Pues, señor, allá por los años de 1814
había en Lima un maestro de escuela llamado don Bonifacio,
vizcaíno que si hubiese alcanzado estos tiempos,
habría podido servir de durmiente en una línea
férrea. ¡Tanto era duro de carácter!
El supradicho don Bonifacio esgrimía la despótica
palmeta en una escuela de la feligresía de San
Sebastián, situada en la casa no sabemos por qué
motivo llamada de la Campaña10, y era tenido generalmente
por el Nerón de los dómines. «Más
cardenales hace el chicote que el Papa», solía decir
don Bonifacio. Gastaba látigo especial para cada
día de la semana, lo que constituía un verdadero
lujo, y todos habían sido bautizados con diverso nombre.
El del lunes llamábase Terremoto, el del martes
Sacasuertes, el del miércoles San Pascual Bailón,
el del jueves Cascaduro, el del viernes Biscochuelo, el del
sábado San Martín. Desde la víspera del
cumpleaños del magíster, los muchachos le
pedían las seis disciplinas y la palmeta; y en la
mañana del santo, tras de quemar algunos paquetes de
cohetecitos de la China y de tirar por alto cocos y nueces, le
devolvían los cotidianos instrumentos de suplicio,
adornados con cintas y cascabeles. El dómine
concedía asueto, y los chicos se desparramaban como
bandada de pájaros por las murallas y huertas de la
ciudad, armando más de una pelotera.
En esos tiempos era, como quien dice, artículo
constitucional (por supuesto, mejor cumplido que los que
hogaño trae, en clarísimo tipo de imprenta, nuestra
carta política) aquel aforismo de la letra con sangre
entra. También el refrán «ceño y
enseño, al mal niño lo hacen bueno» era
habitual en boca de su merced.
Pedía el maestro la lección de Astete o de Ripalda,
y ¡ay del arrapiezo que equivocaba sílaba al
repetirla de coro! Don Bonifacio le aplicaba un palmetazo,
diciéndole: «¡Ah bausán! Ya va un
punto». Con el escozor del castigo y con la reprimenda,
acabábase de turbar el futuro ciudadano y
trabucábasele por completo la aprendida lección.
Proseguía, no obstante, gimoteando y limpiándose la
moquita con el dorso de la mano. El dómine le
corregía la segunda falta, gritando: «¡Ah
cocodrilo! Te has comido una ese del plural. Van dos
puntos». Segundo palmetazo. A la tercera
equivocación se llenaba la medida de la benevolencia
magistral. Don Bonifacio echaba chispas por sus ojillos, y de sus
labios brotaba esta lacónica y significativa frase:
«¡Al rincón!».
El rincón era lo que la capilla para un reo condenado a
muerte. Cuando ya tenía un competente número de
arrinconados, cogía don Bonifacio el zurriago
correspondiente al día, y ¡zis! ¡zas! cada
muchacho recibía seis bien sonados chicotazos. Sin
perjuicio de la azotaina, al que durante tres días no
sabía al dedillo la lección lo plantaba en el patio
de la casa a la vergüenza pública, adornándole
la cabeza con una coroza o cucurucho de cartón donde
estaban escritas con letras gordas como celemines estas palabras:
«¡Por borrico!».
En ciertas escuelas protegidas por la nobleza de Lima, los
condesitos y marquesitos gozaban de un privilegio curioso. Todos
concurrían acompañados de un negrito de su misma
edad, hermano de leche del amito, el cual era el editor
responsable de las culpas de su aristocrático
dueño. ¿No sabía el niño la
lección? Pues el negrito aguantaba la azotaina, y santas
pascuas. En otras escuelas, el maestro acostumbraba los
sábados dar a los alumnos, en premio de su buena conducta
o aplicación, unas cedulillas impresas, conocidas con el
nombre de parco-tibi, y que eran ni más ni menos que vales
al portador para libertarlo de seis azotes. Así, cuando un
muchacho delinquía y el dómine le condenaba al
rincón, con decir: «señor maestro, tengo
parco-tibi» alcanzaba absolución plenaria. Por nada
de este mundo perecedero habría dejado un dómine de
respetar el parco-tibi. Proceder de otra manera habría
sido depreciar11 el papel del Estado.
Estos vales al portador se cotizaban como cualquier papel de
bolsa, tenían alza y baja. Cuando el maestro había
hecho larga emisión de ellos, los chicos beneficiados
vendían a los no favorecidos un parco-tibi por medio real
de plata, y a fin de semana llegaba una cedulilla a valer un
real. El precio tenía que estar en armonía con la
demanda y escasez del papel circulante en plaza.
Sigamos con los rigores de don Bonifacio.
Entendido se está que la más leve travesura, como
el colocar palomita de azufre sobre el zapato, o hilachas y
colgandijos en la espalda de la chupa o mameluco, era penada
poniendo al travieso de rodillas, con los brazos en cruz, durante
las horas de escuela, y arrimándole un palmetazo de padre
y muy señor mío, siempre que el cansancio obligaba
al paciente a bajar las aspas.
De vez en cuando acontecía el milagro, en esos tiempos en
que los había a mantas, de que todos los muchachos daban
una tarde buena lección, evitando además
proporcionar todo pretexto para el vapuleo. ¿Creen ustedes
que por eso dejaba de funcionar el rebenque? ¡Ni con mucho!
Precisamente ese era el día de repartir más
cáscara de novillo.
Cuando reinaba la mayor compostura entre los escolares y se
felicitaban en sus adentros de poder salir ese día con las
posaderas sin verdugones; cuando el silencio era tan profundo que
el volar de una mosca se hubiera tomado por el ruido de una
tempestad, saltaba don Bonifacio con esta pregunta:
-¿Quién se ha... reído?
