-Señor excelentísimo: un español ha
asesinado a otro con marcada alevosía.
-Que entierren al muerto y que se juzgue al vivo.
-Juzgado está y sentenciado.
-Pues que se cumpla la pena, y el que se queme que sople.
-Ello es, con venia de V. E., que una cosa es quebrar huevos y
otra cosa es hacer tortilla.
-¿Cómo se entiende, señor alcalde?
¿En estos reinos la justicia no va recta por su
camino?
-Perdone V. E.; pero es el caso que el matador se ha llamado a
iglesia, y de mí sé decir que no acierto con la
manera de proceder.
-Los templos no se hicieron para seguro de pícaros.
¡Medrados estábamos, por Santiago! Entiéndalo
así el Sr. Juan Ortiz de Zárate y proceda en
consecuencia sin torcer ni doblegar la vara.
Tal fue el diálogo que en la sala del despacho de la Real
Audiencia de Lima medió una mañana del año
1590 entre el alcalde del crimen Don Juan Ortiz de Zárate
y el virrey, recientemente llegado, Don García de
Mendoza.
Retirose el buen alcalde, dando y cavando en las palabras de S.
E. e inquiriendo en su caletre un expediente para dejar bien
puestos los fueros de la justicia civil sin agravio de las
prerrogativas eclesiásticas. Su cabeza era una olla de
grillos, y poniendo al fin remate a sus cavilaciones, se
resolvió a pasar respetuoso oficio al arzobispo,
solicitando su licencia para la extradición del reo.
La respuesta no se hizo esperar mucho. El prelado, con latines y
citas de los santos padres y de los concilios, defendía la
inmunidad de la iglesia.
-Pues ahora veredes, y que todo turbio corra, que la justicia
está antes que los cánones y las súmulas
-dijo amoscado el alcalde.
Y con una cohorte de alguaciles se dirigió al templo,
extrajo al delincuente y lo aposentó en la cárcel,
previniéndole que fuese liando el petate para pasar a
mejor vida.
Figúrese el lector, pues más es para imaginada que
para escrita, la sarracina que armaría en el devoto pueblo
tan expeditivo procedimiento judicial. Por su parte el arzobispo
amenazó a Ortiz de Zárate con excomunión
mayor si antes de veinticuatro horas no devolvía el reo a
lugar sagrado.
-Lugar sagrado es la tierra, y cumplo con todos ahorcando al
criminal y enterrándolo en sitio bendito -pensó el
alcalde, y dio por contestación al oficio arzobispal el
cuerpo del reo balanceándose en la horca.
Al otro día, las iglesias y torres amanecieron cubiertas
de paños fúnebres, las campanas tocaron
incesantemente plegarias y el santo arzobispo Toribio Alfonso de
Mogrovejo pronunció contra el alcalde del crímen
Juan Ortiz de Zárate la terrorífica
excomunión.
Aquí de los conflictos del excomulgado. Su mujer
abandonó el domicilio conyugal, siguiéndola sus
hijos y criados, y hasta los alguaciles hicieron renuncia de las
varas, para que a sus almas no les tocase en el otro mundo algo
de la chamusquina.
La situación del alcalde se hizo de día en
día peor que la de un leproso. Ni un amigo atravesaba el
dintel de sus puertas, ni hallaba prójimo que le
correspondiera el saludo. Los mercaderes se excusaban de
venderle; sus deudores se creían en conciencia obligados a
no pagarle, y si en la calle le venía en antojo encender
un cigarrillo o beber un vaso de agua, no hallaba alma caritativa
que lo amparase con fuego o líquido.
La cuerda se rompe por lo más delgado. «¿No
habría sido justo excomulgar también a S.
E.?», pensaba el pobre excomulgado en la soledad de sus
noches.
Aburrido de tanta calamidad, se puso un día de rodillas en
la puerta del templo, con la cabeza descubierta, las espaldas
desnudas y una soga al cuello. Llegó el arzobispo de gran
ceremonial, le dio con una vara de membrillo tres golpes en las
espaldas, le pronunció el sermón del caso y la
oveja quedó restituida al redil de la cristiandad. Las
campanas se echaron a vuelo, hubo fiestas y mantel largo en los
conventos, y aquí paz y después gloria.
