Vitigudino en Castilla era allá en las mocedades del
festivo poeta y señor de la Torre de Juan de Abad, un
pueblo de mil vecinos con no pocos turrones de buen cultivo. Los
vitigudinenses parecían de raza de inmortales: todos
llegaban a viejos, y hacían la morisqueta del carnero lo
más tarde que posible les era. Así es que el cura y
el sacristán poco o nada pelechaban con misas de San
Gregorio, responsos, entierros y cabos de año.
Luquillas, que así se llamaba el pazguato que
servía a la vez los importantísimos cargos de
sacristán y campanero con el pre de cuatro reales
vellón a la semana, tan luego como vino nuevo
párroco hizo ante él formal renuncia del
destinillo, salvo que su merced se aviniera a aumentarle la
pitanza, que con latín, rocín y florín se va
del mundo hasta el fin, o como reza la copla:
En el cielo manda Dios,
los diablos en el infierno,
y en este pícaro mundo
el que manda es el dinero.
El curita, que era un socarrón de encargo, empezó
por endulzar al sacristán con un par de cañitas de
manzanilla y unas copas del tinto de Rota, y luego lo hizo firmar
un contrato con arreglo al cual el párroco le
pagaría semanalmente seis reales vellón por cada
repique, pero en cambio el campanero pagaría al cura dos
reales vellón por cada doble.
Como los vitigudinenses no habían dado en la fea costumbre
de morirse, el contrato no podía ser más ventajoso
para Luquillas. Contaba con la renta segura del repique
dominical, sin más merma que la de uno o dos dobles por
mes. El pobrete no sabía que quien hizo la ley hizo la
trampa.
A mitad de semana díjole el cura:
-Luquillas, hijo, veme en el cuadernillo qué santo reza
hoy la Iglesia.
-San Caralampio, mártir y confesor.
-¿Mártir dice?
-Sí, padre cura; mártir y confesor.
-Yo creo que a ti te estorba lo negro. ¿No te has
equivocado, hombre? Vuelve a leer.
-Así como suena, padre cura; mártir y
confesor.
-Pues hijo, si fue mártir hay que sacar ánima del
purgatorio. Sube a la torre y dobla.
Y no hubo tu tía, sino doble en regla.
Y llegó el viernes, y el cura preguntó al
sacristán:
-¿Qué día es hoy, Luquillas?
-Viernes, padre cura.
-¿Estás seguro, hombre?
-Sí, padre cura.
-Hombre, tú has bebido: no puede ser por menos.
¿Viernes hoy? Imposible.
-Sí, padre cura.
-Le juro por esta cruz de Dios, que hoy es viernes.
-Pues hijo, lo creo porque lo juras. Yo por nada de este mundo
pecador dejo de sacar ánima en viernes. Conque está
dicho, sabe a la torre y dobla.
Y sucedió que el sábado, la parca, alguacilada por
los rigores del invierno, arrastró al hoyo a un
nonagenario o microbio del pueblo, víctima de un
reumatismo que el boticario, el barbero y el albéitar de
Vitigudino, reunidos en junta, declararon ser obra maestra de
reumatismos.
El doble era de obligación, sin que el cura tuviese para
qué recordárselo al sacristán.
El domingo, después del repique de misa mayor, se puso
Luquillas a arreglar sus finanzas (perdón por el
galicismo), y encontrose con que si era acreedor a seis reales
por el repique, también resultaba deudor de seis reales
por los tres dobles de la semana. Fuese con su coima a la
taberna, que, como dijo un sabio que debió ser gran
bebedor, el hombre ha nacido para emborracharse y la mujer para
acompañarlo, pidió un tatarrete de lo fino, y
cuando llegó el trance de pagar en buenos maravedises del
rey, le dijo al tabernero:
-Compadre, fíeme usted hasta que Dios mejore sus horas;
porque esta semana estoy a tres dobles y un repique.
II
Estar a la cuarta pregunta
En tiempos antiguos -digo, hasta que se desbautizó al
pejerrey para llamarlo pejepatria-, había en los juzgados
un formulario de preguntas al que, sin discrepar letra ni
sílaba, se ajustaba el escribano cuando tomaba
declaración a cualquier pelambre. Estas preguntas,
después del obligado juramento, eran cuatro en el orden
siguiente:
* 1.ª Nombre y edad.
