Cura de Locumba, a principio del siglo actual, era el venerable
doctor Galdo, quien fue llamado un día para confesar a un
moribundo. Era éste un indio cargado de años,
más que centenario, y conocido con el nombre de Mariano
Choquemamani.
Después de recibir los últimos sacramentos, le dijo
al cura:
-Taita, voy a confiarte un secreto, ya que no tengo hijo a quien
transmitirlo. Yo desciendo de Titu-Atauchi, cacique de Moquegua
en los tiempos de Atahualpa. Cuando los españoles se
apoderaron del inca, éste envió un emisario a
Titu-Atauchi con la orden de que juntase oro para pagar su
rescate. El noble cacique reunió gran cantidad de tejos de
oro, y en los momentos en que se alistaba para conducir este
tesoro a Cajamarca recibió la noticia del suplicio de
Atahualpa. Titu-Atauchi escondió el oro en la gruta que
existe en el alto de Locumba, acostose sobre el codiciado metal y
se suicidó. Su sepulcro está cubierto de arena fina
hasta cierta altura: encima hay una palizada de pacays y sobre
éstos gran cantidad de esteras de caña, piedras,
barra y cascajo. Entre las cañas se encontrará una
canasta de mimbres y el esqueleto de un loro. Este secreto me fue
transmitido por mi padre, quien lo había recibido de mi
abuelo. Yo, taita cura, te lo confío para que si llegase a
destruirse la iglesia de Locumba saques el oro y lo gastes en
edificar un nuevo templo.
Corriendo los años, Galdo comunicó el secreto a su
sucesor.
El 18 de septiembre de 1833 un terremoto echó por tierra
la iglesia de Locumba. El cura Cueto, que era el nuevo cura,
creyó llegada la oportunidad de extraer el tesoro; pero
tuvo que luchar con la resistencia de los indios, que
veían en tal acto una odiosa profanación. No
obstante, asociáronse algunos vecinos notables y
acometieron la empresa, logrando descubrir los palos de pacay,
esteras de caña y el loro.
Al encontrarse con el esqueleto de esta ave los indios se
amotinaron, protestando que asesinarían a los blancos que
tuviesen la audacia de continuar profanando la tumba del cacique.
No hubo forma de apaciguarlos y los vecinos tuvieron que desistir
del empeño.
En 1868 era ya una nueva generación la que había en
Locumba; mas no por eso se había extinguido la
superstición entre los indios.
El coronel Don Mariano Pío Cornejo, que después de
haber sido en Lima ministro de Guerra y Marina, se acababa de
establecer en una de sus haciendas del valle de Locumba,
encabezó nueva sociedad para desenterrar el tesoro.
Trabajose con tesón, sacáronse piedras, palos,
esteras, y por fin llegó a descubrirse la canasta de
mimbres. Dos o tres días más de trabajo, y todos
creían seguro encontrar, junto con el cadáver del
cacique, el ambicionado tesoro.
Extraída la canasta, viose que contenía el
esqueleto de una vicuña.
Los indios lanzaron un espantoso grito, arrojaron hachas, picos y
azadones y echaron a correr aterrorizados.
Existía entre ellos la tradición de que no
quedaría piedra sobre piedra en sus hogares si con mano
sacrílega tocaba algún mortal el cadáver del
cacique.
Los ruegos, las amenazas y las dádivas fueron, durante
muchos días, impotentes para vencer la resistencia de los
indios.
Al cabo ocurriole a uno de los socios emplear un recurso al que
con dificultad resisten los indios: el aguardiente. Sólo
emborrachándolos pudo conseguirse que tomaran las
herramientas.
Removidos los últimos obstáculos apareció el
cadáver del cacique de Locumba.
«¡Victoria!», exclamaron los interesados.
Quizá no había más que profundizar la
excavación algunas pulgadas para verse dueños de
los anhelados tejos de oro.
Un mayordomo se lanzó sobre el esqueleto y quiso
separarlo.
En ese mismo momento un siniestro ruido subterráneo
obligó a todos a huir despavoridos. Se desplomaron las
casas de Locumba, se abrieron grietas en la superficie de la
tierra, brotando de ella borbollones de agua fétida, los
hombres no podían sostenerse de pie, los animales
corrían espantados y se desbarrancaban y un derrumbamiento
volvía a cubrir la tumba del cacique.
Se había realizado el supersticioso augurio de los indios:
al tocar el cadáver, sobrevino la ruina y el
espanto.
Eran las cinco y cuarto del fatídico 13 de agosto de 1868,
día de angustioso recuerdo para los habitantes de Arica y
otros pueblos del Sur.