Que trata de cómo una de las Pantojas me hizo tomar el
rábano por las hojas
¡Cómo! ¡Qué cosa! ¿No
conoció usted a las Pantojas? ¡Chimbambolo!
¡Pues hombre, si las Pantojas han sido en Lima más
conocidas que los agujeros de los oídos!
Las Pantojas que yo alcancé eran tres hermanas como las
tres Marías, las tres Gracias y las tres hijas de Elena,
salvo que aquí marra la segunda parte del refrán,
porque las tres eran buenas como una bendición.
En cuanto a belleza no eran de ¡Jesús! ni de
¡Caramba!; lo que, en buen romance, quiere decir que ni
asustaban como el coco, ni embelesaban como Venus. Las Pantojas
eran unas cotorritas enclenques, siempre emperejiladitas, limpias
como el agua de Dios, hacendosas como las hormigas, trabajadoras
como una colmena, llanas como camino real o sin encrucijada, y
cristianas rancias y cuidadosas de la salud del alma.
Hasta hace quince o veinte años tenían un tenducho
de baratijas y juguetes en la calle de Valladolid, y el
más caro de sus artículos de comercio se pagaba en
un real, y la venta cundía y las Pantojas pelechaban.
Ellas tuvieron por parroquianos a los que eran niños
cuando entró la Patria, y a los convalecientes del
sarampión y la alfombrilla cuando Castilla y Echenique
gobernaban el país por el sistema antiguo
(teóricamente); y ¡qué diablos!, parece que
con la teoría no le iba del todo mal a la patria.
Las Pantojas no quisieron alcanzar los días de progreso,
en que las muñequitas de trapo serían reemplazadas
por poupées de marfil, y en que el lujo para vestir una de
éstas haría subir su valor a un centenar de duros.
¡Qué tiempos aquellos! ¡Cuánto atraso y
miseria! Hoy papás, mamás y padrinos derrochan por
pascua de diciembre un dineral en juguetes para los nenes, que
así duran en sus manos como mendrugo en boca de
hambriento. La vanidad ha penetrado hasta en los pasatiempos de
la infancia.
Había el que esto escribe salido de la edad del babador y
el mameluco y entrado en la del cuartillo de barragán y la
mataperrada, cuando una tarde, caminito de la escuela, ocurriole
llegar a la tienda de las Pantojas y gastar la peseta dominguera
en un trompo, un balero y un piporro.
Sobre cuartillo más, cuartillo menos, disputamos hasta
tente bonete, y entablé con ellas una de interpeladuras o
interpelaciones, yo que en los días de mi vida he vuelto a
tener entrañas para interpelar ni a un ministro en el
Congreso; porque eso de andar con preguntas y respuestas, como en
el catecismo del padre Astete, maldito si me hace pizca de
gracia. Tal sería lo contundente de mi
argumentación, que doña Martinita Pantoja,
declarando terminado el debate, me dio un suave tironcito de
orejas, me regaló un par de nueces y otro de cocos, y me
dijo:
-¡Anda con Dios, angelito! Tú sabes tanto como
Chavarría.
Contentísimo salí con el piropo. De fijo que
Chavarría sería un prójimo superior a
Séneca y demás sabios de la cristiandad y
judería de que hacen mención las historias.
Mi dómine se llamaba don Pascual Guerrero (algunos de mis
lectores guardarán reminiscencia de su chicote encintado)
y, cascabeleándome la curiosidad, fuime a él y
contele lo que una de las Pantojas me había dicho:
«que yo era tan sabio como Chavarría».
-¡Ah! ¡El gran Chavarría! ¡Hombre, si
tú hubieras conocido al gran Chavarría!
¡Famoso Chavarría!
Y el hombre de la palmeta con sus exclamaciones y aspavientos me
dio menos luz que un fósforo de cerilla, influyendo
así para que el diablillo de la presunción se
entrase, como Pedro por su casa, en el alma de un trastuelo del
codo a la mano. Ello es que di en la flor de mirar por encima del
hombro a los demás escolares que, según mis
barruntos, no podían ser sino animalitos de orejas largas
y puntiagudas, comparados conmigo, que sabía tanto como
Chavarría.
¡Ah! Si don Pascual Guerrero me hubiera dicho entonces lo
que después he sabido sobre Chavarría,
habrían tenido las Pantojas (que de eterna gloria gocen)
sarna que rascar con el por aquellos días futuro
ciudadano. ¡Qué inquina, tirria o mala voluntad la
que les habría tomado a las pobrecitas! ¡Pues no
faltaba más que tratarme de igual a igual con
Chavarría!
II
De cómo a fines del siglo pasado todo era en Lima
Chavarría por activa y Chavarría por pasiva
El segando día de Navidad del año de gracia 1790,
grandes y chicos, encopetados y plebeyos, no hablaban en Lima
sino del mismo asunto. Desde el virrey bailío hasta el
más desarrapado pelafustán, era idéntico el
tema de conversación entre los cincuenta mil y pico de
habitantes que, según el censo, vivían de murallas
adentro en la capital del virreinato.
No habría producido más grande sensación la
llegada del cajón de España, nombre que daba el
pueblo a la valija de correspondencia de la metrópoli, y
que era recibida de seis en seis meses con general repique de
campanas, siempre que nuestro amo el rey continuaba sin novedad
mayor en su importante salud, o que la reina nuestra
señora había salido con bien del último
embuchado, regalando a sus súbditos de allende y de
aquende con un nuevo lagartijo.
