La iglesia de las monjas mónicas, en Chuquisaca,
resplandecía de luces, y nubes de incienso, quemado en
pebeteros de plata, entoldaban la anchurosa nave
Cuanto la entonces naciente nacionalidad boliviana tenía
de notable en las armas y en las letras, la aristocracia de los
pergaminos y la del dinero, la belleza y la elegancia, se
encontraba congregado para dar mayor solemnidad a la
fiesta.
Allí estaba el vencedor de Ayacucho, Antonio José
de Suero, en el apogeo de su gloria y en lo más lozano de
la edad viril, pues sólo contaba treinta y dos
años.
En su casaca azul no abundaban los bordados de oro, como en las
de los sainetescos espadones de la patria nueva, que van, cuando
se emperejilan, como dijo un poeta:
«tan tiesos, tan fichados y formales,
que parecen de veras generales».
Sucre, como hombre de mérito superior, era modesto hasta
en su traje, y rara vez colocaba sobre su pecho alguna de las
condecoraciones conquistadas, no por el favor ni la intriga, sino
por su habilidad estratégica y su incomparable denuedo en
los campos de batalla, en quince años de
titánica lucha contra el poder militar de
España.
Rodeaban al que en breve debía ser reconocido como primer
presidente constitucional de Bolivia: el bizarro general
Córdova, cuya proclama de elocuente laconismo ¡arma
a discreción y paso de vencedores! vivirá mientras
la historia hable del combate que puso fin al dominio castellano
en Sud-América; el coronel Trinidad Morán, el bravo
que en una de nuestras funestas guerras civiles fue fusilado en
Arequipa, en diciembre de 1854, precisamente al cumplirse los
treinta años de la acción de Matará, en que
su impávido valor salvara al ejército patriota de
ser deshecho por los realistas; el coronel Galindo, soldado audaz
y entendido político que, casado en 1826 en Potosí,
fue padre del poeta revolucionario Nestor Galindo, muerto en la
batalla de la Cantería; sus ayudantes de campo, el fiel
Alarcón, destinado a recibir el último suspiro del
justó Abel victimado vilmente en las montañas de
Berruecos, y el teniente limeño Juan Antonio Pezet,
muchacho jovial, de gallarda apostura, de cultas maneras,
cumplidor del deber y que, corriendo los tiempos, llegó a
ser general y presidente del Perú.
Aquel año 26 Venus tejió muchas coronas de mirto.
De poco más de cien oficiales colombianos que
acompañaron a Sucre en la fiesta de las monjas
mónicas, cuarenta pagaron tributo al dios Himeneo en el
espacio de pocos meses. No se diría sino que los
vencedores en Ayacucho llevaron por consigna:
«¡Guerra a las bolivianas!»
Por entonces un magno pensamiento preocupaba a Bolívar,
hacer la independencia de la Habana; y para realizarla contaba
con que México proporcionaría un cuerpo de
ejército que se uniría a los ya organizados en
Colombia, Perú y Bolivia. Pero la Inglaterra se
manifestó hostil al proyecto, y el Libertador tuvo que
abandonarlo.
Los argentinos se preparaban para la guerra que se presentaba
como el inminente con el Brasil; y conocedores de la ninguna
simpatía de Bolívar por el imperio americano,
enviaron al general Alvear a Bolivia, con el carácter de
ministro plenipotenciario, para que conferenciase con Sucre y con
el Libertador, que acababa de emprender su triunfal paseo de Lima
a Potosí. Bolívar, aunque preocupado a la
sazón con la empresa cubana, no desdeñó las
proposiciones del simpático Alvear; pero teniendo que
regresar a Perú y sin tiempo para discutir,
autorizó a Sucre para que ajustase con el plenipotenciario
las bases del pacto.
Don Carlos María de Alvear es una de las más
prominentes personalidades de la revolución argentina.
Nacido en Buenos Aires y educado en España, regresó
a su patria con la clase de oficial de las tropas reales en
momento oportuno para encabezar con San Martín la
revolución de octubre del año 12. Presidente de la
primera asamblea constituyente, fue él quien propuso en
1813 la primera ley que sobre libertad de esclavos se ha
promulgado en América. En la guerra civil que
surgió a poco, Alvear, apoyado en la prensa por
Monteagudo, asumió la dictadura, y la ejerció hasta
abril de 1815 en que el Cabildo de Buenos Aires lo depuso y
desterró. Con varia fortuna, vencido hoy y vencedor
mañana, hizo casi toda la guerra de independencia. Ni es
nuestro propósito ni la índole de esta leyenda nos
permite ser más extensos en noticias históricas.
Nos basta con presentar el perfil del personaje.
Soldado intrépido, escritor de algún brillo,
político hábil, hombre de bella y marcial figura,
desprendido del dinero, de fácil palabra, de vivaz
fantasía, como la generalidad de los bonaerenses, e
impetuoso, así en las lides de Marte como en las de Venus,
tal fue Don Carlos María de Alvear. Falleció en
Montevideo en 1854, después de haber representado a su
patria en Inglaterra y Estados Unidos.
