Al capitán Don Pedro Anzures Henríquez de
Camporredondo, sobre cuyo ingenio y bravura hablan con elogio los
historiadores, encomendó Pizarro en 1539 la
fundación de Arequipa, así como las de Guamanga y
Chuquisaca, ciudades que han alcanzado gran renombre.
Decididamente, Pedro Anzures fue lo que se llama hijo de la
dicha, aunque es probable que pocos recuerden su nombre en los
pueblos que fundó.
Parece que los más notables entre los compañeros
del marqués conquistador quisieron avecindarse en
Arequipa, pues en la lista de los primeros pobladores vemos al
caballero de espuela dorada Don Juan de la Torre. También
figura entre ellos Miguel Cornejo, el Bueno, gran soldado y que
anciano ya y con el grado de maestre de campo murió en las
pampas de Villacurí, ahogado por el polvo, por no haberse
podido levantar la visera del casco borgoñón para
tomar aliento, cuando Francisco Girón perseguía a
los derrotados en esa jornada.
Pienso que Pedro Anzures de Camporredondo no anduvo muy atinado
en la elección de sitio para fundar la ciudad; pues
ésta se halla a la falda del Misti y no distante de otros
volcanes que, como el de Ubinas y el Huayna-Putina, han hecho
erupciones en los últimos siglos. Tal vez a tan peligrosa
vecindad debe Arequipa el que en ella sean frecuentes los
temblores.
Dando fe a Don Ventura Travada, eclesiástico que en 1753
escribió un curioso libro que manuscrito existe en la
Biblioteca de Lima, con el título El suelo de Arequipa
convertido en cielo, se encuentran en ese territorio ciertas
particularidades que valen bien la pena de ser aquí
apuntadas.
Dice que en una ladera del valle de Majes hay una cueva en cuyo
interior se siente el ruido del mar en borrasca, y que en el
terremoto del 23 de enero de 1773 salió de ese agujero
viento tan impetuoso que desarraigó árboles
añosos y de grueso tronco.
Cuenta también que en Caylloma existían en una
peña dos chorros de agua a los que llamaban Adán y
Eva, porque respectivamente ofrecían a la vista la figura
que distingue a un sexo del otro. El agua de estos manantiales
era astringente, y los que de ella bebían se tornaban
mudos. Congresante conozco yo que probablemente ha bebido de
aquella agua, sin embargo de que el autor agrega que en su tiempo
fueron tapadas con muchas piedras tan peligrosas fuentes.
Este mismo cronista es quien refiere que en 1556 nació en
Azapa, jurisdicción de Arica, un rábano tan
portentoso que bajo sus ramas tomaban sombra cinco caballos.
¡Digo si sería pigricia el rabanito! Añade
que para agasajar al hijo del virrey marqués de
Cañete, le presentaron en el almuerzo el rábano
colosal, que fue muy sabroso de comer y alcanzó para dejar
ahítos a los comensales y servidumbre.
Imagínome que Don Ventura Travada debió ser
andaluz; pues no contento con hacernos tragar un rábano
gigantesco, añade que en 1741 se encontró en el
mineral de Huantajaya una pepita de plata pura que pesaba treinta
y tres quintales, habiéndose empleado cables de
navío y aparatos mecánicos para desprenderla de la
roca.
Aquí era el caso de decirle al bueno de Don Ventura lo de
«¿Y a eso llama usted pepita? Pues a eso, en toda
tierra de cristianos, se llama Doña Josefa». A
propósito de pepitas, dice Don Cosme Bueno en su
interesante libro, que a Carlos V le obsequiaron una de oro,
encontrada en Carabaya, que tenía la forma de una cabeza
de caballo y que pesaba poco más de un quintal.
A Felipe II le enviaron también del Perú una pepita
del tamaño de la cabeza de un hombre, la cual se
perdió con otras riquezas en el canal de Bahama.
¡Vaya con las pepitas!
He traído a cuento todas estas noticias que he
leído en el susodicho libro inédito, sólo
porque en él se habla también de la
tradición que voy a referir y que es muy popular en
Arequipa. Ya ven ustedes que busco autoridad en que apoyarme,
para que nadie pueda decirme que miento sin temor de Dios.
II
Érase un viejecito macrobio, de un feo contra el hipo, con
dos dientes ermitaños en las encías, con más
arrugas que fuelle de órgano, que vivió en Arequipa
por los años de mil ochocientos y pico. Su nombre no ha
pasado a la posteridad; pero los muchachos de la tierra del
mocontuyo y del misquiricheo lo bautizaron con el de don
Geripundio.
