Los huancas o indígenas del valle de Huancayo
constituían a principios del siglo VI una tribu
independiente y belicosa, a la que el inca Pachacutec
logró, después de fatigosa campaña, someter
a su imperio, aunque reconociendo por cacique a Oto Apu-Alaya y
declarándole el derecho de transmitir título y
mando a sus descendientes.
Prisionero Atahualpa, envió Pizarro fuerzas al
riñón del país; y el cacique de Huancayo fue
de los primeros en reconocer el nuevo orden de gobierno, a
trueque de que respetasen sus antiguos privilegios. Pizarro, que
a pesar de los pesares fue sagaz político, apreció
la conveniencia del pacto; y para más halagar al cacique e
inspirarle mayor confianza, se unió a él por un
vínculo sagrado, llevando a la pila bautismal, en calidad
de padrino, a Catalina Apu-Alaya, heredera del título y
dominio.
El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas
castellanas de Huancayo y a tres kilómetros del hospital
de Ocopa, era por entonces cabeza del cacicazgo.
Catalina Huanca, como generalmente es llamada la protagonista de
esta leyenda, fue mujer de gran devoción y caridad.
Calcúlase en cien mil pesos ensayados el valor de los
azulejos y maderas que obsequió para la fábrica de
la iglesia y convento de San Francisco; y asociada al arzobispo
Loayza y al obispo de la Plata fray Domingo de Santo
Tomás, edificó el convento de Santa Ana. En una de
las salas de este santo asilo contémplase el retrato de
Doña Catalina, obra de un pincel churrigueresco.
Para sostenimiento del hospital, dio además la cacica
fincas y terrenos de qué era en Lima poseedora. Su caridad
para con los pobres, a los que socorría con esplendidez,
se hizo proverbial.
En la real caja de censos de Lima estableció una
fundación, cuyo producto debía emplearse en pagar
parte de la contribución correspondiente a los
indígenas de San Jerónimo, Mito, Orcotuna,
Concepción, Cincos, Chupaca y Sicaya, pueblecitos
inmediatos a la capital del cacicazgo.
Ella fue también la que implantó en esos siete
pueblos la costumbre, que aún subsiste, de que todos los
ciegos de esa jurisdicción se congreguen en la festividad
anual del patrón titular de cada pueblo y sean vestidos y
alimentados a expensas del mayordomo, en cuya casa se les
proporciona además alojamiento. Como es sabido, en los
lugares de la sierra esas fiestas duran de ocho a quince
días, tiempo en que los ciegos disfrutan de festines, en
los que la pacha-manca de carnero y la chicha de jora se consumen
sin medida.
Murió Catalina Huanca en los tiempos del virrey
marqués de Guadalcázar, de cerca de noventa
años de edad, y fue llorada por grandes y
pequeños.
Doña Catalina pasaba cuatro meses del año en su
casa solariega de San Jerónimo, y al regresar a Lima lo
hacía en una litera de plata y escoltada por trescientos
indios. Por supuesto, que en todos los villorrios y
caseríos del tránsito era esperada con grandes
festejos. Los naturales del país la trataban con las
consideraciones debidas a una reina o dama de mucho cascabel, y
aun los españoles la tributaban respetuoso homenaje.
Verdad es que la codicia de los conquistadores estaba interesada
en tratar con deferencia a la cacica que anualmente, al regresar
de su paseo a la sierra, traía a Lima (¡y no es
chirigota!) cincuenta acémilas cargadas de oro y plata.
¿De dónde sacaba Doña Catalina esa riqueza?
¿Era el tributo que la pagaban los administradores de sus
minas y demás propiedades? ¿Era acaso parte de un
tesoro que durante siglos, y de padres a hijos, habían ido
acumulando sus antecesores? Esta última era la general
creencia. II
Cura de San Jerónimo, por los ataos de 1642, era un fraile
dominico muy mucho celoso del bien de sus feligreses, a los que
cuidaba así en la salud del alma como en la del cuerpo.
Desmintiendo al refrán «el abad de lo que canta
ganta», el buen párroco de San Jerónimo
jamás hostilizó a nadie para el pago de diezmos y
primicias, ni cobró pitanza por entierro o casamiento, ni
recurrió a tanta y tanta socaliña de frecuente uso
entre los que tienen cura de almas a quienes esquilmar como el
pastor a los carneros.
¡Cuando yo digo que su paternidad era una avis rara!
Con tal evangélica conducta, entendido se está que
el padre cura andaría siempre escaso de maravedises y
mendigando bodigos, sin que la estrechez en que vivía le
quitara un adarme de buen humor ni un minuto de sueño.
Pero llegó día en que, por primera vez, envidiara
el fausto que rodeaba a los demás curas sus vecinos. Por
esto se dijo sin duda lo de
«Abeja y oveja
y parte en la igreja,
desea a su hijo la vieja».
Fue el caso que, por un oficio del Cabildo eclesiástico,
se le anunciaba que el ilustrísimo señor arzobispo
Don Pedro Villagómez acababa de nombrar un delegado o
visitador de la diócesis.
Y como acontece siempre en idéntico caso, los curas se
prepararon para echar la casa por la ventana, a fin de agasajar
al visitador y su comitiva.
