Entre Don Sebastián de Aliaga, marqués de Celada de
la Fuente, y su hermano Don Juan José de Aliaga,
marqués de Fuentehermosa, existía allí por
los años de 1815 grave desavenencia. Los hermanos no
sólo no se visitaban, sino que aun al encontrarse en la
calle esquivaban el saludo.
No era todo esto porque los Aliagas se odiasen, sino por
complacer a sus respectivas consortes, que no sabemos por
qué femenil quisquilla se profesaban mutua inquina.
El Don Sebastián, que a su título de marqués
añadía el de conde de Lurigancho,
desempeñaba el empleo hereditario de contador de la real
casa de Moneda. A las nueve de la mañana, después
del desayuno, subía al coche tirado por cuatro mulas y
encaminábase a la oficina, donde permanecía hasta
la una, hora en que terminaban las labores. Volvía a
montar en su coche, apeábase a la puerta de un
cajón de Ribera, donde ya lo esperaban los tertulios, que
eran personajes de la nobleza y frailes de campanillas, y
pasábase allí hora y media de charla, amenizada con
una tanda de chaquete, juego de moda a la sazón. Tan luego
como el esquilón de la catedral empezaba a llamar a coro a
los canónigos, despedíase el conde de San Juan de
Lurigancho, y siempre en coche regresaba a su casa, situada en la
calle de Palacio.
En 1815 su hermano el marqués de Fuentehermosa
encontrábase de los hombres más apurados como se
dice. Era el caso que Don Pablo de Avellafuerte, caballero de
mucho fuste, le había pedido la mano de su hija
Doña Rosa, y el señor Don Juan José no
podía decidirse a otorgársela sin previo acuerdo
con su hermano Don Sebastián, que era el mayorazgo. La
cuestión era de lo más grave que podía
presentarse para un hidalgo de esos tiempos. No por el gusto de
casar a la hija había de entroncarse con quien los de su
linaje rechazaran.
El de Fuentehermosa no quería ir a casa de la
cuñada por evitarse la humillación, según
él creía, de saludar a ésta. Tampoco
tenía voluntad para escribir a su hermano, porque el
asunto no era para tratarlo por cartas. Decidiose, pues, a
abordar a Don Sebastián en terreno neutral, y al efecto
anduve un día paseando del Portal a la Ribera, en acecho
de momento oportuno para entrar en plática con el de
Celada de la Fuente.
En el instante que éste daba fin a su obligada tanda de
chaquete, apareciose Don Juan José.
-¡Salud, caballeros! ¿Cómo estás,
hermano?
-Así, así hermano..., algo achacosillo
-contestó Don Sebastián.
-Pues con venia de estos señores -continuó Don Juan
José-, vengo a consultarte si como jefe de la familia
encuentras causa de oposición para el matrimonio de tu
sobrina Rosa con Avellafuerte.
-Hombre, me parece bien pensado que cases a la muchacha con don
Pablo. Es un caballero a las derechas, y me congratulo de que
entre en la familia.
-Pues entonces, hermano, no hay más que hablar. ¡A
la paz de Dios, caballeros!
Dio el de Fuentehermosa la mano al mayorazgo, despidiose de los
tertulios y salió del cajón de Ribera.
Don Sebastián quedose cavilando en que la conducta de su
hermano tenía mucho de altiva; pues no era en la calle, en
casa de un extraño, en una tienda pública, en fin,
en donde debió buscarlo para hablarle de uno de esos
asuntos de familia a que la gente de sangre azul daba tan subida
importancia. Después de cavilarlo mucho, resolvió
el de Celada de la Fuente darle una leccioncita al de
Fuentehermosa, y montando en su coche, dirigiose a la casa de
éste, que era la que formaba el ángulo de las
calles de San José y Santa Apolonia.
-Mi hermano ha debido buscarme en mi casa -murmuraba- y no en el
cajón de Ribera. Con esta conducta ha querido darme a
entender que me estoy encanallando. Ahora voy a chantarle cuatro
frescas.
Al llegar a la casa preguntó por su amo al fámulo o
portero, y éste le lijo que Don Juan José no
vendría hasta la noche, pues estaba de convite donde don
Pablo Avellafuerte.
El mayorazgo de los Aliagas sacó del bolsillo de su casaca
una tarjeta y escribió en ella con lápiz:
José Sebastián de Aliaga,
cajonero de Ribera,
humilde con los humildes,
soberbio con la soberbia.
Tal fue la espiritual tarjeta de visita que el conde de
Lurigancho dejó en casa de su atrabilario hermano.