Nuestro hombre era hijo de los montes de Galicia, y en una tienda
de los portales de San Agustín se le veía de seis a
seis, tras el mostrador, vendiendo bayeta de Castilla y
paño de San Fernando. La fortuna debió
sonreírle mucho, porque fue de pública voz y fama
que era uno de los más ricos comerciantes de la
ciudad.
Don Geripundio jamás ponía los pies fuera del
umbral de su tienda, y con el último rayo de sol echaba
tranca y cerrojo y no abría su puerta a alma viviente.
Bien podía el Misti vomitar betún y azufre, seguro
de que el vejete no asomaría el bulto.
Vestía gabardina color pulga, pantalón de pana a
media pierna, medias azules y zapatones. Su boca hundida, de la
que casi todos los dientes emigraron por falta de
ocupación; su nariz torcida como el pico de una ave de
rapiña, y un par de ojillos relucientes como los del gato,
bastaban para que instintivamente repugnase su figura.
Las virtudes de Don Geripundio eran negativas. Nunca dio
más que los buenos días, y habría dejado
morir de hambre al gallo de la pasión por no obsequiarle
un grano de arroz. Su generosidad era larga como pelo de huevo.
Decía que dar limosna era mantener holgazanes y busconas,
y que sembrar beneficios era prepararse cosecha de ingratitudes.
Quizá no iba en esto descaminado.
Pero este hombre ¿tendría vicios? Nequaquam.
¿Jugar? Ni siquiera conocía el mus o la
brisca.
¿Beber? ¡Ya va! Con una botella de catalán en
un litro de agua, tenía de sobra para el consumo de la
semana.
¿Le gustarían las nietas de Adán?
¡Quia! Por lo mismo que por una mujer se perdió el
mundo, las hacía la cruz como al enemigo malo. Para
él las mujeres eran mercadería sin despacho en su
aduana.
¿Cumplía tal vez con los preceptos de la Iglesia?
¡Quite usted allá! Adorador del becerro de oro, su
dios era el cincuenta por ciento. Ni siquiera iba a misa los
domingos.
Eso sí, como el desesperado cuenta siempre con un cordel
para ahorcarse, así un amigo podía contar con
él para un apuro; se entiende, dejándole en prenda
una alhaja que valiera el cuádruplo y
reconociéndole un interés decente.
Cuentan de Don Geripundio que una tarde llegó un mendigo a
la puerta de su tienda y le dijo:
-Hermano, una limosna, que Dios y la Virgen Santísima se
la pagarán.
-¡Hombre! -contestó el avaro-, no me parece mal
negocio. Tráeme un pagaré con esas dos firmas y nos
entenderemos.
Tanta era la avaricia del gallego, que con medio real de pan y
otro tanto de queso tenía para almuerzo, comida y cuna.
Así estaba escuálido como un espectro.
No tenía en Arequipa quien bien le quisiera. Ni sus huesos
podían amarlo; porque después de tenerlos de punta
todo el santo día, los recostaba de noche sobre un duro
jergón que tenía por alma algunos centenares de
peluconas.
Este viejo era de la misma masa de un avaro que murió en
Potosí en 1636, el cual dispuso en su testamento que su
fortuna se emplease en hacer un excusado de plata maciza para uso
del pueblo, y que el resto se enterrase en el corral de su casa,
poniendo de guardias a cuatro perros bravos. En ese original
testamento, del que habla Martínez Vela en su
Crónica Potosina, mandaba también aquel bellaco que
a su entierro y lujosamente ataviados a costa suya concurriesen
todos los jumentos de la población. Así dispuso el
miserable de tesoros que en vida para nada le sirvieron.
Una mañana Don Geripundio no abrió la tienda.
Aquello era un acontecimiento, y el vecindario empezó a
alarmarse.
Por la tarde dieron aviso al corregidor Don Ramón Vargas,
caballero del hábito de Santiago, quien seguido de
escribano y ministriles encaminose a los portales de San
Agustín. Rompiose la puerta, y por primera vez penetraron
profanos en la trastienda que servía de dormitorio al
comerciante.
Allí lo hallaron rígido, difunto en toda regla. En
torno de su cama se veían algunos mendrugos de pan duro y
cortezas de queso rancio.
Don Geripundio había muerto ahogado de la manera
más ridícula.
Atraído por el olorcillo del queso y aprovechando el
profundo sueño del avaro, un pícaro ratón se
le entró por la boca y fue a atragantársele en el
esófago.
Convengamos en que hay peligro en cenar queso, porque se expone
el prójimo a convertirse en trampa para cazar ratones.