Crueldades aparte, es Francisco de Carbajal una de las figuras
históricas que más en gracia me ha
caído.
Como en otra ocasión lo he relatado, nació Carbajal
en Rágama (aldea de Arévalo), y el autor de los
Mármoles parlantes dice, no sé con qué
fundamento, que fue hijo natural del terrible César
Borgia, y por ende nieto del papa Alejandro VI. A comprobarse
este dato, no habrá ya por qué admirarse de la
ferocidad de nuestro hombre, que en la sangre traía los
instintos del tigre. La raza no desmintió en
él.
Después de haber militado largamente en España,
halládose en la batalla de Pavía, en el sitio de
Ravena y en el saco de Roma con Borbón por Carlos Quinto,
como reza el romance, vínose a Méjico, con su
querida Catalina Leyton, en la comitiva del virrey Mendoza, conde
de Tendilla y marqués de Mondéjar.
Fue Catalina una dama portuguesa y la única mujer que
algún dominio ejerciera sobre el Demonio de los Andes. Sin
embargo, no la trataba con grandes miramientos; pues habiendo en
Arequipa convidado a comer a varios de sus amigos, éstos
se excedieron en la bebida, y al verlos caídos bajo la
mesa, exclamó doña Catalina: «¡Guay del
Perú! ¡Y cuál están los que lo
gobiernan!» Mas Carbajal atajó la murmuración
de su querida, diciéndola con aspereza:
«Cállate, vieja ruin, y déjalos dormir el
vino por un par de horitas; que en disipándoseles la
embriaguez, el que menos de ellos es capaz de gobernar, no digo
el Perú, sino medio mundo».
A la llegada de Carbajal a América encontrábase Don
Francisco Pizarro en serios aprietos. La sublevación de
indios era general en el Perú; y si los españoles
del Cuzco soportaban un tremendo sitio, no era menor el conflicto
de los de Lima, que veían el cerro de San Cristóbal
coronado por un ejército rebelde.
El virrey de Méjico, tan luego como tuvo noticia del
peligro de sus compatriotas, dio a Francisco de Carbajal el mando
de doscientos hombres aguerridos, y sin perder minuto lo
envió en socorro de los conquistadores. Pero aunque
Carbajal llegó al Perú cuando ya la tormenta
había casi desaparecido, no por eso dejó de ser
recompensado con profusión.
La liberalidad de Pizarro le conquistó para siempre el
cariño de nuestro viejo capitán, que tenía
el feo vicio de amar mucho el oro. Y tanto fue el afecto del
capitán por el marqués, que puede decirse que sin
él no habría sido vengada la muerte de Pizarro, en
la batalla de Chupas, donde, como es sabido, sólo a la
pericia militar de Carbajal se debió la victoria contra
las entusiastas tropas de Almagro el Mozo.
Cuando vino el primer virrey Blasco Núñez a poner
en ejecución las ordenanzas reales, Carbajal, que acababa
de perder a su querida, vendió sus bienes en doce mil
castellanos de oro, y se dispuso para regresar a España.
Pero el hombre propone y Dios dispone.
Ni en el Callao ni en Nasca, Quilca y otros puertos de la costa,
encontró Don Francisco navío listo para conducirlo
a la península. Fue entonces cuando, en un arrebato de
rabia, exclamó: «Pues que tierra y mar no consienten
que en tal coyuntura pueda yo escapar de esta madriguera, juro y
prometo que de aquí para siempre jamás, hasta que
el mundo se acabe, ha de quedar en el Perú memoria de
Francisco de Carbajal».
¡Y vaya si dejó nombre!
Basta leer al Palentino o a cualquiera otro de los que sobre las
guerras civiles de los conquistadores escribieron, para que se le
ericen a uno los cabellos ante la sangre fría y el
desparpajo con que Carbajal cortaba pescuezos, no diré a
hombres de guerra, que al fin en ellos es merma del oficio el
morir de mala muerte, sino hasta a frailes y mujeres.
