Pocos meses antes de la batalla del Portete de Tarqui
encontrábase el ejército peruano acantonado en
Tambo-grande, hacienda del departamento de Piura.
Habíanse improvisado cuarteles o canchones para la tropa,
y la oficialidad ocupaba ranchos construidos con estacas de
algarrobo, estera y mimbres.
El presidente de la República hallábase a la cabeza
del ejército, compuesto en su mayoría de los
vencedores en Junín y Ayacucho.
En la vida de campaña, sin los goces que proporciona la
permanencia en las grandes ciudades, el juego es la única
distracción del militar.
En vano el mandatario, para extinguir ese vicio, amonestaba a la
oficialidad, imponía arrestos y severos castigos,
promulgaba órdenes generales y recomendaba a los jefes de
cuerpo rigurosa vigilancia. Éstos eran también
desenfrenados jugadores, y por lo tanto indulgentes con el
pecador.
La tienda del comandante X... era un pequeño espacio de
tres varas cuadradas, en cuyo centro levantábase una tosca
mesita, formada de una tabla puesta sobre cuatro puntales
enterrados en el suelo.
Una bujía de sebo, colocada en una bayoneta, alumbraba a
veinte oficiales allí reunidos y cuya vida toda estaba
reconcentrada en el par de dados que evolucionaban sobre el verde
tapete.
Por aquellos tiempos las pagas eran escasas, y los pobres
militares no podían hacer paradas mayores de dos o cuatro
pesos. Juego roñoso y de chingana.
Hubo un momento en que el juego tomó calor.
Tratábase de veinte pesos, la mayor posta de la noche, y
los dados andaban remolones para decidirse por las facetas del
azar o de la suerte.
La ansiedad era unánime, y todas las respiraciones estaban
en suspenso.
De repente oyose una voz que dijo:
«¡Más!»
Y sobre el grupo de apiñadas cabezas dejose ver un brazo,
en cuya manga relucían los entorchados de general, y una
mano que puso sobre el tapete una onza de oro. Los jugadores se
quedaron petrificados.
Aquel nuevo y rumboso jugador era el excelentísimo
señor gran mariscal don José de La-Mar, primer
presidente constitucional del Perú.
El sagaz y prudente jefe recogió luego su moneda, y sin
pronunciar una palabra de reconvención se retiró de
la tienda.
La lección fue más eficaz para aquellos bravos y
pundonorosos soldados de la patria vieja, que una resma de
órdenes generales y que todos los artículos de la
ordenanza. Desde ese día no se volvió a jugar en el
ejército que hizo la heroica aunque por mil motivos
desgraciada campaña de Colombia.