Donde se prueba con la autoridad de la historia, que un rico de
hoy es pobre de solemnidad al lado de nuestro protagonista
Por los años de 1640 llegó a la villa imperial de
Potosí el maestre de campo don Antonio López
Quirós, castellano a las derechas, católico rancio,
bravo, generoso y entendido. La fortuna tomó a capricho
ampararlo en todas sus empresas; y minas como las de Cotamito,
Amoladera y Candelaria, abandonadas por sus primitivos
dueños como pobrísimas de metales, se declararon en
boya apenas pasaron a ser propiedad del maestre. En Oruro,
Aullagas y Puno adquirió también minas que en
riqueza y abundancia de metales podían competir con las de
Potosí.
Tres mil llamas al cuidado de un centenar de indios tenía
constantemente ocupados en transportar desde Arica hasta
Potosí los azogues de Almadén y Huancavelica. No
osando nadie hacerle competencia, puede decirse que, sin
necesidad de real privilegio, nuestro castellano tenía
monopolizado artículo tan precioso para beneficio de los
metales.
En sus minas, haciendas e ingenios empleaba sesenta mayordomos o
administradores, con sueldo de cien pesos a la semana, y daba
ocupación y buen salario a poco más de cuatro mil
indios.
Para dar una idea de la (que si uniformemente no la testificaran
muchos historiadores, tendríamos por fabulosa) fortuna de
Quirós, nos bastar referir que en 1668, a poco de llegado
a Lima el virrey conde de Lemos, propúsose nuestro minero
hacerle una visita, y salió de Potosí trayendo
valiosísimos obsequios para su excelencia.
El conde de Lemos, a pesar de su beatitud y de ayudar la misa y
de tocar el órgano en la iglesia de los Desamparados, era
gran amigo del fausto y se trataba a cuerpo de rey. Pensaba mucho
en el esplendor de las procesiones y fiestas religiosas y en la
salvación de su alma; pero esto no embarazaba para que se
ocupase también de las comodidades y regalo del
cuerpo.
Conversando un día con Quirós el mayordomo del
virrey, dijo éste que su señor era todo lo que
había que ser de ostentoso y manirroto.
-Supóngase vuesa merced -decía el fámulo- si
el señor conde será rumboso, cuando me da
quinientos pesos semanales para los gastos caseros.
-¡Gran puñado de moscas! -exclamó el
maestre-. Quinientos pasos gasto yo a la semana en velas de sebo
para mis ingenios y haciendas. Y no hay que creerlo chilindrina,
lectores míos. Así era la verdad.
Para poner punto al relato de las riquezas de Quirós,
transcribiremos estas líneas, escritas por un su
contemporáneo: «Gastó en la infructuosa
conquista del gran Paititi más de dos millones de plata; y
a este modo tuvo otros desagües con su gran riqueza, la cual
era en tanta suma que ignoraba el número de millones que
tenía. Desocupando en cierta ocasión un cuarto,
hallaron los criados en un rincón una partida de dos mil
marcos en piñas que no supo cuándo las había
presto allí. Los quintos que dio a su majestad pasaron de
quince millones, que es cosa que espanta, y esto se sabe por los
libros reales, por donde se puede considerar qué suma de
millones tendría de caudal».
Francamente, lectores, ¿no se les hace a ustedes la boca
agua?
Convengamos en que su merced no era ningún pobre de hacha,
nombre que se daba en Lima a los infelices que, por
pequeña pitanza, concurrían cirio en mano al
entierro de personas principales y que hacían coro al
gimotear de las plañidoras o lloronas.
II
Que trata de un milagro que le colgaron al apóstol
Santiago, patrón del Potosí
Residía en la imperial villa un honradísimo
mestizo, cuya fortuna toda consistía en veinte mulas, con
las que se ocupaba en transportar metales y mercaderías.
Como se sabe, en el frigidísimo Potosí escasea el
pasto para las bestias, y nuestro hombre acostumbraba enviar por
la tarde sus veinte mulas a Cantumarca, pueblecito
próximo, donde la tierra produce un gramalote que sirve de
alimento a los rumiantes.
Una mañana levantose el arriero con el alba y fue a
Cantumarca en busca de sus animales; pero no encontró ni
huellas. Echose a tomar lenguas y sacó en limpio la
desconsoladora certidumbre de que su hacienda había pasado
a otro dueño.
