IX.- ¡Arre, borrico! Quien nació para pobre no ha de ser rico
Unos dicen que fue en Potosí y otros en Lima donde tuvo
origen este popular refrán. Sea de ello lo que fuere,
ahí va tal como me lo contaron.
Por los años de 1630 había en la provincia de
Huarochirí (voz que significa calzones para el
frío, pues el inca que conquistó esos pueblos
pidió semejante abrigo) un indio poseedor de una recua de
burros con los que hacía frecuentes viajes a Lima,
trayendo papas y quesos para vender en el mercado.
En uno de sus viajes encontrose una piedra que era rosicler o
plata maciza. Trájola a Lima, enseñola a varios
españoles, y éstos, maravillados de la riqueza de
la piedra, hicieron mil agasajos y propuestas al indio para que
les revelase su secreto. Éste se puso retrechero y se
obstinó en no decir dónde se encontraba la mina de
que el azar lo había hecho descubridor.
Vuelto a su pueblo, el gobernador, que era un mestizo muy ladino
y compadre del indio, le armó la zancadilla.
-Mira, compadre -le dijo,- tú no puedes trabajar la mina
sin que los viracochas te maten para quitártela.
Denunciémosla entre los dos, que conmigo vas seguro, pues
soy autoridad y amigos tengo en palacio.
Tanta era la confianza del indio en la lealtad del compadre, que
aceptó el partido; pero como el infeliz no sabía
leer ni escribir, encargose el mestizo de organizar el
expediente, haciéndole creer como artículo de fe
que en los decretos de amparo y posesión figuraba el
nombre de ambos socios.
Así las cosas, amaneció un día el gobernador
con gana de adueñarse del tesoro y le dio un
puntapié al indio. Este llevó su queja por todas
partes sin encontrar valedores; porque el mestizo se
defendía exhibiendo títulos en los que,
según hemos dicho, sólo él resultaba
propietario. El pastel había sido bien amasado, que el
gobernador era uno de aquellos pícaros que no dejan
resquicio ni callejuela por donde ser atrapados. Era de los que
bailan un trompo en la uña y luego dicen que es bromo y no
pajita.
Como último recurso aconsejaron almas piadosas al tan
traidoramente despojado que se apersonase con su querella ante el
virrey del Perú, que lo era entonces el señor conde
de Chinchón; y una mañana, apeándose del
burro, que dejó en la puerta de palacio, colose nuestro
indio por los corredores de la casa de gobierno, y como
«quien boca tiene a Roma llega», encamináronlo
hasta avistarse con su excelencia, que a la sazón se
encontraba en el jardinillo, acompañado de su
esposa.
Expuso ante él su queja y el virrey lo oyó media
hora sin interrumpirlo, silencio que el indio creía de
buen agüero. Al fin el conde le dio la estocada de muerte,
diciéndole: que aunque en la conciencia pública
estaba que el mestizo lo había burlado, no había
forma legal para despejar a éste, que comprobaba su
derecho con documentos en regla. Y terminó el virrey
despidiéndole cariñosamente con estas
palabras:
-Resígnate, hijo, y vote con la música a otra
parte.
Apurado este desengaño, retirose mohíno el
querellante, montó en su asno, y espoleándolo con
los talones, exclamó:
«¡Arre, borrico! Quien nació para pobre no ha
de ser rico».