-No he sido yo, señor maestro -se apresuraban a contestar
temblosos los alumnos.
-Pues alguno ha sido. ¿No quieren confesar?
¡Hágase la voluntad da Dios! Tendremos juicio.
Y don Bonifacio cerraba puertas y ventanas de la sala, y a
obscuras empezaba a dar, hasta quedar rendido de fatiga,
látigo sin misericordia. Los muchachos se escondían
bajo las mesas, se echaban encima los tinteros, volcaban sillas y
bancos y gritaban como energúmenos. Para imaginada, que no
para escrita, es la escena a que el dómine llamaba juicio,
parodia de la confusión y zalagarda que se nos reserva en
el valle de Josafat para el día postrero de la bellaca
humanidad. Para don Bonifacio tenían autoridad de
evangelio las palabras del refrán: al niño y al
mulo al... digo, adonde suene mucho y dañe poco.
Recuerdo que mi dómine tenía dos látigos,
bautizado el uno con el nombre de Orbegoso y el otro con el de
Salaverry, y que los muchachos solíamos decirle:
«Señor maestro, pégueme usted con Orbegoso y
no me pegue con Salaverry».
¡Dios tenga a su merced en gloria! Pero todavía en
los tiempos de la otra República, es decir de la
teórica, y a pesar de la ley que prohíbe en las
escuelas el uso y abuso del jarabe de cuero, alcanzamos en Lima
un profesor de latinidad (gran compositor de hexámetros y
pentámetros que echaba a lucir en los certámenes
universitarios), el cual podía dar baza y triunfo en lo de
manejar azote y palmeta al mismísimo don Bonifacio,
protagonista del verídico sucedido que voy a
relatar.
II
Por si no ha caído por tu cuenta, campechano lector, mi
primer libro de Tradiciones, te diré someramente que en
él hay una titulada ¡Predestinación!, cuyo
argumento es la muerte a puñaladas que el actor Rafael
Cebada dio a su querida la actriz María Moreno. El
criminal sufrió garrote vil en la plaza Mayor de Lima el
día 28 de enero de 1815, ayudándolo a bien morir un
sacerdote de la Recolección de los descalzos, llamado el
padre Espejo, el cual en su mocedad había sido
también cómico e íntimo amigo de Cebada.
Esta es en síntesis mi pobrecita tradición
histórica, comprobada con documentos y con el testimonio
de personas que intervinieron en el proceso o presenciaron la
ejecución.
Era costumbre de la época que asistiesen los
dómines con sus escolares, siempre que se realizaba alguno
de esos sangrientos episodios en que el verdugo Grano de Oro o su
sucesor Pancho Sales estaba llamado a funcionar. El
espectáculo era gratis, y nuestros antepasados
creían conveniente y moralizador familiarizar con
él a la infancia. Aquí vendrían de perilla
cuatro floreos bien parladitos contra la pena de muerte; pero
retráeme del propósito el recuerdo de que en
nuestros días Víctor Hugo y otros ingenios han
escrito sobre el particular cosas muy cucas, y que sus
catilinarias han sido sermón perdido, pues la sociedad
continúa levantando cadalsos en nombre de la justicia y
del derecho.
Don Bonifacio con más de ochenta muchachos, algunos de los
cuales son hoy generales, senadores y magistrados de la
República, fue de los primeros en colocarse desde las diez
de la mañana bajo los arcos del Portal de Botoneros,
próximos al patíbulo. Cuando a la una del
día aparecieron el verdugo Pancho Sales, negro de
gigantesca estatura; la víctima arrogante, mocetón
de treinta años, y el auxiliador padre Espejo,
empezó don Bonifacio a arengar a sus discípulos, a
guisa de los grandes capitanes en el campo de batalla.
-¡Muchachos! Mírense en ese espejo -les
gritaba.
Y los obedientes chicos, imaginándose que el dómine
se refería al padre Espejo, se volvían ojos para
contemplar al seráfico sacerdote, diciéndose:
«¿Qué tendrá de nuevo su reverencia
para que nos lo recomiende el maestro?».
-¡Muchachos! -continuaba el preceptor-. Vean adónde
nos conducen las muchachas bonitas con sus caras pecadoras.
Y a tiempo que Cebada exhalaba el último aliento y que se
daba por terminada la fiesta, recordó que el látigo
no se había desayunado aquella mañana, y
terciándose la capa añadió:
-Y para que no olviden la lección y les quede bien
impresa... ¡juicio!
Y sacando a lucir el San Martín de cinco ramales
empezó la azotaina. Los muchachos se escondieron entre la
muchedumbre, y don Bonifacio, entusiasmado en la faena, no ya
sólo hizo crujir el látigo sobre los escolares,
sino sobre hombres y mujeres del pueblo.
La turba echó a correr sin darse cuenta de lo que pasaba.
Unos tunantes gritaron: «¡toro! ¡toro!»,
y hubo cierrapuertas general. Un oficioso llegó jadeando a
palacio y dio al virrey Abascal aviso de que los insurgentes de
Chile estaban en la plaza pidiendo a gritos la cabeza de su
excelencia.
Aquella fue una confusión que ni la de Babilonia.
Por fin, salió una compañía del Fijo, que
estaba de guardia en el Principal, con bala en boca y
ánimo resuelto de hacer trizas a los facciosos
insurgentes; pero no encontró más que un hombre
descargando furiosos chicotazos sobre los leones de bronce que
adornan la soberbia pila de la plaza.
Don Bonifacio fue conducido a San Andrés, que a la
sazón servía de hospital de locos, con gran
contentamiento de los muchachos, para quienes la locura del
dómine no era de reciente sino de antigua data.