felipe V.

En la descripción que de estas fiestas hemos leído, son grandes los encomios que se tributan al artista. Desgraciadamente para su gloria, no le sobrevivió su obra; pues en el famoso terremoto de 1746, al derrumbarse una parte del arco, vino al suelo la estatua.

Y aquí queremos consignar una coincidencia curiosa. Casi a la vez que caía de su pedestal el busto del monarca, recibiose en Lima la noticia de la muerte de Felipe V a consecuencia de una apoplejía fulminante, que es como quien dice un terremoto en el organismo.

III

De cómo una escultura dio la muerte al escultor

Los padres agustinianos sanaban, hasta poco después de 1824, la célebre procesión de Jueves Santo, que concluía, pasada la media noche, con no poco barullo, alharaca de viejas y escapatoria de muchachas. Más de veinte eran las andas que componían la procesión, y en la primera de ellas iba una perfecta imagen de la muerte con su guadaña y demás menesteres, obra soberbia del artista Baltasar Gavilán.

El día en que Gavilán dio la última mano al esqueleto fueron a su taller los religiosos y muchos personajes del país, mereciendo entusiasta y unánime aprobación el buen desempeño del trabajo. El artista alcanzaba un nuevo triunfo.

Baltasar, desde los tiempos en que vivió asilado en San Francisco, se había entregado con pasión al culto de Baco, y es fama que labró sus mejores efigies en completo estado de embriaguez.

Hace poco leí un magnífico artículo sobre Edgardo4 Poe y Alfredo de Musset, titulado El alcoholismo en literatura. Baltasar puede dar tema para otro escrito que titularíamos El alcoholismo en las Bellas Artes.

El alcohol retemplaba el espíritu y el cuerpo de nuestro artista; era su ninfa Egeria, por decirlo así. Idea y fuerza, sentimiento y verdad, todo lo hallaba Baltasar en el fondo de una copa.

Para celebrar el buen término de la obra que le encomendaron los agustinos, fuese Baltasar con sus amigos a la casa de bochas y se tomó una turca soberana. Agarrándose de las paredes, pudo a las diez de la noche volver a su taller, cogió pedernal, eslabón y pajuela, y encendiendo una vela de sebo se arrojó vestido sobre la cama.

A media noche despertó. La mortecina luz despedía un extraño reflejo sobre el esqueleto colocado a los pies del lecho. La guadaña de la Parca parecía levantada sobre Baltasar.

Espantado y bajo la influencia embrutecedora del alcohol, desconoció la obra de sus manos. Dio horribles gritos, y acudiendo los vecinos comprendieron por la incoherencia de sus palabras la alucinación de que era víctima.

El gran escultor peruano murió loco el mismo día en que terminó el esqueleto, de cuyo mérito artístico hablan aún con mucho aprecio las personas que en los primeros años de la independencia asistieron a la procesión de Jueves Santo.
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