* 2.ª Patria y profesión.
* 3.ª Religión y estado.
* 4.ª Renta.
Lo general era que los litigantes, respondiendo a la cuarta
pregunta, declarasen ser pobres de hacha o de solemnidad, como
hoy decimos: lo que les permitía emplear, para los
alegatos y demás garambainas judiciales, papel del sello
sexto, que era el más barato.
Sucedía que, entrando en el meollo de una
declaración, hiciera el juez alguna pregunta que con el
bolsillo del declarante se relacionara; y éste contestaba
remitiéndose a lo ya dicho por él al responder a la
cuarta pregunta. Así el escribano redactaba en estos o
parecidos términos, por ejemplo: Preguntado si era cierto
que en la nochebuena de Navidad gastó en esto y lo otro y
lo de más allá, dijo no ser cierto, por estar a
cuarta pregunta, y responde. Preguntado si se allanaba a
satisfacer en el acto los veinte pesos, motivo de la demanda,
dijo no serle posible por estar a la cuarta pregunta, y
responde.
Estar a la cuarta pregunta era como decir estoy más pelado
que una rata; soy más pobre que Carracuca; no tengo un
ochavo moruno ni sobre qué caerme muerto, a no ser sobre
el santo suelo.
Por lo demás es incuestionable que ahora, en punto a
cumquibus, los hijos de esta patria estamos en la
condición de los litigantes del tiempo del rey. Para la
caja fiscal se ha hecho mal crónico el estar a la cuarta
pregunta..., y responde... a las exigencias de empleados y
pensionistas.
III
¡Fíate en el justo juez... y no corras!
Cuando yo estuve en presidio..., sí, señores, yo he
sido presidiario, aquí donde ustedes me ven tan cejijunto
y formalote.
Allá en mis tiempos de periodista, esto es, ha más
de un cuarto de siglo, alguna chilindrina mía, de esas
chilindrinas bestialmente inofensivas, debió
indigestársele al gobernante de mi tierra; pues sin
más ni menos, me encontré de la noche a la
mañana enjaulado en el presidio o Casamata del Callao, en
amor y compaña con un cardumen de revolucionarios o
pecadores políticos.
Si bien a los politiqueros nos pusieron en departamento distinto
al de los rematados por delitos comunes, eso no impidió
que fuese huésped del presidio, y que por curiosidad y
novelería entablase relaciones con un famoso bandido, que
respondía al apodo de Viborita, condenado a quince
años de cadena por robos, estupros y asesinatos en
despoblado. Era el niño una alhaja de las que el diablo
empeñó y no sacó.
Una tarde le pregunté:
-¿Estás contento con la vida de presidio?
-¡Desabraca! -me contestó-. Ni alegre ni triste,
caballero; porque de mi voluntad depende largarme con viento
fresco el día en que se me antoje.
-¡Palangana! -murmuré, no tan bajo que no alcanzara
él oírme.
-¡Ajonjolí! Pues para que usted vea, señor,
que no es palanganada, le prometo escaparme esta misma noche y
llevarme a los que quieran seguirme.
-¡Hombre, eso es gordo! -le contesté-.
¿Contarás con la protección de alguno de los
guardianes?
-¡La leva! Me basta con la Oración del Justo Juez
que tengo en este escapulario.
Y desprendiéndoselo del cuello, puso en mis manos uno de
esos escapularios que trabajan las monjas del Carmen, y dentro
del cual sentí como un papel enrollado. Después de
examinarlo se lo devolví, y lo besó antes de
volvérselo a poner.
-Ayer me lo trajeron, mi patrón, y como usted me ha metido
punto, aunque no pensaba dejar tan pronto la casa, acabo de
decidirme a fugar esta noche. Tómeme la palabra
¡carachitas!
-Hombre, a mí nada me importa que te vayas o te quedes.
¿Y cuántos de tus compañeros poseen esa
oracioncita?
-Yo soy el único en todo el presidio, patroncito.
-Pues hijo -le repuse con tono de burla y descreimiento-;
¡fíate en tu Justo Juez... y no corras! -recordando
el refrán popular que dice: fíate en la
Magdalena... y no corras.
