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El conde de la Topada

(A Eladio Caballero)

Ni Rezabal, en sus Lanzas y medias anatas, ni autor alguno de los que sobre títulos nobiliarios del Perú escribieron, hablan del conde de la Topada. Y sin embargo título fue éste que existió en Lima, acordado, no por el rey, si no por la voluntad omnipotente del soberano llamado pueblo.

Fue el caso que habiendo el monarca expedido título de conde al obispo del Cuzco don Juan de Castañeda Velázquez y Salazar en compensación de cuarenta mil duros que éste oblara generosamente para reedificar la casa y cárcel del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, destruidas casi por el terremoto de 1746, el obispo transmitió la regia gracia a su sobrina doña Francisca Javiera de Castañeda, esposa del alcalde de Lima don Joaquín de Lamo y Castañeda.

Muerta la condesa, pasó el título a su primogénito don Joaquín de Lamo y Castañeda, natural de Huaura, grefier del Toisón de Oro y vecino de Madrid, donde entregó el alma a Dios a fines de 1818. Este segundo conde de Castañeda de los Lamos debió ser un muy notable literato; y dígolo, no porque haya leído libros suyos, que la verdad, ninguno ha caído bajo mi jurisdicción, sino porque el 32 de septiembre de 1818 la Real Academia Española le nombró académico de número, para ocupar el sillón H, vacante por muerte de García de la Huerta. Desgraciadamente nuestro compatriota no llegó a tomar posesión, porque falleció un mes más tarde. Lo reemplazó el historiador don José Antonio Conde, tan admirado por Moratín. En nuestros días el sillón H ha sido ocupado, entre otras eminencias de la literatura española, por don Salustiano Olózaga.

Sin embargo de que no he tenido entre mis manos libros de su señoría el conde, uno de sus biógrafos dice que escribió y publicó los tres siguientes: Idea general del Perú, Elogio del virrey Amat, Descripción de Carabaya.

Muerto el conde-académico sin sucesión legítima, legó el condado a su primo el limeño don Manuel Díez de Requejo, criollo a las derechas, parrandista, jugador y mujeriego; en una palabra, mozo cunda, cumbianguero y de mucha cuerda. De a legua trascendía a protóxido de tunante.

Y aquí empieza la tradición.

I

Gran concurso había el 8 de septiembre de 1819 en la plazuela de Cocharcas: como que se trataba nada menos que de festejar a la Virgen patrona de ese arrabal, con fiestas que hoy mismo no carecen de animación.

Después de la misa solemne, a que concurría el Cabildo eclesiástico, y del panegírico pronunciado por canónigo de campanillas, venía la suntuosa mesa de once en el conventillo, sentándose a ella todo lo que Lima poseía de empingorotado por pergaminos, riqueza o posición social. Aun virreyes hubo que no desdeñaron honrar la fiesta con su presencia.

Antes de la corrida de toros, que principiaba a las tres de la tarde, era costumbre hacer una jugada de gallos de siete topadas. Sin pirotécnica nocturna, farolillos y buñoleras, y sin toros, gallos y danzas no había fiesta posible entre nosotros.

En la jugada de gallos había además cierta rivalidad social.

De un lado la aristocracia de los pergaminos, y del otro la aristocracia del dinero, cruzaban sumas fabulosas en las apuestas. Aquel año, el flamante condesito de Castañeda de los Lamos era el jefe del partido nobiliario, y había reunido siete gallos, cada uno de los que era un Fierabrás con cresta y espolones.

Jefe del bando contrario o popular era don Pío García, deudo del condesito, acaudalado minero del Cerro de Pasco y que gozaba de inmenso prestigio en el alto y bajo comercio.

A las dos de la tarde, el juez de la cancha, que lo era el regidor del Cabildo marqués de Corpa, tocó la campanilla, y don Manuel Díez de Requejo se presentó en el circo con un cazilí, jamón y de mucha cuartilla. Su antagonista el minero exhibió un barbitas malatobo, golilla anaranjada, barrillón y de alcance.

Empezaron las apuestas, y con ellas los cortes de manga, que son la pantomima usual entre los aficionados a la lid de gallos.

Careados éstos, el barrillón después de una cita prolongada, partió en vuelo; mas superitándolo el cazilí por ser de más ala, y zafando el anaranjado con malicia, contestó con un tiro de suelo, de esos de campanilla eléctrica. El barbitas lo desparramó en un segundo.

