«Conózcase en Ayacucho
que si gran ladrón fue Caco,
no sirve ni para taco,
comparado con Perucho».
Esta redondilla era popular en Guamanga, allá por los
años 1841 a 1843, años de mesa revuelta y
anarquía perenne, en que tuvimos más presidentes
que cosquillas: Menéndez, Torrico, Vidal, Vivanco,
Elías, LaFuente, Nieto, Castilla, y qué sé
yo cuántos más. Todo el que quería, con tal
que tuviese cuatro soldados y un cabo a su disposición, se
proclamaba presidente.
Pero ¿quién era Perucho, el de la copla? A eso
vamos. Era un capitán que más mentía que
comía, y que si comía era para seguir mintiendo.
Ítem, tenía más uñas que un gato, y
como oficial documentario levantaba batallones con la pluma... y
no con hombres.
Al pasar por Ayacucho uno de tantos presidentes con el
patriótico propósito de echar abajo al otro,
Perucho se puso en facha de hacer el bien del país y a la
vez el suyo propio. Presentose al caudillo, y éste lo
[221] nombró gobernador de un pueblo, autorizándolo
para que, si llegaba a ser preciso meter el resuello a algunos
demagogos, y armase hasta una compañía de
voluntarios... por fuerza.
En el pueblo no se movía una paja ni se ocupaba nadie de
partidos. Los vecinos eran de la mismísima pasta del que
dijo en un romance:
«Ni cura que me trasquile,
ni señorón que me mande,
ni verdugo que me azote,
jamás habrán de faltarme».
En esta conformidad, tanto se les daba del presidente Tiquis como
del presidente Miquis. ¡Viva el que venza! Pero a Perucho
no le hacía esto cuenta, y armó hasta quince
soldados y puso ciento en las listas de revista.
A pocos días volvió a pasar el caudillo por el
pueblo, y después de oír con cachaza un adulatorio
speech o discurso que le espetó Perucho, le
preguntó:
-¿Y cuántos hombres tiene la guarnición,
señor capitán?
-Ciento quince, mi general -contestó con mucho aplomo el
interrogado.
-Pues, Perucho, te pagaremos los quince del pico, y me voy largo,
que tú tienes más años de tiburón que
de servicios.
Y el general espoleó su caballo, dejando aliquebrado al
tiburón.