La misión confiada a Alvear cerca de Sucre habría
sido fructífera, si entre los que acompañaron al
fundador de Bolivia en la iglesia de las monjas mónicas no
se hubiera hallado el diplomático argentino.
¿Quién es ella? Esta ella va a impedir alianzas de
gobiernos, aplazar guerra y... lo demás lo sabrá
quien prosiga leyendo.
II
Las notas del órgano sagrado y el canto de las monjas
hallaban eco misterioso en los corazones. El sentimiento
religioso parecía dominarlo todo.
Sucre y su lucida comitiva de oficiales en plena juventud, pues
ni el general Córdova podía aún lanzar el
desesperado apóstrofe de Espronceda, ¡malditos
treinta años!, ocupaban sitiales y escaños a dos
varas de la no muy tupida reja del coro.
Gran tentación fue aquella para los delicados nervios de
las esposas de Jesucristo. Mancebos gentiles, héroes de
batallas cuyas acciones más triviales adquirían
sabor legendario al ser relatadas por el pueblo, tenían
que engrandecerse y tomar tinte poético en la
fantasía de esas palomas, cuyo apartamiento del siglo no
era tanto que hasta ellas no llegase el ruido del mundo
externo.
Hubo un momento en que una monja que ocupaba reclinatorio vecino
al de la abadesa, entonó un himno con la voz más
pura, fresca y melodiosa que oídos humanos han podido
escuchar.
Todas las miradas se volvieron hacia la reja del coro.
El delicioso canto de la monja se elevaba al cielo; pero sus
ojos, al través del tenue velo que la cubría el
rostro y acaso su espíritu, vagaban entre la multitud que
llenaba el templo. De pronto y de en medio del brillante grupo,
oficial, levantose un hombre de arrogantísimo aspecto, en
cuya casaca recamada de oro lucían los entorchados de
general, asiose a la reja del coro, lanzó atrevida mirada
al interior, y olvidando que se hallaba en la casa del
Señor, exclamó con el entusiasme con que en un
teatro habría aplaudido a una prima-donna:
-¡Canta como un ángel!
¿La monja oyó o adivinó la
galantería? No sabré decirlo; pero levantó
un extremo del velo, y los ojos de aquel hombre y los suyos se
encontraron.
Cesó el canto. El Satanás tentador se apartó
entonces de la reja, murmurando: «¡Hermosa,
hermosísima!», y volvió a ocupar su asiento a
la derecha de Sucre.
Para los más, aquello fue una irreverencia de libertino; y
para los menos, un arranque de entusiasmo
filarmónico.
Para las monjitas, desde la abadesa a la refitolera, hubo tema no
sé si de conversación o de escándalo.
Sólo una callaba, sonreía y... suspiraba.
III
La revolución de 1809 en Chuquisaca contra el presidente
de la Audiencia García Pizarro, hizo al doctor Serrano,
impertérrito realista, contraer el compromiso de casar a
su hija Isabel con un acaudalado comerciante que lo amparara en
los días de infortunio. En 1814 cumplió Isabel sus
diez y siete primaveras, y fue esa la época escogida por
el doctor Serrano para imponer a la niña su voluntad
paterna; pero la joven, que presentía el advenimiento del
romanticismo, se revelaba contra todo yugo o tiranía.
Además, era el novio hombre vulgar y prosaico, una especie
de asno con herrajes de oro; y siendo la chica un tanto
poética y soñadora, dicho está que, antes de
avenirse a ser, no diré la media naranja dulce, pero ni el
limón agrio de tal mastuerzo, haría mil y una
barrabasadas. El padre era áspero de genio y muy montado a
la antigua. El viejo se metió en sus calzones y la
damisela en sus polleritas. «O te casas o te enjaulo en un
convento», dijo su merced. «Al monjío me
atengo», contestó con energía la doncella. Y
no hubo más. Isabel fue al monasterio de las
mónicas, y en 1820 se consumó el suicidio moral
llamado monjío.
Como Isabel había profesado sin verdadera vocación
por el claustro, como el ascetismo monacal no estaba encarnado en
su espíritu, y como la regla de las mónicas en
Chuquisaca no era muy rigurosa, nuestra monjita se economizaba
mortificaciones, asimilando, en lo posible, la vida del convento
a la del siglo. Vestía hábito de seda y entre las
anchas mangas de su túnica dejábase entrever la
camisa de fina batista con encajes.
En su celda veíanse todos los refinamientos del lujo
mundano, y el oro y la plata se ostentaban en cincelados
pebeteros y artística vajilla. Dotada de una voz
celestial, acompañábase en el clave, la vihuela o
el arpa, que era hábil música, cantando con suma
gracia cancioncitas profanas en la tertulia que de vez en cuando
la permitía dar la superiora, cautivada por el talento, la
travesura y la belleza de Isabel. Esas tertulias eran verdaderas
fiestas, en las que no escaseaban los manjares y las más
exquisitas mistelas y refrescos.
