Hame dado hoy el naipe por probar, con el testimonio de sucesos
tradicionales, que en el Perú tenemos refranes que
expresan todo lo contrario de lo que sobre ellos reza el
Diccionario de la Real Academia de la Lengua.
Siempre oí decir cuando se falsificaba una noticia, de
aquellas que en el primer momento producen un alegrón.
«Pues, señor, el gozo cae el pozo». Y dicho
esto, se quedaba un prójimo turulato y aliquebrado.
Ahora lean ustedes la crónica que voy a desenterrar, y
convendrán conmigo en que bien puede la Academia echarle
un remiendo al refrancito.
El 2 de febrero de 1579, doña Lucrecia de Sanjoles y su
hija doña Mencía de Vargas fundaron en el
área que hoy ocupan la iglesia parroquial de San Marcelo y
el conventillo o casa llamada de la Pregonería una
congregación de religiosas bernardas de la orden del
Cister, obteniendo en 1584 de Gregorio XIII la correspondiente
bula aprobatoria. Mientras edificaban el monasterio y templo de
la Trinidad, al cual se trasladaron en 18 de junio de 1606,
vivieron en el antedicho local de San Marcelo, que, como es
sabido, fue también el que primitivamente ocuparon los
agustinos, donde 1554 hasta veinte años después, en
que una noche y con gran sigilo para no ser embarazados por
dominicos y mercenarios, se mudaron con bártulos y petates
a los espaciosos claustros que hogaño habitan.
Fue el año 1581 fenomenal para Lima. El Rímac, de
suyo miserable de agua, estuvo en ese año tan
remolón y cicatero, que apenas si traía la cantidad
precisa para que los habitantes apagasen la sed. Hasta la fuente
de la plaza (que no era la que hoy tenemos, sino un
pilancón construido en tiempo del virrey Toledo) apenas
pudo darse el lujo de dejar correr un chorrito como un
hilo.
Los pozos se secaron, y claro está que el de la casa de la
Pregonería no había de ser la
excepción.
Las hermanas o monjas bernardas se vieron en apuros, y
después de agotados los expedientes profanos, resolvieron
acudir a San Nicolás de Tolentino para que las sirviese de
abogado cerca de quien todo lo puede. Yo no sé cómo
se las compondría el santo, ni si repartió
panecillos benditos en la corte celestial para propiciarse
influencias y salir airoso en el empeño; pero
uniformemente dicen las crónicas que he consultado que,
paseado el santo en procesión de rogativa por el claustro,
lo condujeron las monjas al coro, donde, interrumpiendo el
religioso cántico y con gran alharaca, penetró una
hermana lega gritando:
-¡Madrecitas! ¡Madrecitas! ¡Milagro!
¡Milagro! ¡El agua rebosa! ¡Víctor San
Nicolás!
Las monjas dejaron abandonado al santo, que así es de
ingrato el corazón humano aun en los seres dados a la
práctica de la virtud, y atropellándose unas a
otras se precipitaron en el claustro.
La hermana lega no había mentido. El agua manaba en gran
cantidad.
El pueblo acudió a las puertas de la Pregonería
ganoso de dar fe del milagro, y tal fue el barullo, que el
arzobispo se vio en el caso de otorgar permiso para que cualquier
motilón pudiera penetrar en el santuario.
No hubo en Lima quien no se diera la satisfacción de
llenar un cántaro con agua del pozo, en lo que,
francamente, los perjudicados fueron los médicos y
boticarios; porque a tal agua se la creyó con más
virtudes que recientemente a las de Huacachina y Lourdes para
sanar todas las enfermedades conocidas y por conocerse. Nunca
tuvo mayor boga al sistema hidropático.
Eso tiene de bueno el pueblo. No se mete en filosofías y
cree con la fe del carbonero. Y ya que por incidencia se me ha
venido a la pluma este refrán, no estará fuera de
lugar el que consigne aquí su origen.
Cuentan, que Don Alonso el Tostado, obispo de Ávila (aquel
que sobre materias teológicas escribió tan crecido
número de infolios en latín, que hoy mismo, para
ponderar la fecundidad de un autor, se dice: escribe más
que el Tostado) departiendo un día con un mozo del pueblo,
que llevaba carbón para la cocina episcopal, le
preguntó:
-¿Qué crees?
-En el credo -contestó el carbonero.
-¿Y qué más?