Afligidísimo regresó el arruinado arriero a
Potosí, y pasando por la iglesia de San Lorenzo,
sintió en su espíritu la necesidad de buscar
consuelo en la oración. Tan cierto es que los hombres; aun
los más descreídos, nos acordamos de Dios y
elevamos a él preces fervorosas cuando una desventura
grande o pequeña nos hace probar su acíbar.
El mestizo, después de rezar y pedir al apóstol
Santiago que hiciese en su obsequio un milagrito de esos que el
santo a quien tantos atribuían hacía entonces por
debajo de la pierna, levantose y se dispuso a salir del templo.
Al pasar junto al cepillo de las ánimas metió mano
al bolsillo y sacó un peso macuquino, único caudal
que le quedaba; pero al ir a depositar su ofrenda ocurriole
más piadoso pensamiento.
-¡No! Mejor será que mi última blanca se la
dé de limosna al primer pobre que encuentre en las gradas
de San Lorenzo. Perdonen las ánimas benditas, que sus
mercedes no necesitan pan.
Las gradas de San Lorenzo en Potosí, como las gradas de la
catedral de Lima, desde Pizarro hasta el pasado siglo eran el
sitio donde de preferencia afluían los mendigos, los
galanes y demás gente desocupada. Las gradas eran el
mentidero público y la sastrería donde se cortaban
sayos, se zurcían voluntades y se deshilvanaban
honras.
Aquella mañana el sol tenía pereza para dorar los
tejados de la villa, y entre si salgo o no salgo andábase
remolón y rebujado entre nubes. Las gradas de San Lorenzo
estaban desiertas, y sólo se paseaba en ellas un viejecito
enclenque, envuelto en una capa, vieja como él, pero sin
manchas ni remiendos, y cubierta la cabeza con el tradicional
sombrero de vicuña.
Nuestro arriero pensó: «¡Cuánta
será la gazuza de ese pobre cuando, con el frío que
hace, ha madrugado en busca de una alma caritativa!».
Y acercándose al viejecito le puso en la mano el
macuquino, diciéndole:
-Tome, hermano, y remédiese, y en sus oraciones
pídale al santo patrón que me haga un
milagro.
-Dios se lo pague, hermano -contestó sonriéndose el
mendigo-, y cuente que si el milagro es hacedero se lo
hará Santiago, y con creces, en premio de su caridad y de
su fe.
-Dios lo oiga, hermano -murmuró el arriero, y atravesando
la plaza siguió calle adelante.
Tres días pasaron, y notorio era ya en Potosí que
unos pícaros ladrones habían dejado mano sobre mano
a un infeliz arriero. En cuanto a éste, cansado de
pesquisas y de entenderse con el corregidor y el alcalde y los
alguaciles, comenzaba a desesperar de que Santiago se tomase la
molestia de hacer por él un milagro cuando en la
mañana del cuarto día se le acercó un
mestizo y le dijo:
-Véngase conmigo, compadre, que su merced don Antonio
López Quirós lo necesita.
El arriero no conocía al maestre de campo más que
por la fama de su caudal y por sus buenas acciones y larguezas;
así es que, sorprendido del llamamiento, dijo:
-¿Y qué querrá conmigo ese señor? Si
es asunto de transportar metales, excusado es que lo vea.
-Véngase conmigo, compadre, y déjese de
imaginaciones, que lo que fuere ya se lo dirá don Antonio.
Despabílese, amigo, que al raposo durmiente no le amanece
la gallina en el vientre.
Llegado el arriero a casa de Quirós, encontró en la
sala al mendigo de las gradas de San Lorenzo, quien lo
abrazó afectuosamente y le dijo:
-Hermano, tanto he pedido a Santiago apóstol, que ha hecho
el milagro, y con usura. Vuélvase a su casa y
hallará en el corral, no veinte, sino cuarenta mulas del
Tucumán. ¡Ea! A trabajar... y constancia, que Dios
ayuda a los buenos.
Y esquivándose a las manifestaciones de gratitud del
arriero, dio un portazo y se encerró en su cuarto.
Aquel viejecito era Quirós.
«Vestía habitualmente en Potosí -dice un
cronista- calzón y zamarra de bayeta, capa de paño
burdo y toscos zapatos, no diferenciádose su traje del de
los pebres y trabajadores».
III
¡Dios te la depare buena!