Aquel mismo día hizo Ortiz de Zárate renuncia de su
empleo, y cuentan que el virrey dijo a sus compañeros de
Audiencia:
-Aceptémosle su dimisión a ese bellaco; pues no
servirá nunca por entero ni a Dios ni al diablo.
II
Antes de proseguir sacando a plaza las querellas entre el santo
arzobispo y el Excmo. Sr. Don García Hurtado de Mendoza,
segundo marqués de Cañete y octavo virrey del
Perú, parece oportuno hacer una ligera reseña
histórica de la época de su gobierno.
Cuando Don Andrés Hurtado de Mendoza, primer
marqués de Cañete, era en 1558 virrey del
Perú, su hijo Don García, como gobernante de Chile,
se conquistó una gran reputación venciendo a los
araucanos, enviando expediciones exploradoras a Magallanes,
fundando ciudades de la importancia de Mendoza, y dictando
ordenanzas acertadas para el progreso y bienestar de los pueblos
que le estaban confiados.
Cuando falleció el virrey, Don García volvió
a España, donde Felipe II le colmó de honores, lo
hizo su embajador en Venecia y más tarde lo envió a
gobernar en América los mismos pueblos que treinta
años antes había mandado su progenitor.
Hizo Don García su entrada en Lima el 6 de enero de 1590,
acompañado de su esposa doña Teresa de Castro y de
muchas familias que venían con ellos desde España.
La recepción fue de lo más solemne y la ciudad
estuvo durante ocho días de gala y regocijo.
Aconteció en ellos que habiendo ido el arzobispo a
visitarlo en palacio, vio bajo el dosel un solo sillón
ocupado por Don García. El prelado arrastró otro de
los sillones que había en el salón, y
colocándolo junto al del virrey le dijo: «Bien
sabemos aquí, que todos somos del Consejo de S. M.».
Hurtado de Mendoza frunció el entrecejo, y desde este
día trató con frialdad cortesana a Toribio de
Mogrovejo.
El país veía en el marqués de Cañete
a su salvador; pues destruida por los ingleses la famosa escuadra
que Felipe II denominó la Invencible, Elisabeth de
Inglaterra lanzaba empresas piráticas contra las colonias
españolas. El nuevo virrey organizó en el acto la
defensa de la costa y formó una escuadrilla, cuyo mando
fue confiado a Don Bertrán de Castro, hermano de la
virreina. Los piratas, a las órdenes de Ricardo Hawkins, a
quien llaman muchos cronistas Ricardo Aquines, habían
hecho un buen botín en Valparaíso y otros puertos y
se dirigían al Callao; mas Don Bertrán los
sorprendió anclados en Pisco, les ocasionó graves
daños, y dándoles caza por varios días, en
los que fueron frecuentes los combates, obtuvo al fin que Hawkins
se rindiera prisionero, empeñándolo el jefe
vencedor palabra de que su vida sería respetada. La
Audiencia no quiso acatar el compromiso contraído por el
marino español y condenó al pirata a ser ahorcado
en la plaza de Lima; mas el de Castro se revistió de
energía y apeló al monarca, quien asintió a
su deseo y desaprobó el fallo de los oidores.
En punto a empresas marítimas, protegió mucho Don
García la expedición de Álvaro
Mendaña a las islas de Salomón; y Mendaña,
en gratitud, denominó al primer grupo de islas de que fue
descubridor las Marquesas de Mendoza.
Los apuros del tesoro español tenían que ser
salvados por las colonias. Así el virrey tuvo que emplear
su energía toda para establecer, cumpliendo con las
órdenes del monarca, la alcabala y otros impuestos. Ellos
dieron en Quito margen para una sublevación, que el
marqués de Cañete logró sofocar, más
por su sagacidad que por la fuerza de las armas.
Refieren de este virrey que, pintando su carácter,
solía decir: «Aunque me encolerizo con facilidad,
pronto me pasa el enojo; que mi condición es como la de la
pólvora, que después de hacer el estrago se
convierte en humo».
Después de seis años y medio de gobierno, en los
que dictó ordenanzas favorables a los indios, fundó
la villa de Castrovirreina, atendió a la
instrucción y a las obras públicas y realizó
muchas útiles reformas, regresó Don García a
España.
