Doña Francisca Zubiaga, esposa del general D.
Agustín Gamarra, fue mujer que en lo política y
guerrera no cedía punto a Catalina de Rusia. Si en los
tiempos del coloniaje nos gobernó por diez meses la
virreina doña Ana de Borja y Aragón, en los tiempos
de la República, y como para que nada tuviéramos
que envidiar a aquellos, también hubo mujer que nos
pusiera a los limeños las peras a cuarto. Si la virreina
logró organizar expediciones bélicas contra los
piratas, doña Francisca en más de una
ocasión supo vestir el uniforme de coronel de dragones y
ponerse a la cabeza del ejército. La presidenta fue lo que
se llama todo un hombre.
Parece que doña Francisca no aguantaba muchas pulgas; pues
es fama que cuando la mostaza se le subía a las narices,
repartía bofetones y chicotillazos entre los militares
insubordinados, o hacía aplicar palizas de padre y muy
señor mío, a los periodistas que osaban decir,
¡habrá desvergüenza!, en letras de molde: La
mujer sólo manda en la cocina.
Pero si doña Francisca no sabía zurcir un
calcetín, ni aderezar un guisado, ni dar paladeo al nene
(que no lo tuvo), en cambio era hábil directora de
política; y su marido, el presidente, seguía a
cierra ojos las inspiraciones de ella.
A fines de 1833 hallábase reunida en Lima la
Convención, convocada para dar sucesor a Gamarra, quien se
interesaba en favor del general don Pedro Bermúdez.
Doña Francisca manejaba los bártulos, y con tanta
destreza, que el partido de oposición casi perdía
la esperanza de sacar triunfante a su candidato, que era el
general Don José Luis de Orbegoso. Ochenta y cinco
diputados formaban la Convención, y doña Francisca
decía sin embozo que contaba con cuarenta votos de
barreta, o sea representantes palaciegos, a quienes ella daba la
consigna u orden del día, amén de los diputados
cubileteros, que no bajaban de doce.
Inútil es decir que el pueblo, como siempre sucede,
simpatizaba con la oposición. Las limeñas sobre
todo, por antagonismo con la Zubiaga, que era hija del Cuzco,
hacían cruda guerra a Bermúdez, y trabajaban en
favor de Orbegoso, que era un buen mozo a carta cabal. La moda
era ser orbegosista. Los pueblos son puro espíritu de
contradicción. Basta que el gobierno diga pan y caldo para
que los gobernados se emberrechinen en sostener que las sopas
indigestan. Por lo mismo que Gamarra era bermudista, el
país tenía que ser orbegosista.
O hay lógica o no hay lógica. Hable la historia
contemporánea.
De moda estuvo ser vivanquista en los primeros tiempos del
Directorio, y castillista antes de la Palma, y pradista cuando la
guerra con la madrastra, y baltista en el interregno de Canseco,
y pardista cuando Dios fue servido, y huascarista cuando los
gringos vinieron en pos de triunfo barato y se hallaron con la
horma de su zapato... Ya veremos con qué otro ista se nos
descuelga en breve la moda.
Digresión aparte, llegó el viernes 20 de diciembre
de 1833, día señalado por la Convención para
elegir presidente provisorio; y desde que amaneció Dios,
andaba la gente de política que no le llegaba la camisa al
cuerpo; y palacio era un jubileo de entradas y salidas de
diputados ministeriales; y el ejército estaba sobre las
armas; y la oposición tenía conciliábulos en
casa de Luna-Pizarro y de Vigil; y la ciudad, en fin, era un
hervidero, un panal de abejas alborotadas.
A las dos de la tarde, hora en que precisamente estaban los
diputados haciendo la elección, asomose doña
Francisca al balcón de palacio fronterizo al arco del
Puente, donde en un tiempo se leía en letras de relieve:
Dios y el Rey, leyenda que habría sido más
democrática reemplazar con esta otra: Dios y la Ley. Pero
es la cosa que a los presidentes se les haría cargo de
conciencia tener a esa señora Ley tan cerca de palacio y
expuesta a violación perpetua, y cata el por qué
mandaron poner la acomodaticia y nada comprometedora
inscripción que hoy existe: Dios y la Patria.
¡Bobalicones! Concertadme estas razones.
Respiraba doña Francisca la vespertina brisa, cuando en el
atrio iglesia de los Desamparados presentose uno de esos
buhoneros o vendedores ambulantes que pululan en todas las
capitales. Era éste un pobre diablo, muy popular en Lima,
que recorría la ciudad llevando un maletón, especie
de arca de Noé por la variedad de artículos en
él encerrados. Tenía nuestro hombre ribetes de
consonantero, a juzgar por el siguiente pregón con que
anunciaba la venta al menudeo.
«Ovillos de hilo y agujas,
para las niñas bonitas y las viejas brujas;
tinteros de cuerno y plumas de ganso,
para los que tienen genio manso;
tijeritas y alfileres,
para que corten y pinchen las mujeres;
pañuelos de pallacate y de hilo,
para sonarse hasta echar el quilo;
medias, cintas y botones,
para cabras y cabrones;
frascos de agua de Colonia»
para... muestra basta y sobra. Suprimo, por subidos de color, los
demás versos del pregón. Viven y beben en Lima
muchísimas personas que los saben de memoria. Ocurra a
ellas el lector curioso.
Doña Francisca oyó, sonriéndose, toda la
retahíla, hasta que el baratijero parose frente al
balcón, y mirando a la presidenta (que, entre
paréntesis sea dicho, era bellísima mujer) la
dirigió, no una galantería, sino esta grosera
copla:
«Seis veces seis treinta y seis.
Fuera de los nueve nada.
La cuenta queda ajustada.
Gran puerca, ya lo sabéis».
La señora se retiró del balcón murmurando:
«Ya te ajustaré otra cuenta, canalla,» y
añadió, dirigiéndose según unos al
coronel Arrisueño y según otros a su mayordomo.
«¡Seis por seis son treinta y seis! Pues que le den
tres docenas».
Los criados de doña Francisca se apoderaron del insolente,
lo llevaron al patio de palacio, lo ataron a un
cañón o poste y le aplicaron treinta y seis bien
sonados zurriagazos.
II
Pocos minutos después llegaba a Palacio el coronel
Escudero, y lo participó a doña Francisca que
Orbegoso acababa de ser proclamado presidente por cuarenta y
siete votos.
Bermúdez sólo obtuvo treinta y seis votos.
El baratijero había ajustado bien la cuenta; pero no
contó con que doña Francisca entendía la
aritmética del zurriago.