Después de erigidas las parroquias del Sagrario y de Santa
Ana, creyó el arzobispo Loayza, en 1561, necesario fundar
la de San Sebastián, en la que andando los tiempos,
debía Santa Rosa de Lima recibir el agua del
bautismo.
Sólo dos años llevaba esta parroquia de creada
cuando aconteció lo que vamos a referir.
Encontrábase en la feligresía un matrimonio en el
que marido y mujer vivían siempre mal avenidos y
arañándose como perro y gato, antes de que fray
Martín de Porras realizara el milagro de hacerlos comer en
la misma escudilla, acompañados de un pericote.
En una de las frecuentes peloteras, sufrió la mujer, que
era de un geniazo de mil demonios, sofocón tan tremendo
que se la convirtió en un tabardillo entripado; y no hubo
más que administrarla, encerrar el cuerpo en el
ataúd y conducir el bulto a San Sebastián.
El viudo, más alegre que unas pascuas, decía
aquella misma noche a sus amigos: «Dios me ha venido a ver,
librándome de esa serpiente de cascabel».
Y tan grande era su regocijo, que desató los cordones de
la bolsa y pagó sin regatear un entierro de primera
clase.
Era media noche cuando el sacristán fue muy alarmado a
despertar al párroco, y le dijo que en el templo
había ladrones o ánimas en pena, pues él
acababa de sentir gran ruido y suspiros ahogados. Alarmose el
cura, pidió auxilio a los vecinos, y acompañado de
ellos penetró en la iglesia.
Ciertos eran los toros. La difunta se había escapado del
ataúd y corría por la iglesia gritando como una
loca.
Cuando, después de propinarla un cordial, lograron
tranquilizarla y se convencieron los circunstantes de que la
muerta, lejos de estarlo en regla, prometía vivir lo
bastante para dar muchos malos ratos a su marido, resolvieron
conducirla al domicilio conyugal.
Libre de penas roncaba el marido a pierna suelta, cuando el
estrépito con que golpeaban la puerta lo hizo brincar del
lecho y averiguar lo que ocurría. Casi se accidentó
nuestro hombre al imponerse, no sólo de que su conjunta
había resucitado, sino de que estaba allí
reclamando su sitio en el hogar.
No puede ser. Yo no he cometido ningún pecado gordo para
que Dios me castigue condenándome a mujer que, si antes
era mala, háganse cargo de lo que habrá de ser
ahora con las mañas aprendidas en el otro mundo. Y pues
muerta salió de casa, viva no la recibo ni a balazos,
aunque se empeñe el Cabildo.
No valieron reflexiones para hacerlo cambiar de resolución
y que descorriese el cerrojo. El hombre no quiso apearse de su
asno.
La mujer tuvo, al fin, que irse a casa de una caritativa vecina;
y del proceso ante la curia, y que a la vista hemos tenido,
consta que el marido se allanó a pasarla una
pensión alimenticia, resignándose ella a encerrarse
en el recién fundado monasterio de la
Encarnación.
Ni por Dios ni por sus santos quiso el pícaro volver a
ayuntarse con la resucitada.
Consta también que ese fue el primer caso ocurrido en Lima
de haber vuelto a la vida persona tenida ya por difunta en
concepto de médicos.
El vulgo atribuyó el suceso a milagro hecho por el cura de
San Sebastián, cuya fama de virtud y santidad era por
todos acatada.
II
Apuesto cualquier cosa, lector limeño, a que has
oído, por lo menos en boca de tu abuela, el nombre de
ño Bracamonte.
Tócame, pues, hacerte conocer a este sujeto, que por los
tiempos de Abascal comía aún pan en esta hoy ciudad
de embuchados civilistas y frangollos nacionalistas.
Ño Bracamonte era un insigne tocador de arpa y
guitarra.
La gente de la hebra no podía pasársela sin
él. No se concebía jarana sin ño
Bracamonte.
Donde él no estaba, la mejor parranda tenía el
aspecto de un velorio.
Su nombre se recuerda todavía en unas coplas que canta el
pueblo, y de las que sólo conservo en la memoria estas dos
estrofillas:
«Ño Bracamonte
tiene un bastón
de caña hueca
con su listón.
Ño Bracamonte
tiene una china,
y la mantiene con gelatina».
En 1806 fueron unos mozos truenos a buscar a ño Bracamonte
para llevarlo a una jaraneta por las Cinco Esquinas y lo hallaron
en la cama, rígido como un tronco. En media hora
corrió la noticia de un extremo a otro de la ciudad, y es
fama que, en señal de duelo, no se oyó aquella
noche sonar una sola cuerda de guitarra.
Al otro día se celebraban sus funerales en la capillita
del Cercado, con asistencia de mucha gente de la cuerda. Dos
rascadores de violín amigos del difunto y un flautista sin
orejas formaban la orquesta.
De repente sentose el muerto, y gritó:
-¡Déjense de contradanza! ¡Baile alegre!
¡Baile alegre!
Esta resurrección puso en las nubes la fama de ño
Bracamonte y dio que hablar por quince días. El pueblo lo
calificó de inmortal, a juzgar por esta coplilla:
«Ño Bracamonte
no irá al choclón:
con él no puede
ni un torozón».
Cuatro o cinco años después ocurriósele
volverse a morir. Esta vez parecía que la cosa iba de
veras; pero al sacar el cuerpo de la iglesia de Santa Ana para
conducirlo al cementerio, abrió tamaños ojos, y
gritó:
-A mí no me gustan bufonadas, ¡canejo!
Los cargadores dejaron caer el cajón y se armó en
la iglesia un barullo soberano.
Viejos existen en Lima que presenciaron el lance, y a su
testimonio apelo.
A esta segunda resurrección se refiere la coplilla
popular:
«Ño Bracamonte
se morirá,
cuando lo mande
su voluntá».
Por fin, a la tercera fue la vencida. No protestó y lo
enterraron.