Las armas de la casa de Mendoza eran escudo de sinople con una
banda transversal de gules.
III
En 1691 y con el tres por ciento de las rentas
eclesiásticas, según lo acordado en el concilio de
Lima, fundó Santo Toribio el colegio seminario que hoy
lleva su nombre; y para establecer el dominio que sus sucesores
debían tener sobre el local, mandó colocar su
escudo sobre el arco de la puerta.
El blasón de los Mogrovejo era fondo de gules y un caballo
de plata parado delante de una espada, bordura de oro sin
adornos.
Entre los jesuitas de Lima hallábase el padre Hernando de
Mendoza, hermano del virrey, que influía poderosamente en
el ánimo de Don García. La compañía
de Jesús hostilizaba al arzobispo porque éste
desechó la pretensión de los padres de ejercer
jurisdicción, no sólo sobre la parroquia del
Cercado, sino también sobre la de San Lázaro. A
esta influencia y a la queja que abrigaba el virrey contra el
arzobispo, por haber desatendido su empeño para que alzase
la excomunión a Ortiz de Zárate, se habían
añadido quisquillas de ceremonial o etiqueta en las
fiestas de la catedral.
El marqués de Cañete vio en la colocación
del escudo un agravio al patronato del monarca; y en el acto
envió un capitán con soldados y albañiles
para romper el heráldico adorno. El pueblo se
arremolinó para impedirlo, pero la tropa dejó en
breve la calle expedita de bochincheros y el mandato del virrey
quedó cumplido.
La población se dividió en dos bandos: uno por el
arzobispo, y éste era el mayor, y otro por el virrey y el
monarca. Al fin, y para devolver la tranquilidad a los
ánimos inquietos, se recibió en Lima una real
cédula de Felipe II, fechada en Madrid el 20 de mayo de
1592, la cual dice en conclusión:
«Marqués de Cañete, mi visorrey, gobernador y
capitán general de esos reinos del Perú... Os
mandamos que dejéis el gobierno y administración de
dicho colegio seminario a la disposición del arzobispo y
también el hacer la nominación de colegiales,
conforme a lo dispuesto en el santo concilio de Trento y en el
que se celebró en esa ciudad de los reyes el año
pasado ochenta y tres. Y asimismo que en las casas de dicho
colegio pueda poner sus armas, si quiere, con tal que
también se pongan las mías en el más
preeminente lugar, en reconocimiento del patronato universal que
por derecho y autoridad apostólica me pertenece y tengo en
todas las Indias».
Como se ve, la cédula es conciliadora y puso
término sagaz a la querella. Como Luis XI de Francia,
Felipe II el fanático acataba mucho a Roma; pero en punto
a patronato no le cedía un átomo.
El escudo del rey se colocó en la puerta del seminario,
pero Santo Toribio no quiso poner debajo el emblema arzobispal,
conducta que Felipe II no calificó de humilde y que acaso
tuvo en cuenta más tarde para humillar al prelado.
IV
El duque de Sesa, embajador de España en Roma, dio cuenta
al rey de que el arzobispo de Lima había pasado un
memorial al Padre Santo, consultándolo sobre varios puntos
que afectaban al patronato y quejándose de que Felipe II
autorizaba a los obispos de América para tomar
posesión, salvando algunas formas canónicas, y de
que se le negaban recursos para sostener el seminario.
A la vez, el Consejo de Indias recibía informaciones
idénticas, transmitidas por el marqués de
Cañete y por los obispos del Tucumán y de
Charcas.
