-¡Cómo, señor cronista!
¿También tiene usted tela que cortar en el ejecutor
de altas obras, como llaman los franceses al verdugo? -Sí,
lectores míos. En un siglo en que Enrique Sansón ha
escrito la historia de su familia, y con ella la de los
señores de París desde 1684 hasta 1847, no
sé por qué no ha de salir a la plaza la del
último pobre diablo que ejerció entre nosotros tan
sangriento oficio. Más feliz y adelantado en esto que la
vieja Europa, el Perú abolió el cargo de verdugo
titular con el postrer grano de pólvora quemado en el
campo de Ayacucho.
I
Al caer de la tarde del día 24 de enero del año
1795 recorrían las calles de Lima algunos jóvenes,
pertenecientes a familias aristocráticas, precedidos de un
esclavo vestido de librea. El traje de los jóvenes era
casaca de terciopelo negro con botones de oro, sombrero de
puntas, calzón corto, medias de seda, de las llamadas de
privilegio, atadas con cintas de Guamanga, y zapato de hebilla
con piedras finas. Así lucíanse bien torneadas
pantorrillas, que hoy harían la desesperación de
ciertos personajes, que pasarán al panteón de la
historia por lo famoso en ellos de esa prenda corporal. Cruzaba
el pecho de los jóvenes, sobre camisa de pechuguilla
encarrujada, una banda de riquísima cinta de aguas, donde,
bordada en letras de oro, se leía la palabra
Caridad.
El esclavo que acompañaba a cada socio de esa humanitaria
cofradía iba con la cabeza descubierta, llevando en una
mano una salvilla o fuente de plata, y en la otra una campanilla
del mismo metal, que hacía sonar de rato en rato,
pronunciando en clamoroso y pausado acento estas palabras:
«¡Hagan bien para hacer bien por el alma de los que
van a ajusticiar!».
Y las encopetadas damas, a quienes caía en gracia
más el aspecto del galán postulante que el motivo
de la demanda, echaban un reluciente escudo de oro en el azafate,
o por lo menos un peso duro, y la gentuza, por no desairar al
niño que era el pedigüeño, depositaba
también la ofrenda de un real o de una columnaria.
La limosna que en oportunidad tal recogían los hermanos de
Caridad se empleaba en alimentar opíparamente al reo
durante las cuarenta y ocho horas de capilla, satisfacer sus
antojos, hacerle un decente funeral y, si sobraba algún
dinerillo, en misas y sufragios. Además, de esta limosna
se entregaban a la víctima cuatro pesos, la que
humildemente los pasaba a manos del verdugo como precio del
cáñamo destinado a ponerle el pescuezo en
condición de no usar otra corbata.
El cargo de verdugo en Lima estaba miserablemente rentado; pues
sus emolumentos se reducían a diez pesos al mes, valor del
arrendamiento de un cajón de Ribera, cuyo número
evitamos designar por no traer desazones y escrúpulos a su
actual locatario y que, si pelecha, diga la murmuración
que en la heredad del verdugo se encontró un pedazo de
cuerda de ahorcado, receta infalible para hacer fortuna.
Cinco eran los reos que en esa tarde se hallaban en capilla para
ser ajusticiados al siguiente día. Cuatro de ellos eran
zarcillos que la horca hacía tiempo reclamaba; pues
tenían en la conciencia el fardo de algunas muertes,
hechas con alevosía y en despoblado, amén de no
pocos robos y otros crímenes de entidad. El quinto era un
negro esclavo, mocetón de veinte años, zanquilargo
y recio de lomos, fuerte como un roble y feo como el pecado
mortal. Habiéndose insolentado un día con sus amos,
éstos lo mandaron, por vía de corrección, al
amasijo de la panadería de Santa Ana, cuyo mayordomo
gozaba de neroniana reputación. Hacía trabajar a
los infelices esclavos que por su cuenta caían, con
grillete al pie, medio desnudos y descargándoles sobre las
espaldas tan furibundos rebencazos que dejaban impresos en ellas
anchos y sanguinolentos surcos.
