En la noche del 25 de julio de 1749 todo era entrada de hombres,
con aire de misterio, en el salón de una casa situada a
inmediaciones de la Iglesia parroquial de San Lázaro, que
era por aquel año uno de los barrios menos poblados de
Lima; porque el reciente terremoto de 1746 había reducido
a escombros no pocos edificios de esa
circunscripción.
El salón a que nos referimos se hallaba casi a obscuras,
que nombre de alumbrado no merece una mortecina lámpara de
aceite, puesta sobre una mesa con tapete de paño negro, y
delante de un crucifijo, a cuyos pies se veía una espada
desnuda.
Escaños y sillas de vaqueta estaban ocupados por los
concurrentes.
En la pieza vecina al salón hallábase un
ataúd con cuatro cirios o blandones fúnebres.
Dentro del ataúd yacía un cadáver.
Todo el que entraba besaba los pies del Cristo, y blandiendo la
espada, decía:
-No vengo, no, a renovar dolores. Sí vengo, sí, a
asegurar a deudo y amigos que si, conforme ha sido Dios, hubiera
sido un hombre quien la vida le ha quitado, con esta espada
vengaría tal agravio.
Y dejando el acero en su lugar, iba ceremoniosamente a sentarse.
Tal era, por aquel siglo, lo que se llamaba hacer el duelo por el
difunto, y tal, sin quitar sílaba ni añadir letra,
la obligada retahíla de los dolientes.
A las nueve de la noche se realizaba el transporte del
cadáver a la iglesia, en cuyo cementerio o bóveda
debía ser sepultado al día siguiente,
después de la respectiva misa de requiem, responsos e
hisopazos.
II
Todos los concurrentes guardaban respetuoso silencio hasta que, a
la primera campanada de las nueve, púsose de pie uno de
ellos y dijo en dialecto quechua:
-Hermanos, hace cinco meses que en Amancaes proclamasteis por
inca del Perú a mi padre muy amado el noble curaca
Chonqui. Dios lo ha llamado a sí... ¡Dios sea
bendito! Pero la obra de redención emprendida por el que
en breve se esconderá en la tumba, no puede perecer con
él, y a mí está encomendado el triunfo.
Renovemos, pues, ante los restos humanos del que fue nuestro inca
y señor el juramento de dar libertad a la patria
esclavizada.
Los presentes, con excepción de un mestizo llamado Jorge
Gobea, extendieron el brazo derecho hacia el sitio donde se
destacaba el ataúd, y contestaron:
«Juramos».
Y en procesión condujeron el cadáver a la cercana
iglesia parroquial.
Eran los acompañantes más de cuarenta entre
mestizos e indios nobles, caciques, en su mayor parte, de los
pueblos inmediatos a Lima.
Al salir del templo de San Lázaro, el hijo de Chonqui
estrechó la mano de cada uno de sus amigos,
dándoles esta consigna:
-Ten presente, hermano, el día de San Miguel
Arcángel. Perseverancia y fe. Hasta entonces.
-No lo olvidaremos -contestaban los conspiradores; pues ya
habrá conocido el lector, que más que de dar
sepultura al difunto, se trataba de alzar bandera contra
España.
Y los conjurados se alejaron silenciosos en direcciones
diversas.
Jorge Gobea, aquel que no había extendido el brazo para
jurar, se encaminó a la plaza Mayor, donde paseando
alrededor de la monumental pila, que no ostentaba el
jardín, mármoles ni la cincelada verja de nuestros
días, lo esperaba un embozado.
-¡Y bien! -dijo éste al que llegaba-. ¿Has
señalado ya el día?
-Sí, excelentísimo señor -contestó el
mestizo-. Todo se apresta para dentro de tres meses, en el
día de San Miguel Arcángel.
Y el virrey conde de Superunda, que no era otro el embozado,
volteó la espalda al denunciante y enderezó sus
pasos a palacio.
III
El 26 de junio fue día de gran alarma en la ciudad; porque
el gobierno se echó a hacer prisiones, no sólo de
indios principales, sino de algunos negros influyentes en las
cofradías africanas.
La causa, encomendada al oidor don Pedro José Bravo de
Castilla, gracias a la aplicación de tormento a los reos,
que es el medio más expedito para hacer cantar hasta a los
mudos, quedó terminada el 20 de julio; y el 22 seis de los
caudillos fueron ahorcados y descuartizados, poniéndose
las cabezas en escarpias sobre el arco del Puente y en las
portadas de Lima. Muchos de los comprometidos fueron condenados a
presidio perpetuo en Chagres, Ceuta y Juan
Fernández.
Tal fue el desenlace de la históricamente conocida con el
nombre de conspiración de Amancaes.