Asegura Bartolomé Martínez Vela en sus Anales, que
el maestre de campo López Quirós pretendió
merecer de su majestad el título de conde de Incahuasi, y
que su pretensión fue cortésmente desechada por el
rey. Paréceme que si entre ceja y ceja se le hubiera
metido al archimillonario obtener, no digo un simple pergamino de
conde, sino un bajalato de tres colas, de fijo que se
habría salido con el empeño. ¡Bonito era
Carlos II para hacer ascos a la plata! Bajo su reinado se
vendieron en América por veinte mil duretes más de
sesenta títulos de condes y marqueses. Precisamente en solo el Perú creó los condados de
Monterrico, Valleumbroso, Zelada de la Fuente, Otero y
Villablanca, y los marquesados de Villafuerte, Castillejo, Corpa,
Concha, Vega del Ren, Cartago, Montemar, Sierrabella, Lurigancho,
Villahermosa, Moscoso y Sotoflorido. Quede, pues, sentado que si
nuestro minero no llegó a calzarse un título de
Castilla fue porque no le dio su regalada gana de pensar en
candideces.
A propósito del apellido Quirós, recordamos haber
leído en un genealogista que el primero que lo
llevó fue un soldado griego llamado Constantino, el cual
en una batalla contra los moros, allá por los años
de 846, viendo en peligro de caer del caballo al rey don Ramiro
voló en su socorro, gritando ¡is Kirós!
¡is Kirós! (¡tente firme!, ¡no te
rindas!), y ayudando al rey a levantarse diole sus armas y
caballo. El monarca quiso que en memoria de la hazaña
tomase el apellido de Quirós, dándole por divisa
escudo de plata y dos llaves de azur en aspas, anguladas de
cuatro rosas y cuatro flores de lis, un cordón en orla, y
en una bordura este mote: Después de Dios, la casa de
Quirós. El solar de la familia se fundó en el
castillo de Alba, en Asturias, después del matrimonio de
Constantino con una hija de Bernardo del Carpio. Cuando la
conquista de Granada, hubo un Quirós tan principal y
valeroso que los Reyes Católicos lo llamaban el rey
chiquito de Asturias.
Refiéranse de Quirós, el de Potosí,
excentricidades que hacen el más cumplido elogio de su
carácter y persona. Apuntaremos algunas:
Cuando le denunciaban robos de gruesas sumas que le hacían
sus mayordomos, don Antonio se conformaba con destituir al
ladrón y daba su plaza al denunciante, diciendo: «No
menear el arroz aunque se pegue. Veamos si éste ha obrado
por envidia o por lealtad».
En una ocasión le avisaron que uno de sus administradores
había ocultado piñas de plata por valor de seis mil
pesos. Reconvenido por Quirós, contestó el infiel
dependiente que había robado por dar dote a una hija
casadera.
-La franqueza y el propósito te salvan, que quien no cae
no se levanta -le dijo el patrón-. Llévate los seis
mil, y que tu hija se confortase con esa dote, que no todas las
muchachas bonitas nacen hijas de emperadores o de Antonio
López Quirós.
Y en verdad que las dos hijas de nuestro personaje, al casarse
con dos caballeros del hábito de Santiago, llevaron una
dote que abriría el apetito al mismo autócrata de
todas las Rusias.
Presentose un joven, sobrino de un título de Castilla,
pidiéndole protección. Quirós le dijo que la
ociosidad era mala senda, y que lo habilitaría con cinco
mil pesos para que trabajase en el comercio. El hidalgüelo
sin blanca se dio por agraviado, y contestó que él
no envilecería sus pergaminos viviendo como un
hortera plebeyo tras de un mostrador. Nuestro minero le
volvió la espalda, murmurando: «Si tan caballero,
¿por qué tan pobre? Y si tan pobre, ¿por
qué tan caballero?».
En su manera de practicar la caridad había también
mucho de original.
Durante los días de semana santa acostumbraba
Quirós sentarse por dos horas en el salón de su
casa, rodeado de sacos de plata y teniendo en la mano una copa de
metal, la cual metía en uno de los sacos, y la cantidad
que en ella cupiera la daba de limosna a cada pobre vergonzante
que se le acercaba en esos días. Supongo que aquella casa
estaría más concurrida que el jubileo magno.