Y los días volaban y a nuestro vergonzante dominico le
corrían letanías por el cuerpo y sudaba avellanas
cavilando en la manera de recibir dignamente la visita.
Pero por más que se devanaba la sesera, sacaba siempre en
limpio que donde no hay harina todo es mohína y que de los
codos no salen lonjas de tocino.
Reza el refrán que nunca falta quien dé un duro
para un apuro; y por esta vez el hombre para el caso fue aquel en
quien menos pudo pensar el cura; como si dijéramos, el
último triunfo de la baraja humana, que por tal ha sido
siempre tenido el prójimo que ejerce los oficios de
sacristán y campanero de la parroquia.
Éralo de la de San Jerónimo un indio que apenas
podía llevar a cuestas el peso de su partida de bautismo,
arrugado como pasa, nada aleluyado y que apestaba a miseria a
través de sus harapos.
Hízose en breve cargo de la congoja y atrenzos del buen
dominico, y una noche, después del toque de queda y
cubrefuego, acercose a él y le dijo:
-Taita cura, no te aflijas. Déjate vendar los ojos y ven
conmigo, que yo te llevaré adonde encuentres más
plata que la que necesitas.
Al principio pensó el reverendo que su sacristán
había empinado el codo más de lo razonable; pero
tal fue el empeño del indio y tales su seriedad y aplomo,
que terminó el cura por recordar el refrán
«del viejo el consejo y del rico el remedio» y por
dejarse poner un pañizuelo sobre los ojos, coger su
bastón, y apoyado en el brazo del campanero echarse a
andar por el pueblo.
Los vecinos de San Jerónimo, entonces como hoy, se
entregaban a Morfeo a la misma hora en que lo hacen las gallinas;
así es que el pueblo estaba desierto como un cementerio y
más obscuro que una madriguera. No había, pues, que
temer importuno encuentro ni menos aún miradas
curiosas.
El sacristán, después de las marchas y
contramarchas necesarias para que el cura perdiera la pista, dio
en una puerta tres golpecitos cabalísticos, abrieron y
penetró con el dominico en un patio. Allí se
repitió lo de las vueltas y revueltas, hasta que empezaron
a descender escalones que conducían a un
subterráneo.
El indio separó la venda de los ojos del cura,
diciéndole:
-Taita, mira y coge lo que necesites.
El dominico se quedó alelado y como quien ve visiones; y a
permitírselo sus achaques, hábito y canas, se
habría, cuando volvió en sí de la sorpresa,
echado a hacer zapatetas y a cantar:
«Uno, dos, tres y cuatro,
cinco, seis, siete,
¡en mi vida he tenido
gusto como éste!».
Hallábase en una vasta galería, alumbrada por
hachones de resina sujetos a las pilastras. Vio ídolos de
oro colocados sobre andamios de plata y barras de este reluciente
metal profusamente esparcidas por el suelo.
¡Pimpinela! ¡Aquel tesoro era para volver loco al
Padre Santo de Roma!
III
Una semana después llegaba a San Jerónimo el
visitador, acompañado de un clérigo secretario y de
varios monagos.
Aunque el propósito de su señoría era perder
pocas horas en esa parroquia, tuvo que permanecer tres
días: tales fueron los agasajos de que se vio colmado.
Hubo toros, comilonas, danzas y demás festejos de estilo;
pero todo con un boato y esplendidez que dejó maravillados
a los feligreses.
¿De dónde su pastor, cuyos emolumentos apenas
alcanzaban para un mal puchero, había sacado para tanta
bambolla? Aquello era de hacer perder su latín al
más despierto.
Pero desde que continuó su viaje el visitador, el cura de
San Jerónimo, antes alegre, expansivo y afectuoso,
empezó a perder carnes como si lo chuparan brujas, y a
ensimismarse y pronunciar frases sin sentido claro, como quien
tiene el caletre fuera de su caja.
Llamó también y mucho la atención y fue
motivo de cuchicheo al calor de la lumbre para las comadres del
pueblo que desde ese día no se volvió a ver al
sacristán ni vivo ni pintado, ni a tener noticia de
él, como si la tierra se lo hubiera tragado.
La verdad es que en el espíritu del buen religioso
habíanse despertado ciertos escrúpulos, a los que
daba mayor pábulo la repentina desaparición del
sacristán. Entre ceja y ceja clavósele al cura la
idea de que el indio había sido el demonio en carne y
hueso, y por ende regalo del infierno el oro y plata gastados en
obsequiar al visitador y su comitiva. ¡Digo, si su
paternidad tenía motivo y gordo para perder la
chabeta!
Y a tal punto llegó su preocupación y tanto
melancolizósele el ánimo, que se encaprichó
en morirse, y a la postre le cantaron gori-gori.
En el archivo de los frailes de Ocopa hay una declaración
que prestó moribundo sobre los tesoros que el diablo le
hizo ver. El Maldito lo había tentado por la vanidad y la
codicia.
Existe en San Jerónimo la casa de Catalina Huanca. El
pueblo cree a pie juntillas que en ella deben estar escondidas en
un subterráneo las fabulosas riquezas de la cacica, y aun
en nuestros tiempos se han hecho excavaciones para impedir que
las barras de plata se pudran o críen moho en el encierro.