Cinco parejas más salieron al circo, y cinco veces más los gallos de Castañeda de los Lamos besaron a su madre, digo, besaron la tierra, con gran palmoteo del pueblo, que simpatizaba poco o nada con el círculo de la nobleza.

II

Don Manuel Díez de Requejo y Castañeda estaba como para volarse la tapa de los sesos. Las seis peleas por él perdidas afectaban a su ya mermadísima fortuna en más de veinte mil duros. Quedaba completamente arruinado y casi reducido a vivir de limosna.

Si también perdía la última jugada, es decir, si el partido demócrata lograba dar capote, ¿qué iba a ser del infeliz?

Para la séptima pelea, que era de a pico y no de a naranja como las anteriores, había reservado el condesito un gallo que contaba más victorias que Napoleón. Era un carmelo-tostado o ajiseco, cabeza rota, cola blanca, remontador alegre y de más estampa que un San Miguel.

El minero sacó un lechuza, machetón, pata amarilla, hijo de chusco y gallina terranova, mal laminado, aunque recio de cuadriles, y que en el careo, casi cacarea y sale llorando a buscar piedra. Esto animó infinito al partido perdidoso, y se triplicaron las apuestas.

Iba a darse la gran batalla de Waterloo, y aunque el pueblo y los comerciantes no las tenían todas consigo en favor del lechuza, un puntillo de amor propio hizo que no rechazasen apuestas.

¡Ande usted, ande,
que la misericordia de Dios es grande!

Cualquiera, hasta yo, habría dado ocho a siete en favor del colablanca.

Un rayo de esperanza cruzó por el espíritu de don Manuel, y dirigiéndose al minero, dijo:

-Amigo, ¿es usted hombre para aceptarme un envite?

-Como en ello se contiene, y amén, padre, para que parezca oración -contestó con toda cachaza el interpelado-. Eche por esa boca.

-Apuesto mi titulo de conde contra todo lo que llevo perdido en la tarde.

-Topo -contestó el minero- y enganche, pariente.

Y los adversarios se dieron una empuñada coram pópulo.

Los dos animalejos rivales quedaron libres en el circo. Retrecheros, mirándose de soslayo como quien quiere y no quiere, y midiéndose el uno al otro, ganando el ajiseco un paso de terreno y ladeándose el machetón, así estuvieron sin querer definir por un minuto largo, minuto de profundo silencio y de indescriptible ansiedad para los espectadores.

El cabeza rota parecía decirle al lechuza:

No me mires de lado,
que es de traidores;
mírame cara a cara,
que es de señores.

Y a su turno, el pata amarilla parecía contestarle:

No me mires con ojos
atravesados;
mírame con los ojos
que Dios te ha dado.

De pronto el Napoleón se encumbró sobre su adversario, y éste, aparragándose, pasó sorteando bajo la cola, y en el descenso del rival se le prendió a la mecha con substancia y prontitud, a la vez que con la pata derecha le escobillaba el ojo izquierdo.

Tres minutos después Wellington cantaba el quiquiriquí de la victoria.

III

Al otro día y por ante el escribano de Cabildo don José María la Rosa, formalizose escritura en virtud de la cual el título de conde de Castañeda de los Lamos era transferido a don Pío García, quien al enviar a España el documento, para su ratificación por Fernando VII, cuidó de acompañarlo con buen lastre de onzas en oro.

No se olvidó, por supuesto, de remitir también el expediente sobre limpieza de sangre, expediente tanto más fácil de organizar cuanto que el postulante era asturiano, es decir, hidalgo por derecho de nacimiento. Los nacidos en esas privilegiadas merindades salen del limbo materno con un Don tamañazo en mitad de la frente.

La confirmación llegó tarde; esto es, cuando ya San Martín y los insurgentes ocupaban el palacio de los virreyes. Parece que la real cédula confirmatoria cayó en manos de Monteagudo, y que el ministro la aproximó a la bujía para encender con ella un cigarro.

Los envidiosos, que nunca faltan, bautizaron al minero (que con la patria y los cupos y las rebujinas había venido a menos) con el título de conde de la Topada.

Y conde de la Topada fue hasta 1833, en que San Pedro, que se pone como un ají cuando le hablan de gallos, le dio en el cielo con las puertas en las narices, como diciendo: en mi portería no calientan silla los galleros y...

¡Ea!, ¡ea!, ¡ea!
Perejil y culantro
y alcarabea.
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