-Lo que cree la Santa Madre Iglesia.
-¿Y qué cree la Iglesia?
-Lo que yo creo.
-¿Y tú qué crees?
-Lo que cree la Iglesia.
Y por más que el prelado lo zarandeaba con preguntas, el
buen carbonero no apeaba de lo dicho ni variaba sílaba o
letra.
Llegole a Don Alonso el trance del morir.
Presumo que su ortodoxia no sería de las muy probadas y
que en sus obras se le habría escapado alguna
proposicioncilla malsonante; porque la clerecía
rodeó su lecho, y no hubo preste que no se empeñara
en hurgarle la conciencia. El obispo, que por cierto no estaba
para mucha conversación, cortó por lo sano
diciendo:
-Hijos míos... ¡Como el carbonero! ¡Como el
carbonero!
Y cerró el ojo y nació el refrán.
Y volviendo al milagro de San Nicolás de Tolentino,
diré a ustedes que hubo en Lima luminarias y repique
general de campanas.
El gozo salió del pozo, por más que se escriba que
el gozo cayó en el pozo.
II - No hay cuidado, que no embiste
«Del agua mansa me libre Dios,
que de la brava me libro yo».
Éste es otro refrancito que miente como un desvergonzado.
Cansados estarán ustedes de prevenir caritativamente al
prójimo que se ande con tiento y se precaucione de alguien
que le tiene tirria, enemiga o mala voluntad, y archicansados
estarán también de oír esta respuesta:
«no hay cuidado, que no embiste».
Pues juzguen ustedes, por lo que voy a contarles, si merece pizca
de fe el dicharacho.
Acostumbrábase en el Cuzco sacar a San Marcos en
procesión el día de su fiesta desde la iglesia de
Santo Domingo hasta una capilla distante seis cuadras.
Si han visto ustedes estampas de San Marcos, sabrán que a
su lado se pinta siempre un buey. ¡Barajuste! Ahora caigo
en la cuenta del porqué es San Marcos patrón de los
matrimonios.
La procesión del año 1556 fue espléndida.
Mayor lujo no podía apetecerse. Ahorrémonos
descripciones con decir que nuestros abuelos sabían hacer
esas cosas en grande y sin tacañería. Todo lo
mejorcito de la ciudad, damas y caballeros, estaba allí de
veinticinco alfileres:
Delante de las andas iba el gonfaloniero o alférez con el
estandarte, y tras él un buey cubierto de flores y con las
astas forradas en oro.
El buey del año 1556 era el más bonachón de
la familia. Para el caso no se encontraba otro tan manso en diez
leguas a la redonda. Verdad es que en ese tiempo no había
muchos de su especie para escoger como en peras, porque la
introducción del ganado vacuno en el Perú era de
muy reciente data.
Al regresar la procesión a Santo Domingo, los cabildantes
y demás gente de viso formaron calle desde la puerta del
templo hasta el altar mayor.
Hallábase entre ellos y prójimo a la puerta el
capitán Don Íñigo Pastoriza, mozo muy dado a
andar siempre en busca de la flor del berro y que,
olvidándose del respeto debido a la casa de Dios, se
ocupaba por el momento en guiñar el ojo a una hija de Eva,
abstraído en ideas e intenciones libidinosas.
Probablemente el buey se creyó autorizado para ejercer
funciones de pertiguero; porque, enfureciéndose de
improviso, cogió entre las astas al escandaloso
capitán y, lanzándolo al aire, lo arrojó de
espaldas fuera de la iglesia. Después de esta barrumbada
se quedó el animalito como si tal cosa, y prosiguió
muy pacíficamente su camino.
El cronista que relaciona este suceso lo califica de milagro y de
patente castigo del cielo. Por supuesto, que yo también
pienso lo mismo. ¡Pues no faltaba más sino que
saliese yo ahora descantillándome con negar la
autenticidad del milagrito!
¡Conque así, niños, ojo! Mucho ojo y
mírense en este espejo los que vean a las iglesias, no a
oír la palabra divina, sino a hacer carantoñas a
las muchachas.
Cuando acudieron a socorrer a Don Íñigo lo hallaron
dando las últimas boqueadas. ¡Tan feroz había
sido el porrazo!
Y todavía dirán: ¡No hay cuidado, que es buey
manso!
Que otro coma confianza y se atenga a refranes, que por lo que
atañe a este humilde sacristán... ¡un
demonio!