Cuando el insubordinado negro recibió el primer agasajo en
las posaderas, se volvió hacia el mayordomo y le dijo:
«No dé usted tan fuerte, Don Merejo, y ¡cuenta
conmigo, que mi genio no es de los muy aguantadores!». Pero
Don Hermenegildo, que así se llamaba el mayordomo, y que
era hombre acostumbrado a despreciar amenazas, le duplicó
la ración de látigo; y, sea por tirria o por
congraciarse con los amos del negro, no dejaba pasar día
sin arrimarle una felpa. Ya porque amasaba de prisa, ya porque
era remolón, ello es que ni frío ni caliente
contentaba a Don Merejo.
Una noche llegó el esclavo a desesperarse, y en un abrir y
cerrar de ojos, lanzándose sobre el mostrador donde
lucía el cuchillo con que don Hermenegildo acostumbraba
cortar hogazas, lo hundió hasta el mango en el pecho del
mayordomo.
Don Hermenegildo era español y de muchos compadrazgos en
Lima. Su muerte fue muy sentida y extremada la indignación
pública contra el asesino. Pancho Sales, que tal era el
nombre de éste, no encontró valedores, y fue
condenado a morir en la horca en compañía de los
cuatro bandidos.
A las siete de la noche la calle de la Pescadería estaba
tan repleta de gente que, como se dice, no había donde
echar un grano de trigo. Era la hora en que la comunidad de los
padres dominicos, trayendo el estandarte de San Pedro Armengol,
debía venir a la capilla de la cárcel de corte y
cantar los credos a los sentenciados, quienes, según
costumbre, tenían que oír el canto llano tendidos
sobre unas bayetas negras. Para asistir a esa especie de funeral
anticipado y contemplar de cerca a los desventurados reos,
llovían los empeños a los oidores y cabildantes, y
las más lindas muchachas eran las más afanosas por
oír los fatídicos credos. Pero aquella noche se
quedaron con los crespos hechos, y dadas las diez, tuvieron que
retirarse de la capilla con el avinagrado gesto de quien va al
teatro y se encuentra con que no hay función por
enfermedad de la dama o del tenor.
Los dominicos no se presentaron en la cárcel, y no
faltó quien murmurase por lo bajo que esto era burlarse
del respetable público.
La verdad era que la ejecución se aplazaba porque acababa
de morir Grano de Oro, importantísimo personaje cuyo
fallecimiento bastaba para entorpecer la marcha de la
justicia.
-Pero, señor, ¿quién es Grano de Oro?
¡Yo exijo que me presente usted a Grano de Oro! ¡Yo
quiero conocer a Grano de Oro! ¡Que me traigan a Grano de
Oro! - Calma, lectores míos, que un cronista no es saco de
nueces para vaciarse de golpe, y como quien toma aliento,
conviene abrir aquí un paréntesis para borronear un
par de carillas sobre historia.
II
Bajo tristes auspicios entró en Lima el 25 de marzo de
1790 el excelentísimo Sr. bailío Don frey Francisco
Gil de Taboada, Lemus y Villamarín, natural de Galicia,
caballero gran cruz de la sagrada religión de San Juan,
comendador del puente Orvigo, del Consejo de su majestad y
teniente general de la real armada. El pueblo se hallaba
dolorosamente impresionado porque en la noche del lunes 22 de
marzo un horroroso incendio había destruido la iglesia
parroquial de Santa Ana, cuya reedificación se
terminó en los primeros años de este siglo.
Humeantes aún los escombros del templo, mal podían
los ánimos estar bien dispuestos para agasajar al nuevo
virrey, que acababa de servir igual cargo en Nueva Granada.
