Esto de casarse con viuda, proeza era que requiere más
hígados que para habérselas, en pampa abierta y
cabalgado en rocín flaco, con un furioso berrendo, de esos
que tienen más cerviguillo que un fraile y puntas como
aguja de colchonero.
Porque amén de que lo sacan a uno de quicio con el eterno
difuntear (páseme la Academia el verbo), son las viudas
hembras que gastan más letra colorada que misal
gregoriano, más recúchulas que juez instructor de
sumario, y más puntos suspensivos que novela
romántica garabateada por el diablo. Y en
corroboración de estas mis palabras, no tengo más
que sacarle los trapillos a la colada a cierta doña
Beatriz, viuda de Perico Bustinza, que no a humo de pajas
escribió Quevedo aquello:
«De las carnes el carnero,
de los pescados el mero,
de las aves la perdiz
y de las mujeres la Beatriz».
La boca se me hace agua al hablar de la Beatriz de mi cuento;
porque si no miente Garcilaso (no el poeta, sino el cronista del
Perú, que a veces es más embustero que el
telégrafo), fue la tal una real moza. «No hay
sábado sin sol, ni muchacha sin arrebol», como dice
el refranejo.
Pero a todo esto, como ustedes no saben qué casta de
pájaro fue Perico Bustinza, ni quién fue su media
naranja, no estará fuera de oportunidad que empiece por
darlos a conocer.
Perico Bustinza era un mocetón andaluz que llegó al
Cuzco hecho un pelaire, con una mano atrás y otra
adelante, en busca de la madre gallega, allá por los
años de 1535. Eso sí, en cuanto a audacia era capaz
de meterle el dedo meñique en la boca al padre que lo
engendró; y por lo que atañe a viveza de ingenio,
sé de buena tinta que le sacaba consonante al
floripondio.
A la sazón encontrábanse los conquistadores en
atrenzos feroces. La sublevación de indios era general en
el Perú. Españoles y peruanos estaban, como se
dice, a mátame la yegua que matarte he el potro. El
marqués Pizarro, en Lima, se hallaba sitiado por un
ejército de ochenta mil hombres al mando de Titu-Yupanqui,
que ocupaba el cerro llamado después de San
Cristóbal, conmemoración acaso del milagro que hizo
el santo obligando a los indios a emprender la fuga.
Titu-Yupanqui murió en el combate.
Más aflictiva, si cabe, era la situación de los
cuatrocientos españoles avecindados en el Cuzco. El inca
Manco, a la cabeza de doscientos mil hombres, mantuvo durante
muchos meses a la imperial ciudad en riguroso asedio. Los
conquistadores, en los diarios combates que se vieron forzados a
dar, ejecutaron hazañas heroicas, casi fabulosas.
Cúpole en suerte a Bustinza distinguirse entre tanto
valiente, y en grado tal que, como se dice, le cortó el
ombligo a Hernando Pizarro, que era todo un tragavirotes. Nada
hubo, pues, de maravilloso en que acostándose una noche
Perico de simple soldado, se despertase por la mañana
convertido en capitán de una compañía de
piqueros y sobresalientes.
Por supuesto, que desde ese día se hizo llamar Don Pedro
de Bustinza, y tosió fuerte, y habló gordo, y se
empinó un jeme, y no permitió que ni Cristo padre
le apease el tratamiento.
Apaciguada al fin la sublevación, Hernando Pizarro
recompensó con largueza a sus compañeros, llevando
su predilección por Bustinza hasta casarlo con la
ñusta o princesa Doña Beatriz Huayllas, hija del
inca Huayna-Capac, matrimonio que dio al marido, aparte de las
muchas riquezas de que era poseedora la mujer, gran influencia
entre los caciques e indios del país. Con razón
dicen que más corre ventura que caballo ni mula.
Doña Beatriz, que era por entonces moza de veinticinco
años, de exquisita belleza y de mucho
señorío en la persona, amó a Don Pedro de
Bustinza con entusiasta cariño. Verdad es también
que él se lo merecía, porque fue (hagámosle
justicia) todo lo que hay que ser de buen marido.
Vinieron las guerras civiles entre los conquistadores, y el
capitán Bustinza, que servía contra la causa
realista bajo la bandera de Gonzalo Pizarro, cayó
prisionero en una escaramuza habida cerca de Andahuaylas; y La
Gasca que era un cleriguillo que no se andaba con
escrúpulos de marigargajo para con los rebeldes, le hizo
romper la nuez por manos del verdugo.
Así quedó viuda la princesa Doña Beatriz.
Vistió toca y cenojil, lloró la lágrima
viva, y viniese o no a cuento, se le caía el difunto de la
boca. ¡Vamos! ¡Si era cosa de dar dentera
oírla todo el santo día referir maravillas del
finado!
Ahora, con venia de ustedes, hago aquí punto para entrar
de lleno en la tradición.
II
Referido he en otra ocasión que su majestad Don Felipe II
envió a estos sus reinos del Perú una real
cédula, ordenando que las viudas ricas contrajesen nuevo
lazo, sin excusa valedera en contra, con españoles
escogidos entre los que más hubieran contribuido al
restablecimiento del orden. Así creía el monarca no
sólo premiar a sus súbditos, dándoles
esposas acaudaladas, sino poner coto a nuevas
rebeldías.
