El 23 de febrero de 1835 un joven de veintiocho años de
edad, pues nació en Lima el 2 de mayo de 1806, y que
recientemente había obtenido el ascenso a general de
brigada, alzaba en la fortaleza del Callao la bandera de la
revolución contra el gobierno del presidente
constitucional don Luis José de Orbegoso. Al día
siguiente el pueblo de Lima armonizó con la causa y
principios proclamados por el flamante jefe supremo.
Mal inspirado el gobernante legítimo, solicitó y
obtuvo la alianza de nación vecina, y tropas extranjeras
con el carácter de aliadas pisaron el territorio peruano.
Así desnacionalizó Orbegoso su causa, y la del
revolucionario general Salaverry ganó en prestigio, pues
toda la juventud se agrupó en torno del pabellón de
la patria, simbolizado en el joven caudillo. El país se
hizo salaverrino.
Salaverry, inteligente, simpático, honrado y bravo como un
Ney o un Murat, un Necochea o un Córdoba, era el
ídolo del soldado. La rigurosa disciplina establecida por
él en su pequeño ejército, dio por fruto
militares pundonorosos y valientes hasta el
heroísmo.
En agosto de ese año los dos mil hombres que
componían el ejército estaban acantonados en
Bellavista, pueblecito situado a dos millas cortas del Callao,
donde el general Salaverry con infatigable constancia se ocupaba
en ejercicios militares y en los últimos arreglos para
emprender campaña contra el invasor.
Salaverry, que en su niñez había sido alumno del
conservatorio de música que hasta 1820 tuvieron los
agustinos del convento de Lima, encontraba poco bélicas
las marchas y pasos dobles que tocaban las dos únicas
bandas militares de su ejército, y encargó a los
jefes de batallón que estimularan a los músicos
mayores para que compusieran algo que enardeciera el ánimo
del soldado, arrastrándolo con irresistible impulso a
morir defendiendo el honor de su bandera. Él quería
otra Mansellesa, otro Himno de Riego, o algo siquiera como el
Himno de Bilbao; música, en fin, de esa que hace hervir la
sangre en las venas y que crea o improvisa valientes.
Ya en dos ocasiones las bandas militares habían tocado, en
la retreta que dos noches por semana daban a la puerta de la casa
ocupada por Salaverry, marchas o pasos dobles, compuestos por
músicos reputados en el país; pero el general dijo
en tales oportunidades:
-¡Eh! Esa música será muy buena para bailar
boleros y zorongos, pero no para que los hombres se hagan
matar.
Una noche, sonadas ya las nueve y concluida la retreta, el
capitán bajo cuyas órdenes iban las dos bandas, se
acercó, como era de ordenanza, al jefe supremo, y
cuadrándose militarmente le dijo:
-Mi general, con su permiso van a retirarse las bandas a su
cuartel.
-Está bien -contestó lacónicamente
Salaverry.
Las dos bandas, al ponerse en movimiento, rompieron en una marcha
alegre, entusiasta, en la que había algo de fragor de
combate y diana de victoria, marcha guerrera, en fin, que
repercutió en los nervios de Salaverry, quien echó
a andar tras de los músicos y entró junto con ellos
en el cuartel.
-Coronel -dijo, dirigiéndose a Vivanco, que era el subjefe
de estado mayor-. ¿Qué músico ha compuesto
ese paso de ataque?
-Aquí lo tiene vuecelencia -contestó Vivanco
haciendo adelantar a un mulato de veinticinco años y de
aspecto simpático, a pesar de que lucía un abdomen
como un tambor.
-¿Cómo se llama esta marcha, mi amigo?- le
preguntó el jefe supremo, sonriendo ante la obesidad del
músico.
-La Salaverrina, mi general.
-¿Y el nombre de usted?
-Manuel Bañón, servidor de vuecelencia.
-Pues, señor Bañón, lo felicito; porque ha
compuesto un paso doble que llevará a mis tropas a la
victoria. Desde hoy queda usted nombrado director de las bandas
del ejército, con sueldo de capitán. Deme usted la
mano.
Y el heroico Salaverry, el ídolo de la juventud
limeña, dio una empuñada al humilde músico;
y volviéndose al coronel de carabineros de la Guardia, que
se alistaba para realizar con doscientos sesenta hombres la
ocupación de Cobija, añadió en voz
baja:
-Quiroga, toma seis onzas de oro de la caja de tu batallón
y obséquiaselas a Bañón.