La administración del bailío Gil y Lemus,
trigésimo quinto virrey, fue fecundísima en bienes
para el Perú. El comercio prosperó infinito, pues
en sus cinco años de mando la importación
alcanzó a veintinueve millones y la exportación
subió a treinta y dos millones.
El vecindario de Lima envió a España en diversos
donativos voluntarios (?) crecidas sumas para hacer la guerra a
los terroristas de la república francesa, y los galeones
llevaron para el real tesoro más de cinco millones de
pesos.
Gil y Lemus mandó practicar un escrupuloso censo de Lima,
que dio por resultado contarse en el área que circundaban
las murallas 52.627 habitantes distribuidos en 3.941 casas.
Pero la mejor página del gobierno de este virrey la forma
el entusiasta apoyo que prestó a las letras. En 1.º
de octubre de 1792 salía a luz bajo el título de
Diario erudito la primera hoja de este carácter que hemos
tenido, y poco tiempo después se fundaba el famoso
Mercurio peruano. En 1793 Don Hipólito Unanue, costeando el
Estado la impresión, daba a la estampa la Guía de
forasteros, que continuó en los años siguientes,
libros llenos de curiosos datos, muy apreciados hoy por los que
nos consagramos al estudio de los tiempos coloniales. El poeta de
las adivinanzas, Don Esteban de Terralla y Landa, colaboraba
activamente en el Diario de Lima; y el padre Diego Cisneros (que
dio su nombre a la calle llamada hoy del padre Jerónimo),
ilustradísimo sacerdote español, desterrado de
Madrid por lo avanzado de sus ideas políticas, daba a
conocer en un pequeño círculo de amigos
íntimos las obras de los enciclopedistas. El padre
jeronimita sembraba la semilla que un cuarto de siglo más
tarde dio por fruto la República. Los padres Narciso
Girval y Barceló y Manuel Sobreviela, evangélicos
misioneros, enviaron al Mercurio peruano notables descripciones y
mapas importantes de las montañas. En nuestra época
son, estos trabajos consultados con avidez, siempre que se pone
en el tapete alguna cuestión de límites.
Llamado por Carlos IV, Gil y Lemus abandonó Lima el 2 de
octubre de 1796, habiendo pocos meses antes entregado el mando a
O'Higgins. Llegado a España, lo nombró el rey
ministro de Estado, creemos que en el ramo de Marina, y
murió en 1810, muy pesaroso por haber sido uno de los
miembros de la regencia que contribuyó a que
Napoleón dominase en la metrópoli.
III
Grano de Oro era un negrito casi enano, regordete y patizambo,
gran bebedor e insigne guitarrista. Habiendo en cierta
ocasión sorprendido a su coima en flagrante gatuperio,
cortó por lo sano, plantando a la hembra y al rival tan
limpias puñaladas que no tuvieron tiempo para decir ni
Jesús, que es bueno. La justicia lo puso entre la espada y
la pared, obligándolo a escoger entre la horca y el empleo
de verdugo, vacante a la sazón. Grano de Oro, que
tenía mucha ley a su pescuezo, aceptó el empleo.
Pero el pícaro no lo desempeñaba en conciencia,
sino perramente; pues desde que se le anunciaba que había
racimo que colgar y que fuese alistando los chismes del oficio,
se entregaba a una crápula tan estupenda que, llegado el
momento de ejercer sus altas funciones, no había sujeto,
es decir, verdugo. Los pobres reos sufrían con él
un prolongado ahorcamiento, una agonía espantosa. Grano de
Oro carecía de destreza para hacer un buen nudo
escurridizo y nunca daba con garbo y oportunidad la pescozada. La
Audiencia vivía descontenta con él, y si no
procuraba reemplazarlo era porque el destino nada tenía de
prebenda codiciable.