Bueno será que, dejando marañas y parlerías,
entremos en el café de Francisquín y alquilemos
orejas para ponernos al corriente de la novedad del día. Y
nota, lector, que singularizo el café, porque..., pero
esto merece que eche a lucir mi erudición. A ver si hay
guapo que me contradiga sobre la autenticidad de los datos que
voy a sacar a plaza.
Desde Pizarro hasta 1771, toda persona con apariencias de
decente, que aspiraba a tomar un refresco fuera del domicilio,
sólo podía hacerlo en los establecimientos
destinados para el juego de pelota y bochas. Estos sitios fueron
poco a poco democratizándose, y la gente de copete
dejó de concurrir a ellos, hasta que en 1773, y favorecido
por el rumboso virrey Amat, un italiano o francés, llamado
Francisquín, estableció en la calle de la Merced un
café (el primero que tuvimos en Lima) que podía
hacer competencia al mejorcito de Madrid. Cuatro años
después, un español, don Francisco Serio,
fundó el famoso café de Bodegones que hasta hace
poco disfrutó de gran nombradía. Y aquí
pongo punto, pues me parece que he dicho algo y que me he lucido
en este ramo de historia cafetuna.
Entremos, pues, en el café de Francisquín y oigamos
lo que se charlaba en una mesa donde saboreaban jícaras
del sabroso chocolate de Yungas, con canela y vainilla, un
reverendo de la orden de predicadores, un depositario de la fe
pública, un estudiante de prima de leyes, que así
cursaba leyes como aleluyas, y un empleado del real estanco de
salitres, digo, de tabacos. ¡Vaya un lapsus plumae
condenado! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Escupe, Guadalupe,
escupe! ¡Bonitos están los tiempos para andarse con
equivoquillos!
-Pues, señor -decía el notario-, el tal
Chavarría es el demonio. ¡Y lo que sabe el
maldito!
-Pues si sabe tanto como de él cuentan, no puede ser sino
en virtud de malas artes -añadía el estanquero-.
¿No cree su paternidad que sea caso de
Inquisición?
-Puede... -contestó con gravedad el dominico,
echándose al gollete el último sorbo del
canjilón.
-Yo me pirro por conocer a Chavarría; pero no lo
haré sin consultarlo con mi confesor.
-Y acertará, hermano -añadió el reverendo-.
La salvación es antes que Chavarría. Consulte, que
así librará de caer en algún lazo que le
tienda el maligno.
-¡Qué lazo ni qué garambaina! -terció
el estudiante-. Los talentos de Chavarría son notorios
desde los tiempos de Plinio; y a la paz de Dios, caballeros, que
son ya las siete dadas y me espera Chavarría.
III
Donde a la postre salimos con una pata de gallo
-Pero hasta aquí -dirá el lector- no sabemos
quién es Chavarría. Vamos, presénteme usted
a Chavarría.
-Pues con venia de usted. Chavarría es...
Chavarría.
-¡Vaya! Si no sé cómo decirlo. En fin,
Chavarría es..., que lo diga por mí el Diario de
Lima, en su número correspondiente al 25 de diciembre de
1790 y en los sucesivos. ¡Cataplún! Trátase
de un perro pericotero que se exhibió en el teatro de esta
ciudad de los reyes.
«Chavarría salió vestido de mujer, bailando
el fandango, el villano y la mariangola», dice un
bombo.
«Chavarría salió con capa colorada, bien
empelucado y con sombrero de picos, bailando el don Mateo»,
cuenta un suelto.
«Chavarría hizo el papel de muerto, y
resucitó oyendo pronunciar el nombre de nuestro muy amado
rey y señor don Carlos IV», prosigue el humbug
periodístico.
«Chavarría salió de capa y con espada en mano
y tuvo un desafío con un inglés, al cual
estiró sin más ni menos».
¡Cáscaras con Chavarría!
«Chavarría cantó el mambrú a
dúo con un niño». ¡Demonche!
«Chavarría, con los ojos vendados, sacó el
peso doble e hizo pruebas con un pañuelo y con las
cuarenta cartas de un naipe». ¡Maravilloso!
«Chavarría hizo ejercicio militar con fusil y
bayoneta calada, y estando de centinela quiso sorprenderlo un
inglés. Chavarría le arrimó un balazo y lo
envió a pudrir tierra».
Y basta con lo apuntado, que la lista de habilidades es larga y
el bombo del Diario de Lima estrepitoso.
Lástima y grande es que por aquel año no hubiera
existido en Lima otro periódico, que de fijo no se
habría quedado corto en poner por las nubes las gracias de
Chavarría. Quede sentado que el Bombo gacetillero no es
invención de nuestro siglo.
Lo cierto es que nuestros abuelos se quedaban con tamaña
boca abierta y creyendo en lo portentoso con las bufonadas de
Chavarría. ¡Ya se ve! Ellos no podían
soñar que en el siglo XIX tendría las mismas y
mayores habilidades cualquier mastín de casta cruzada, y
que hasta los ratones y las pulgas serían susceptibles de
recibir una educación artística. ¡Qué
sencillez tan patriarcal la de nuestros progenitores!
La prueba de lo mucho que con Chavarría se impresionaron,
es el refrán que se les caía de la boca cuando
querían ponderar la travesura o ingenio de un muchacho:
¡Sabe más que Chavarría! ¡Sabio como
Chavarría!
Hoy son pocos los que dicen estas palabras. El refrán esta
sentenciado a morir junto con el último octogenario.
IV
Donde concluye el autor formulando una cuestión que otros
se encargarán de resolver
Y ahora diganme ustedes en conciencia, ¿no les parece que
las Pantojas me hicieron un insulto mayúsculo comparando
mi talento con el de un perro y que me sobra justicia para
entablar contra ellas querella de agravio?