Y me separé del racimo de horca sin dar la menor
importancia a sus palabras.
Aquella noche, a poco más de las doce, me despertó
gran alboroto en el presidio. Sentí carreras, gritos y
detonaciones de rifles.
-Vamos -dije para mí-, ciertos han sido los toros.
Media hora más tarde todo quedó en silencio, y
proseguí mi interrumpido sueño.
Al otro día supimos que trece bandidos, encabezados por
Viborita, habían logrado sorprender al oficial y a los
treinta soldados de la guardia, adueñándose de
algunos rifles y escalando los muros del castillo.
Pasado el pánico de la sorpresa, rehiciéronse los
soldados y se lanzaron en persecución de los fugitivos,
consiguiendo matar a uno de ellos y capturar a nueve.
Precisamente el muerto era Viborita que, en vez de ponerse alas
en tos talones, quiso darla de guapo, y perdió tiempo
batiéndose con la tropa.
Cuando fui a ver el cadáver en el patio del presidio, me
llamó la atención el escapulario en manos de un
soldado. No tuvo inconveniente para cedérmelo por cuatro
reales.
Ya en mi zaquizamí, deshice el escapulario; y en un pedazo
de papel vitela, escrita con sangre, leí la Oración
del Justo Juez, que a la letra copio para satisfacción de
curiosos que han oído y oyen hablar de tal amuleto.
«Hay leones que vienen contra mí. Deténganse
en sí propias, como se detuvo mi Señor Jesucristo y
le dijo al Justo Juez: ¡Ea, Señor! A mis enemigos
veo venir, y tres veces repito: ojos tengan, no me vean; boca
tengan, no me hablen; manos tengan, no me toquen; pies tengan, no
me alcancen. La sangre les beba y el corazón les parta.
Por aquella camisa en que tu Santísimo Hijo fue envuelto,
me he de ver libre de malas lenguas, de prisiones, de
hechicerías y maleficios, para lo cual me encomiendo a
todo lo angélico y sacrosanto, y me han de amparar los
Santos Evangelios, y llegaréis derribados a mí como
el Señor derribó el día de Pascua a sus
enemigos. Y por la Virgen María y Hostia consagrada que me
he de ver libre de prisiones, ni seré herido, ni
atropellado, ni mi sangre derramada, ni moriré de muerte
repentina.- Dios conmigo, yo con Él, Dios delante, yo tras
Él. ¡Jesús, María y
José!».
Con el ejemplo de Viborita hay de sobra para perder la fe en la
eficacia y virtudes de la oración o amuleto.
Él la llevaba sobre el pecho como coraza que lo premunia
contra las balas traidoras, y otro gallo le habría cantado
si hubiese liado la salvación a la ligereza de sus
pinreles más que a la tan famosa oracioncita del Justo
Juez.
Y ya que he dado a conocer la famosa oración del Justo
Juez, no creo —34? fuera de lugar hacer lo mismo con la
que, envuelta en un trozo de piedra imán, usan los rateros
y ladrones de baja estofa. Dice así la Oración de
la piedra imán:
«Poderosa piedra imán
que entre mármoles naciste
y la arenilla comiste
en el río del Jordán,
donde te dejó San Juan,
acero debías vencer
y al mismo aire sustraer;
luego te cogió San Pedro,
que estaba bajo de un cedro,
para extender tu virtud,
y con muy crecida luz
dijo que excelente fueras.
Si un viviente te cogiera,
ha de quedar victorioso
y llamarse muy dichoso
con tu preciosa virtud,
siempre que te haga la cruz
o te tenga encajonada
y siempre reverenciada
en donde no te dé el sol;
pues Dios mismo te dotó
para que sola parieses
y que otra piedra no hubiese
al igual de tu nación.
Consígame tu oración
acertado entendimiento
para conseguir mi intento,
siguiendo con devoción,
piedra imán del corazón,
piedra imán de mi alegría
a Jesús, José y María»
IV
Salir con un domingo siete
Esto es, con un despapucho, sandez o adefesio.
(Y a propósito. La voz adefesio, que muchos escriben
adefecio, trae su origen de la epístola del apóstol
ad efesios. Y para paréntesis, va este largo, y
cierro).