Entonces se expidió la real cédula de 29 de mayo de
1593, que dice:
«...Enviaréis llamar al arzobispo al acuerdo y en
presencia de la Audiencia y sus ministros, le daréis a
entender cuán indigna cosa ha sido a su estado y
profesión haber escrito a Roma semejantes cosas; pues ni
es cierto que los obispos tomen posesión de sus iglesias
sin bulas, ni tampoco que mi Consejo de las Indias le impida la
visita de sus hospitales y fábrica de su arzobispado, que
bien sabe que los hospitales de pueblos de españoles son
de mi patronazgo y están exentos de su jurisdicción
en lo temporal, pues en lo espiritual le queda la visita libre,
como la tiene y ha tenido, sin que en esto, ahora ni en
ningún tiempo, se le haya puesto impedimento. Y que
también es incierto lo que elijo acerca de que no
tenía con qué sustentar el colegio seminario; pues,
como es notorio, en el concilio que en esa ciudad se
celebró y que fue aprobado por la autoridad
apostólica, se le adjulicaron tres por ciento de las
rentas eclesiásticas. Y entendido todo esto, le
diréis asimismo que si bien fuese justo mandarle llamar a
mi corte para que se tratara de ese negocio más de
propósito y se hiciera una gran demostración, cual
lo pido su exceso, lo he dejado por lo que su iglesia y ovejas
pudieran sufrir en tan larga ausencia de su prelado; pero el que
debe sentir mucho que su mal proceder haya obligado a satisfacer
en Roma, con tanta mengua en su autoridad e nota en la
elección que yo hice de su persona; pues se deja entender
lo que se podrá decir y juzgar e relación tan
incierta, y esto en quien ha recibido de mí tantas
mercedes y honra. Y de su respuesta y demostración que
hiciere me avisaréis».
Citado Santo Toribio, compareció ante la Real Audiencia,
presidida por el virrey, y oyó de pie la lectura de la
tremenda filípica. Terminada ésta, dijo el
arzobispo:
-¡Enojado estaba nuestro rey! ¡Sea por amor de Dios!
¡Satisfacémosle, satisfacémosle,
satisfacémosle!
Tal fue la última querella del arzobispo Toribio de
Mogrovejo con el poder civil.
V
Nos creemos obligados a terminar esta tradición con una
breve noticia biográfica del prelado. Toribio Alfonso de
Mogrovejo nació en Mayorga, ciudad del antiguo reino de
León en España, y entró en Lima con el
carácter de arzobispo el 21 de mayo de 1581.
Acompañáronlo su hermana doña Grimanesa y el
marido de ésta Don Francisco Quiñones, que fue
corregidor y alcalde del cabildo y que, bajo el gobierno del
marqués de Salinas, pasó con tropas a Chile para
sofocar una insurrección de los araucanos.
Hizo tres visitas diocesanas y celebró tres concilios
provinciales, siendo uno de ellos muy borrascoso por una
cuestión que promovió el obispo del Cuzco, Don
Sebastián de Lartahun, apoyado por los obispos del
Tucumán y Charcas.
Fundó el monasterio de Santa Clara, y erigió las
capillas de las Divorciadas y Copacabana con una casa de asilo
para mujeres.
La caridad de Mogrovejo fue verdaderamente ejemplar. No
sólo agotaba sus recursos para socorrer a los necesitados,
sino que aun recurría a la fortuna de su hermana. Una
ocasión, no teniendo que dar, regaló el candelabro
de plata de su dormitorio, quedándose el arzobispo con la
bujía en la mano. A doña Grimanesa y a su marido
les hacían poca gracia las larguezas del deudo, y por
más que lo intentaban, no conseguían nunca atarlo
corto.
Una curiosa anécdota de su ilustrísima. Cierta
noche pasaba con un familiar por la puerta del palacio del
virrey. El centinela dio la voz de
-¡Alto! ¿Quién vive?
-Toribio -contestó el prelado.
-¿Qué Toribio?
-El de la esquina.
Con esta respuesta salió el oficial de mal talante a
reconocer al burlón, prometiéndose hacerlo dormir
sobre una tarima, del cuerpo de guardia. Pero se encontró
con el arzobispo, que conducía en sus hombros un
moribundo.
La aventura se hizo pública al día siguiente, y el
virrey Don García llamaba desde entonces al arzobispo
Toribio el de la esquina. Sabido es que la casa arzobispal
está situada en una esquina que forma ángulo con el
palacio de gobierno.
Murió el arzobispo Mogrovejo en Saña, a la edad de
sesenta años, el Jueves Santo 23 de marzo de 1606,
habiendo gobernado su iglesia veinticuatro años diez
meses.
Inocente XI lo beatificó en 1679, y fue canonizado por
Benedicto XIII en 1727.