Pocos días después de la fiesta del año
nuevo, fiesta que había dejado huella profunda en el alma
de la monja, se le acercó la demandadera del convento,
seglar autorizada en ciertos monasterios de América para
desempeñar las comisiones callejeras, y la
guiñó un ojo como en señal de que algo muy
reservado tenía que comunicarla. En efecto, en el primer
momento propicio puso en manos de Isabel un billete. La hermana
demandadera era una celestina forrada en beata; es decir, que
pertenecía a lo más alquitarado del gremio de
celestinas.
La joven se encerró en su celda, y leyó:
«Isabel, te amo, y anhelo acercarme a ti. Las ramas de un
árbol del jardín caen fuera del muro del convento y
sobre el tejado de la casa de un servidor mío. ¿Me
esperarás esta noche después de la
queda?»
Isabel se sintió desfallecer de amor, como si hubiera
apurado un filtro infernal, con la lectura de la carta del
desconocido.
¡Desconocido! No lo era para ella. La chismografía
del convento la había hecho saber que su amante era el
general Don Carlos María de Alvear, el prestigioso dictador
argentino en 1814, el rival de Artigas y San Martín, el
vencedor de los españoles en varias batallas, el
plenipotenciario, en fin, de Buenos Aires cerca del gobierno de
Bolivia.
Antes de ponerse el sol recibía Alvear uno de esos
canastillos de filigrana con la perfumada mixtura de flores que
sólo las monjas saben preparar.
La demandadera, conductora del canastillo, no traía carta
ni mensaje verbal. El galán la obsequió, por
vía de alboroque, una onza de oro. Así me gustan
los enamorados, rumbosos y no tacaños.
Alvear examinó prolijamente una flor y otra flor, y en una
de las hojas de un nardo alcanzó a descubrir, sutilmente
trazada con la punta de un alfiler, esta palabra:
Sí.
IV
Durante dos días Alvear no fue visto en las calles de
Chuquisaca.
Urgía a Sucre hablar con él sobre unos pliegos
traídos por el correo, y fue a buscarlo en su casa; pero
el mayordomo le contestó que su señor estaba de
paseo en una quinta a tres leguas de la ciudad. ¡Vivezas de
buen criado!
Amaneció el tercer día, y fue de bullanga
popular.
La superiora de las mónicas acababa de descubrir que un
hombre había profanado la clausura. Cautelosamente
echó llave a la puerta de la celda, dio aviso al
gobernador eclesiástico y alborotó el
gallinero.
El pueblo, azuzado en su fanatismo por algunos frailes realistas,
se empeñaba en escalar muros o romper la cancela y
despedazar al sacrílego. Y habríase realizado
barbaridad tamaña, si llegando la noticia del tumulto a
oídos de Sucre no hubiera éste acudido en el acto,
calmado sagazmente la exaltación de los grupos y rodeado
de tropa el monasterio.
A las diez de la noche, y cuando ya el vecindario estaba
entregado al reposo, Sucre, seguido de su ayudante el teniente
Pezet, y acompañado del gobernador eclesiástico,
fue al convento, platicó con la abadesa y monjas
caracterizadas, las aconsejó que echasen tierra sobre lo
sucedido, y se despidió llevándose al Tenorio
argentino.
Un criado, con un caballo ensillado, los esperaba a media cuadra
del convento.
Alvear estrechó la mano de Sucre, y le dijo:
-Gracias, compañero. Vele por Isabel.
-Vaya usted tranquilo, general -contestó el héroe
de Ayacucho;- que mientras yo gobierne en Bolivia, no
consentiré que nadie ultraje a esa desventurada
joven.
Alvear le tendió los brazos y lo estrechó contra su
corazón, murmurando:
-¡Tan valiente como caballero! ¡Adiós!
Y saltando ágilmente sobre el corcel, tomó el
camino que lo condujo a la patria argentina, y un año
después, el 20 de febrero de 1827, a coronar su frente con
los laureles de Ituzaingó.
En el tomo I de las Memorias de O'Leary, publicado en 1879,
hallamos una carta del mariscal Sucre a Bolívar, fechada
en Chuquisaca el 27 de enero de 1826, y de la cual, a guisa de
comprobante histórico de esta aventura amorosa, copiaremos
el acápite pertinente: «El general Alvear
salió el 17. Debo decir a V., en prevención de lo
que pudiera escribírsele por otros, que este señor
tuvo la imprudencia de verificar su entrada en las
mónicas, y sorprendido por la superiora, tuve yo que poner
manos en el asunto para evitar escándalos. Pude hacer que
saliese sin que la cosa hiciese gran alboroto; pero no hay
títere en la ciudad que no esté impuesto del
hecho».