Y La Salaverrina no se volvió a tocar por las bandas del
ejército hasta el 4 de febrero de 1836 en el
reñidísimo combate del puente de Uchumayo, en que
salió derrotado y herido el general boliviano
Rallivián, dejando trescientos quince muertos y doscientos
ochenta y cuatro prisioneros. El coronel Cárdenas fue el
héroe del combate.
Salaverry ordenó que desde ese día, La Salaverrina
del músico limeño Manuel Bañón se
conociera con el nombre de El Ataque de Uchumayo.
Ha transcurrido más de medio siglo y el paso doble de
Uchumayo sigue siendo el predilecto del soldado peruano.
Aquí deberíamos dar por concluida la
tradición; pero habrá lectores que nos agradezcan
el que por vía de epílogo les demos a conocer el
éxito de la revolución encabezada por
Salaverry.
El 7 de febrero, esto es, tres días después del
triunfo de Uchumayo, se dio la batalla de Socabaya. Eran las
nueve de la mañana cuando la división boliviana del
general Sagárnaga rompió fuego de
cañón y fusilería sobre los batallones
Chiclayo y Victoria, a órdenes del coronel Rivas, que
habrían sido arrollados sin la oportuna y vigorosa carga
del escuadrón húsares, mandado por el bizarro
Lagomarsino, que perdió en ella la mitad de su
gente.
Los cazadores de la Guardia y los cazadores de Lima, mandados
respectivamente por los coroneles Oyague y Ríos, se
lanzaron con denuedo sobre los tres cuerpos bolivianos que
tenían al frente. Oyague y Ríos cayeron muertos a
la cabeza de sus batallones.
Los batallones primero y segundo de carabineros, mandado el
último por un hermano de Salaverry, se dejaron envolver
por los dispersos; y lo mismo sucedió en las filas
enemigas con tres cuerpos bolivianos.
Así la infantería peruana como la boliviana
desaparecieron del campo.
En este momento dos escuadrones bolivianos cargaron sobre
granaderos del Callao, que se desordenó al caer muerto su
gallardo coronel don Pedro Zavala, hijo del marqués de
Valleumbroso; pero los coroneles Boza y Solar, al frente de los
famosos coraceros de Salaverry, dieron tan impetuosa carga sobre
la caballería de Santacruz que la desbarataron por
completo. En esta arremetida el valiente general Salaverry, lanza
en mano, alentaba a sus soldados. La victoria sonreía a
los peruanos.
La infantería boliviana estaba en total dispersión
y su caballería escapaba a todo correr acosada por los
coraceros. Pero al pasar éstos persiguiendo a los
enemigos, el batallón sexto de Bolivia, que era el cuerpo
de reserva y que estaba oculto y parapetado tras de unas tapias,
hizo una descarga cerrada sobre los coraceros, matándoles
cuarenta y cinco hombres y convirtiendo en derrota el que los
salaverrinos creían asegurado triunfo.
A las once de la mañana, el mismo Santacruz,
desesperanzado de vencer, se había puesto en fuga con
dirección al Volcán, punto asignado para
reunión de los dispersos.
En esa batalla combatieron por parte de Salaverry mil novecientos
hombres, sin contar la artillería, compuesta de seis
piezas de montaña, que quedó a una legua del campo,
perdida en unos fangales, y dos compañías, mandadas
por el comandante Deustua, que escoltaban a
aquéllas.
El ejército boliviano constaba de dos mil doscientos
hombres, sin incluir los setecientos de la división
Quirós, que llegó a Socabaya dos horas
después de cesado el fuego.
La batalla fue la más sangrienta que registra la historia
patria: pues se estimó en un treinta y cinco por ciento el
número de los que por ambos ejércitos quedaron
fuera de combate.
En Waterloo, Wellington con ciento veintiocho mil hombres
venció a los setenta y dos mil de Napoleón, y hubo
cincuenta mil bajas; es decir, el veinticinco por ciento del
total de combatientes.
En nuestra clásica batalla de Ayacucho, en que por ambas
partes fueron quince mil hombres los que entraron en
acción, hubo tres mil seiscientos entre muertos y heridos,
o sea el veinticuatro por ciento.
Prisionero Salaverry, fue fusilado por el vencedor extranjero en
la plaza de Arequipa, a las cinco de la tarde del 18 de febrero,
en unión del general Fernandini, de los coroneles Solar,
Cárdenas, Rivas, Carrillo y Valdivia, y de los comandantes
Moya y Picoaga, hijo del brigadier español Picoaga,
fusilado por Pumacagua. Todos recibieron la muerte sin revelar la
menor flaqueza de ánimo.