En la mañana del 23 de enero un alguacil avisó por
superior encargo a Grano de Oro que el 25, a las once del
día, tendría que apretar la nuez a cinco
pájaros de cuenta. Nunca se las había visto
más gordas en ocho años que contaba de verdugo, y
lo extraordinario del caso lo comprometía a que fuese
también extraordinaria la bebendurria. Y fuelo tanto que,
como el buen artillero al pie del cañón, Grano de
Oro cayó redondo y para más no levantarse al pie de
una botija de guarapo.
La repentina muerte del verdugo trajo gran agitación entre
los golillas. No había quien quisiese reemplazarlo, y los
reos llevaban trazas de pudrirse en la cárcel. Por fin,
sus señorías resolvieron, como último
expediente, ver si alguno de los condenados consentía en
ajusticiar a sus compañeros y salvar la vida aceptando
como titular el aperreado cargo.
Por su parte, los cinco criminales, que tenían noticia de
los atrenzos en que se hallaban los jueces, se juramentaron un
día en misa, a tiempo que el sacerdote levantaba la
sagrada Hostia, para rechazar la propuesta. «Así
-pensaban- no encontrando la justicia sustituto para el difunto
Grano de Oro y no pudiendo darse el gusto de verlos hacer
zapatetas en el vacío, tendría que conmutarles la
pena de muerte con la de presidio en Chagres o Valdivia. Lo que
importa por el momento -se dijeron- es salvar el número
uno; que en cuanto a la libertad, demos tiempo al tiempo y Dios
proveerá».
Al cabo un alcalde del crimen, acompañado de escribanos y
corchetes, llegó a la prisión e hizo la propuesta a
cuatro de los condenados, que contestaron como aquel enemigo del
matrimonio a quien junto al cadalso le prometieron perdón,
con tal de que se casase con una muchacha, y dijo al verdugo:
«¡Arre, hermano, que renguea!». El muy bellaco
era de paladar delicado. Los sentenciados respondieron
rotundamente: «La disyuntiva es tal, señor alcalde,
que preferimos la ene de palo».
Desesperanzado el alcalde ante la negativa de los cuatro avezados
criminales, más por llenar la fórmula que porque
aguardase favorable acogida, dirigió la palabra al
último de los reos, que era precisamente el iniciador de
la idea de juramentarse en presencia de la Hostia consagrada.
Pero hecha la pregunta, se le oyó con general sorpresa
decir:
-Compañeros: cada uno de ustedes debe tres muertes por lo
menos y debía estar ahorcado tres veces. Yo sólo
una vez he tenido mala mano, y esa miseria es pecado venial que
se perdona con agua bendita. Como ustedes ven, el partido no es
igual, y por lo tanto, acepto la propuesta.
IV
Desde 1824 Pancho Sales quedó cesante; pues le fue
retirada la pensión de diez pesos que recibía por
el cajón de Ribera. Hasta su muerte, después de
1840, habitó una tienda con gran corral, inmediata a la
conocida huerta de Presa en la parroquia de San Lázaro.
Desde que los insurgentes, como llamó siempre a los
patriotas, lo destituyeron de su elevado empleo, Pancho Sales
ganaba la vida tejiendo cestos de caña y alquilando a las
empresas de la plaza de Acho una jauría de perros bravos
que hacían maravillas lidiando con los toros de Retes y
Bujama. Todavía en la administración Salaverry,
Pancho Sales, ya no como verdugo, sino por amor al arte, se
prestaba a vendar los ojos a los que iban a ser fusilados.
Pancho Sales murió leal a la causa española, y
asegurando que a la, larga el rey nuestro amo había de
reivindicar sus derechos y ponerles las peras a cuarto a los
ingratos rebeldes. El pobre verdugo resollaba por la herida y aun
diz que anduvo tomando lenguas para ver si podía entablar
ante los tribunales querella de despojo. En los últimos
años de su vida se apoderó de él
remordimiento por el perjurio que había cometido para
entrar en carrera, tomó por confesor a un religioso
descalzo, vistió de jerga, y espichó tan
devotamente como cumple a un buen cristiano.