El virrey Manso de Velazco, en la Memoria o relación sobre
los principales sucesos de su época de gobierno, dice que
por dos sacerdotes tuvo noticias vagas de la conspiración;
y que entonces logró introducir un espía en el seno
de los conjurados, adquiriendo por tal medio conocimiento seguro
de todos los planes.
Parece que el secreto de la confesión no era muy
escrupulosamente guardado en los tiempos del coloniaje.
Clérigos revelaron a Francisco Pizarro el complot de los
partidarios de Almagro el Mozo, y a cada paso en la historia del
virreinato encontramos a curas y frailes desempeñando
papel de denunciantes.
El centón de donde extracto estas noticias añade:
"«Se tomaron grandes precauciones para que los indios y
mestizos, negros y mulatos, no se amotinaran estorbando la
ejecución. En la puerta de palacio se colocó la
caballería del virrey; frente al callejón de
Petateros, la caballería de milicias; en las gradas de la
Catedral, las dos compañías del comercio; y, bajo
el Cabildo, cuarenta indios nobles con bala en boca. Al primer
reo, el indio Chonqui, se le ahorcó a las ocho de la
mañana, y de media en media hora se ajustició a los
otros cinco»."
En la noche de ese fatal día desapareció de Lima el
mestizo denunciante Jorge Gobea. Díjose que cuatro
hombres, puñal en mano, lo habían sorprendido y
forzado a seguirlos.
IV
Desde 1743 el indio Juan Santos, en las montañas de
Chanchamayo, se había proclamado inca bajo el nombre de
Atahualpa II, rey de los Andes; y a la cabeza de tribus salvajes
se adueñó del cerro de la Sal, amagando invadir
Tarma, Huancayo, Huánuco y otras poblaciones. Las
autoridades españolas se pusieron a la defensiva y
artillaron el fuerte de Quimiri, que a la postre cayó en
poder de las huestes bárbaras, las que sin
compasión degollaron a los soldados prisioneros. En 1749
rugiose que Juan Santos había sido asesinado por sus
vasallos; y los indios de las poblaciones civilizadas, que
simpatizaban y aun mantenían inteligencia secreta con
aquel caudillo, se echaron abiertamente a conspirar en
Lima.
Las reuniones se efectuaron desde enero de ese año en la
pampa de Amancaes; y el número de los conjurados, en
sólo la capital del virreinato, excedía de dos mil.
He aquí el plan. Aprovechando de que el 29 de septiembre,
fiesta de San Miguel Arcángel, era costumbre que indios y
negros formasen comparsas, para las que amos y patrones les
prestaban escopetas y sables, se proponían, a la vez que
incendiar cuatro extremos de la ciudad y desbordar uno de los
brazos del río, asesinar sorpresivamente en medio del
barullo de las llamas y de la inundación al virrey y a
todos los españoles. También el presidio del Callao
debía sublevarse, y en la general matanza sólo
serían perdonados los sacerdotes.
V
Engañose de medio a medio el virrey Manso de Velazco al
creer que con los cadalsos levantados en Lima el 22 de julio
había aterrorizado a los indios y hecho imposible la
rebelión.
En 29 de septiembre, día de San Miguel, estalló la
revolución de una manera imponente en Huarochirí,
casi a las puertas de Lima. Más de cincuenta
españoles fueron victimarios. El espíritu
revolucionario se extendió al corregimiento de Canta y
otros; y aunque vencidos en ellos por falta de armas y de
organización, se reconcentraron en Huarochirí
más da veinte mil indios decididos a combatir sin
tregua.
Las tropas realistas, a órdenes del marqués de
Monterrico y del conde de Castillejo, se encargaron de aniquilar
la revolución en su último atrincheramiento. Pero
los meses corrían, y los rebeldes cobraban aliento de hora
en hora, porque los soldados del rey eran impotentes para batir a
los indios en las empinadas y riscosas breñas.
Sin la anarquía (y aun la traición) en el campo de
los sublevados, otro habría sido el éxito de la
contienda. El virrey habría tenido que tratar de potencia
a potencia con los de Huarochirí, y alcanzado éstos
concesiones y privilegios en favor de su tan abatida raza.
Desde mayo de 1750 empezaron a obtener ventajas los realistas, y
el 6 de julio fueron ahorcados en la plaza de Lima los dos
principales caudillos de la revolución.
Ésta reapareció en Huarochirí en 1783,
encabezada por Felipe Tupac-Amaru y Ciriaco Flores, para ser
nuevamente vencida y terminar sus promovedores en el
cadalso.
VI
El día de San Miguel, al estallar la revolución,
trajeron de una cueva, donde lo habían mantenido
prisionero, al traidor mestizo Jorge Gobea, lo ataron a un poste,
le cortaron la lengua y... la arrojaron a los perros.
El infeliz expiró, después de una hora de horrible
agonía.