A haber nacido yo, el tradicionista, súbdito de don
Felipe, habría puesto cara de hereje a su real
prescripción. Tengo para mí que emparejar con viuda
ha de ser como vestirse con ropa de muerto: aunque se la fumigue,
siempre guarda cierto olorcillo al difunto.
Doña Beatriz, tanto por su fortuna cuanto por su prestigio
como hija del padre de Atahualpa, no podía ser olvidada, y
el general Diego Centeno pidió la mano de la princesa para
su favorito Diego Hernández.
Era Diego Hernández lo que se llama un buen Diego.
Cincuenta años y un chirlo que le tomaba frente, nariz y
belfo, hacían de nuestro hombre un novio como un lucero...
sin brillo.
Por lo feo podía Diego Hernández servir de remedio
contra el hipo.
¡Bocado apetitoso, a fe mía!
Como para viuda y hambriento no hay pan duro, quizá
Doña Beatriz habría arrastrado de malilla con el
chirlo y los cincuenta diciembres, si un quídam, envidioso
de la ganga que se le iba a entrar por las puertas a Diego
Hernández, no hubiera murmurado a los oídos de la
dama que el novio era como mandado hacer de encargo y, aludiendo
a que en sus mocedades había sido Hernández
aprendiz de zapatero en España, enviádola estos
versos:
«Plácemes te da mi pluma,
que un galán llevas, princesa,
que ansí maneja la espada
como maneja la lesna».
Los oficios de sastre y zapatero eran en el antiguo imperio de
los incas considerados como degradantes; y Doña Beatriz,
que aunque cristiana nueva, tenía más penacho que
la gorra del catalán Poncio Pilatos y no podía
olvidar que era noble por la sábana de arriba y por la
sábana de abajo, pues por sus venas corría la
sangre de Huayna-Capac, dijo muy indignada a Diego Centeno:
-Hame agraviado vuesa merced proponiéndome por marido a un
ciracamayo (sastre).
Centeno porfió hasta lentejuela y abogó hasta la
pared de enfrente en favor de su ahijado Hernández, quien
cantaba en todos los tonos del solfeo:
«Dame el sí que te pido,
ramo de flores,
si quieres que te absuelvan
los confesores».
El obispo del Cuzco y otros personajes gastaron también
saliva inútilmente, porque Doña Beatriz no quiso
atender a razones. Y a mujer que se obstina en no querer, no hay
más que dejarla en paz e irse con la música a otra
parte; que de hembras está empedrado el mundo, y el amor
es juego de bazas en que cada carta encuentra su
compañera. Entonces su hermano, el inca Paullu, se
comprometió a hacerla cejar y la dijo:
-Beatriz, tu negativa será fatal para nuestro pueblo.
Heridos los españoles en su orgullo, se vengarán en
los pocos descendientes que aún quedamos del último
inca; y pues le que codicia Diego Hernández es tu oro,
dáselo con tu mano; que en cuanto a compartir con
él tu lecho, hame ofrecido no hacerte violencia. Es punto
de honrilla para él y sus amigos esta boda; y pues somos
débiles, ceder nos toca, hermana.
Y por este tono siguió reforzando sus argumentos.
Tal vez no era muy fraternal el móvil que lo impulsaba a
empeñarse; pues averiguado está que, muerto Manco,
aspiraban Sairy-Tupac, Paullu y otros indios nobles a
ceñirse la borla imperial.
Paullu sacrificaba su hermana a su ambición
política, esperando propiciarse así el apoyo de los
conquistadores.
Después de bregar largamente, terminó la dama por
hacer esta pregunta:
-¿Te ha jurado Diego Hernández, por la cruz de su
espada y por Santiago Apóstol, que no reclamará de
mí sus derechos de marido?
-Sí, Beatriz -contestó el inca Paullu.
-Pues entonces, anúnciale que disponga de mi mano.
III
Aquella misma noche reuniose en casa de la princesa lo más
granado del vecindario cuzqueño.
El obispo del Cuzco, que debía unir a los contrayentes,
preguntó a Doña Beatriz:
-¿Queréis por esposo y compañero al
capitán Diego Hernández?
-Quizá quiero, quizá no quiero -contestó la
princesa.
-¿A qué carta me quedo, Doña Beatriz?
-insistió el obispo-. ¿Queréis o no
queréis?
-Ya lo he dicho, señor obispo. Quizá quiero,
quizá no quiero.
-Pues concluyamos, que no por miedo de gorriones se deja de
sembrar cañamones -murmuró un tanto picado su
ilustrísima, y echando la bendición sobre dama y
caballero, los casó en latín, in nomine Patris et
Filii et Spiritus Sancti.
Es decir, que quedó atado en el cielo lo que el obispo
acababa de atar en la tierra.
¿El quizá quiero, quizá no quiero de la
princesa encerraba un distingo casuístico? Así lo
barrunto.
¿Su ilustrísima se hizo in pecto algún
silogismo teológico que tranquilizara su conciencia, para
dar por afirmativa una respuesta que no es la prevenida por los
cánones? No sabré decirlo.
Lo que sí puedo afirmar con juramento es que no hay semana
que no tenga su disanto y que, andando los tiempos, debió
Doña Beatriz humanizarse con su marido, porque...
porque..., no sé cómo decirlo ¡qué
domonche! Sancha, Sancha, si no bebes vino, ¿de qué
es esa mancha?
Ella dejó prole..., conque..., chocolate que no
tiñe...