En una colección de cuentecitos alemanes que anda en manos
de los niños, refieren que hubo una aldea en la que todas
las mujeres eran brujas; y por ende celebraban los
sábados, congregadas en un bosque, la famosa misa negra, a
que asistía el diablo disfrazado de macho
cabrío.
Vecinos del pueblo eran dos jorobados, uno de los cuales
extraviose una tarde en el campo, y sorprendido por la tormenta,
refugiose en el bosque.
Media noche era por filo, cuando caballeras en cañas de
escoba llegaron las madamas, y empezó el aquelarre, y vino
la misa, y siguió el bailoteo con mucho de
Republicana es la luna,
republicano es el sol,
republicano el demonio
y republicano yo.
¡Fuera la ropa!
Carnero, carnerito,
carnero topa.
Las brujas, tomadas de las manos, formaron rueda, en cuyo centro
se plantó Cachirulo, y removieron los pies y el taleguillo
de los pecados, canturreando:
«Lunes martes,
miércoles tres».
El jorobado, que tenía sus pespuntes de poeta,
pensó que la copla estaba inconclusa y que sería
oportuno redondearla. Y sin más meditarlo, gritó
desde su escondite:
«Jueves y viernes,
sábado seis».
¡Gran conmoción en el aquelarre! Hasta el diablo
palmoteó.
La aritmética de las brujas, que hasta entonces
sólo les había permitido llegar en punto a cuentas
al número tres, acababa de progresar. Agradecidas se
echaron a buscar al intruso matemático por entre las
ramas; dieron a la postre con él, que quien busca
encuentra, y en premio de su travesura e ingenio le quitaron la
carga que a nativitate llevaba sobre las espaldas.
Limpio de jiba, más gallardo que un don Gaiferos o don
Miramamolín de Persia y más enhiesto que la vara de
la justicia, presentose nuestro hombre en la aldea, lo que
maravilló no poco al otro jorobado. Contole en puridad de
amigos el ex jorobeta la aventura, y el otro dijo para sí:
«¡Albricias! Aún le queda a la semana un
día».
Y fuese al bosque, en la noche del inmediato aquelarre; y a
tiempo y sazón que las brujas cantaban:
«Lunes y martes,
miércoles tres;
jueves y viernes,
sábado seis».
nuestro hombrecillo gritó con toda la fuerza de sus
pulmones: «¡Domingo siete!».
Esto sería verdad como un templo; pero no caía en
verso, y las brujas se pagan mucho de la medida y de la rima;
así es que se arremolinaron y pusieron como ají
rocoto, echaron la zarpa al entrometido, y en castigo de su falta
de chirumen y para escarmiento de poetas chirles, le acomodaron
sobre el pecho la maleta de que, en el anterior sábado,
habían despojado a su homólogo.
Por ampliación del cuento, cuando cae en siete el primer
domingo de un mes, dice el pueblo: «¡Con qué
domingo siete nos saldrá este mes!» que es como
vivir prevenido a que no le coja a uno de nuevo un cataclismo o
una crisis ministerial, de esas que entre nosotros concluyen con
algún domingo siete, esto es, en la forma menos
prevista.
Y siguiendo la ampliación, sucede lo de
«víspera de mucho y día de nada», o
bien aquello de «por la noche chichirimoche y en la
madrugada chichirinada».
Así, por ejemplo, un quídam que ve los toros de
lejos y arrellanado en galería, no equivoca estocada; un
militar, con el plano sobre la mesa de su cuarto, dirige
campañas y no pierde batallas; un político desde
las columnas de un periódico hilvana a pedir de boca
lecciones de buen gobierno y zurce planes de hacienda que, a
realizarse, permitirían al más desdichado almorzar
menudillos de gallina, comer faisán dorado y cenar pavo
con trufas. Pero póngalos usted con las manos en la masa;
plante al uno en el redondel, con un corniveleto a veinte pasos;
entregue al otro soldados con el enemigo al frente; haga, por
fin, ministro al íntimo, y... espere el domingo
siete.
Y pongo punto, antes de que diga el lector que también yo
he salido con un domingo siete o me aplique lo de
Castilla no sabes,
vascuences olvida,
y en once de varas
te metes camisa.