Carbajal era una especie de ogro, un tipo legendario, un hombre
enigma. En nuestra historia colonial no hay figura que más
cautive la fantasía del poeta y del novelista. Grande y
pequeño, generoso y mezquino, noble y villano, fue
Carbajal una contradicción viviente. Con sentimientos
religiosos que no eran los de su siglo, con una palabra en la que
bullían el chiste travieso o el sarcasmo del hombre
descreído, con una crueldad que trae a la memoria los
sanguinarios refinamientos de los tiranos de la Roma pagana, hay
que admirar en él su abnegación y lealtad por el
amigo y la energía de su espíritu. Celoso de la
disciplina de sus soldados y entendido y valiente capitán,
la victoria fue para él sumisa cortesana. Sagaz y
experimentado político, es seguro que a haber seguido sus
consejos e inspiraciones, en vez de finar en el cadalso, otro
gallo le habría cantado al muy magnífico Sr. Don
Gonzalo Pizarro.
Presentáronle una tarde a Carbajal cuatro soldados
españoles, de los que seguían la bandera del
virrey, y que acababan de caer prisioneros en una escaramuza
habida cerca de Ayabaca. Después de breve interrogatorio a
cada uno de ellos, Don Francisco, cuya gordura picaba en
obesidad, se cruzaba las manos sobre el abultado abdomen y
concluía con esta horripilante frase:
-Hermanito, póngase bien con Dios, ya que conmigo no hay
forma de composición.
Quedaba el último de los prisioneros, que era un mancebo
de veinte años. Por supuesto, que el pobrete, viendo que
iban a pelarles las barbas a sus tres compañeros,
ponía la suya en remojo.
-¿Cómo te llamas, buena alhaja? -le
interrogó Carbajal.
-Lope Betanzos, para servir a su señoría
-contestó el soldado.
-¡Betanzos! Apellido es de buena cepa. ¿Y de
qué tierra de España?
-De Vitigudino, en Castilla.
-Pues sábete, arrapiezo, que el señor tu padre fue
el mayor amigo que en mis mocedades tuve, y que algunas bromas
corrimos juntos en tiempo del Condestable. El ser hijo de quien
eres válete más que el ser devoto de algún
santo para que el pescuezo no te huela a
cáñamo.
Y volviéndose a uno de los que lo acompañaban,
añadió Carbajal:
-Alférez Ramiro, numere vuesa merced en su
compañía a este mozo, si es que de buen grado se
aviene a cambiar de bandera.
El prisionero, que motivo tenía para contarse entre los
difuntos, se regocijó como el que vuelve a la vida, y dijo
de corrido:
-Señor, yo prometo de aquí adelante y juro por mi
parte de paraíso servir a vueseñoría y al
señor gobernador y derramar la sangre de mis venas en su
guarda y defensa.
-Dios te mantenga en tan honrado propósito, muchacho, y
medrarás conmigo; que por venir de quien vienes, te quiero
como el padre que te engendró.
Y lo despidió dándole una palmadita en la mejilla,
con no poco asombro de los presentes, que jamás
habían visto al Demonio de los Andes tan afectuoso con el
prójimo.
Pero condenada estrella alumbraba a Lope Betanzos; porque
alentado con las muestras de cariño que le dispensara Don
Francisco, no giró sobre sus talones, sino que
permaneciendo como clavado en el sitio, se atrevió a
decir:
-Pues tanta merced me hace su señoría, quisiera que
para que mejor pueda llenar mi obligación, mande que se me
devuelva mi caballo, siquiera para que pueda alzar los pies del
suelo.
Nunca tal deseo formulara el infeliz. A Carbajal se le inyectaron
los ojos y murmuró con voz ronca:
-¡Hola! ¡Hola! ¿Danle hogaza y quiere torta?
Ya te lo dirán de misas, bellaco. Eres como el abad de
Compostela, que se comió el cocido y aún quiso la
cazuela.
Y volviéndose al negro que cerca de él
ejercía funciones de verdugo, añadió:
-Mira, Caracciolo, ahórcame luego a este barbilindo, y sea
de un árbol, y de manera que tenga los pies bien altos del
suelo, todo cuanto él sea servido.
Lope Betanzos quiso reparar su imprudencia, y lleno de
tribulación repuso:
-Perdóneme vueseñoría, que yo lo
seguiré a pie y aun de rodillas; porque de la suerte que
vueseñoría manda, no querría yo alzar los
pies del suelo.
Pero Carbajal le volvió la espalda, murmurando:
-¡Habráse visto tozudo! La cuerda lo hará
discreto.
Y se alejó canturreando una de sus tonadillas
favoritas:
«Mi comadre, mi comadre la alcaldesa,
nunca en la suya, siempre en mi mesa,
y cada año me endilga un ahijado.
¡Qué compadre tan afortunado»