Don Manuel Mavila era en 1751 el farmacéutico más
acreditado de Lima. Su botica hallábase situada en la
calle de Palacio, y por lo mismo que vendía jaropes y
drogas por doble precio del que cobraban sus cofrades, la
candidez limeña no se hacía remolona para darle
preferencia y el boticario alcanzaba gran cosecha de duros.
No hay oficio menos expuesto a mermas ni de más seguras
ganancias que el de los que se consagran a despachar recetas,
constituyéndose en alguaciles de la muerta y auxiliares de
los galenos. Todos los Bancos de emisión y descuento
corren peligro de presentarse en quiebra; pero no hay
tradición de que haya quebrado un boticario, aquí
ni en Jerusalén.
Mavila era un andaluz simpático y decidor, y en el
año en que lo presentamos frisaba apenas en la edad de
Cristo. Córdova y Urrutia dice en sus Tres épocas
que era además famoso médico, noticia que no
encuentro comprobada en los papeles viejos que a la vista
tengo.
A nuestro boticario lo tenía flechado en regla una
limeñita de rechupete y azúcar cande.
Habíala pedido a sus padres, aceptado ellos el envite y
señaládose el próximo domingo de Cuasimodo
para que el cura los atase en la tierra como en el cielo. La cosa
parecía no admitir ya vuelta de hoja. Pero ahí
verán ustedes y sabrán lo que es canela, y
cómo en la boca del horno se quema la torta mejor
amasada.
Un vejete con más lacras que conciencia de escribano,
hermano de no sé cuántas cofradías y
familiar del Santo Oficio de la Inquisición, echaba
también la baba por la muchacha, y al verse derrotado no
quiso abandonar el campo sin quemar el último
cartucho.
El andaluz gozaba fama de poco o nada devoto, pues rara vez se le
veía en la iglesia y no desperdiciaba ocasión de
hablar pestes contra frailes y beatas.
Una tarde hallábase en la puerta de la botica, cubierta la
cabeza con una gorra de nutria, en el momento en que todas las
campanas de la ciudad daban el toque de oraciones. Los
transeúntes se detuvieron, se quitaron los sombreros, se
persignaron y rezaron la salutación de estilo. Fuese
distracción de Mavila o falta de respeto por las
prácticas religiosas, ello es que se quedó con la
gorra encasquetada.
A la sazón pasaba su rival, el vejete, quien se puso a
gritar como un poseído:
-¡Hereje! ¡Quítate la gorra y
persígnate!
El andaluz le contestó con mucha sorna:
-Diga, compadre, ¿me lo manda o me lo ruega?
-Te lo mando, pícaro hereje, con el derecho que la Iglesia
da a todo fiel cristiano.
-Pues sepa usted, tío Choncholí, que no me da la
gana de obedecer.
La disputa con el familiar de la Santa subió de punto y
empezó a agruparse gente.
-¡Que se quite la gorra!
-¡Que se persigne!
-¡Muera el hereje!
Y de los gritos pasaron a vías de hecho, lanzando piedras
sobre los frascos y amenazando hacer una barrumbada con botica y
boticario.
Acudió la guardia de palacio al sitio del bochinche, y
tras ella, ¡Dios nos libre y nos defienda!, la calesita
verde de la Inquisición.
El desventurado Mavila fue a parar con su humanidad en una
mazmorra del Santo Oficio.
Corrieron seis meses, y después de haber apurado
más torturas que las que en el purgatorio amagan al
pecador, lo pusieron un día en la calle, no sin que
hubiera hecho primero abjuración de levi ante sus
señorías los inquisidores contra la herética
pravedad y comprometídose a confesar y comulgar en todas
las solemnes festividades de la Iglesia.
En sus meses de encierro había el infeliz envejecido como
si sobre él hubiera pasado medio siglo. Su cabello, antes
negro como el ala del cuervo, sc tornó blanco como el
algodón, y hondas arrugas surcaban su rostro, poco ha
fresco y juvenil. Ítem, se encontró arruinado,
porque nadie compraba ni un emplasto en la botica del
hereje.
Lo único que consoló a Mavila al librarse de las
garras de un tribunal que difícilmente soltaba su presa,
fue la noticia de que el vejete le había birlado la novia.