Con personas de otro carácter que iban donde él a
solicitar un donativo, empleaba un curioso expediente. En un
cuarto tenía multitud de cajones clavados en la pared. Las
dimensiones de ellos eran iguales, y en cada uno podía
encerrarse holgadamente un talego de a mil. Quirós
ponía en algunos toda esta suma, y en los demás la
iba proporcionalmente disminuyendo hasta llegar a un poso. Todos
los cajones estaban numerados; y cuando don Antonio tenía
que habérselas con uno de los llamados hoy pobres de
levita y que entonces se llamarían pobres de capa larga,
conducíalo al cuarto, diciéndole:
-Escoja vuesa merced un número, y... ¡qué
Dios se lo depare bueno!
IV
Entre col y col...
Entre los manuscritos de la Biblioteca de Lima existe un libro,
de autor anónimo, que creemos escrito en 1790.
Titúlase Viaje al globo de la luna, y uno de sus
capítulos está consagrado al hablar extensamente de
las riquezas de Potosí y el Titicaca. Dice que desprendido
en 1681 un crestón del Illimani, se sacó de
él tanto oro, que se vendía como el trigo o el
maíz, y que en tiempo del virrey marqués de
Castelfuerte se compró por su orden una pepita que pesaba
cuarenta y cuatro libras.
Hablando de las minas de plata, cuenta el mismo autor
anónimo que un minero de San Antonio de Esquilache,
asiento de Chucuito, al retirarse del trabajo arrendó su
mina por mil cuarenta pesos diarios; que en la mina de Huacullani
la libra de metal sólo tenía cuatro onzas de
tierra, siendo plata lo restante, y que allí se
encontró la célebre mesa de plata maciza al cuyo
alrededor podían comer cien hombres holgadamente.
Leemos en ese libro que un soldado, no creyendo bien premiados
sus servicios por el presidente La Gasca, se dirigió a
Carangas, donde, en un arranque de cólera, dio un
puntapié sobre un crestoncillo, descubriendo una veta tan
rica que hizo en breve poderosos a cuantos la trabajaron. Esa fue
la conocida con el nombre de Mina de los Pobres.
Refiere el autor que una mina, llamada la Hedionda,
producía cerca de dos mil marcos por cajón; pero
que no puede explotarse por ser mortíferas sus
emanaciones.
Larguísimo extracto podríamos hacer de las curiosas
noticias que contiene este interesante manuscrito. Para
satisfacer al lector bastará que hagamos un sumario de las
materias de que trata cada capítulo de la obra.
En el capítulo I se ocupa el autor de discutir sobre la
posibilidad de la navegación aérea, y por
incidencia consagra tres páginas a Santiago de
Cárdenas el Volador, limeño que en la época
del virrey Amat escribió un libro describiendo un aparato
para viajar por los aires.
El capítulo II contiene una importantísima
disertación sobre la coca, su cultivo y propiedades, y un
estudio, también muy notable, sobre la despoblación
de España y población de las Indias.
Los capítulos III y IV están consagrados a noticias
sobre los sistemas para beneficiar metales, datos sobre las minas
de azogue de Huancavelica, descripción del lago Titicaca,
opinión sobre su desagüe, posibilidad de una
inundación espantosa y pormenores sobre las minas de Puno
y Potosí.
Los dos últimos capítulos son de importancia
puramente científica o literaria. Expone el autor sus
teorías sobre las mareas, desviaciones de la aguja,
vientos, etc., y diserta largamente sobre el teatro y la
poesía dramática.
Como se ve por este sumario, el manuscrito del autor
anónimo, que fue un español que residió
muchos años en el Perú, merece ser leído y
consultado.
Discúlpesenos estos párrafos que poca concomitancia
tienen con la tradición, y concluyamos con López
Quirós.
V
Donde concluimos copiando un párrafo de un
historiador
«Fue este caballero muy humilde, su conversación muy
decente, extrema su religiosidad y devoción, su conciencia
muy ajustada. Lo que encargaba más a sus administradores
era que a los indios les satisficiesen con puntualidad su
trabajo, y que en ninguna forma especulasen con ellos; porque de
no tratarlos bien y medrar avariciosamente con su sudor, podría Dios castigarle quitándole lo que en tanta profusión le había dado. Finalmente,
llegó a tener tanta edad (ciento nueve años) que
era necesario sustentarlo con leche de los pechos de las mujeres,
dándole de mamar. Pasó de esta vida al descanso de
la eterna por el mes de abril del año 1699. Fue muy
llorado de los pobres que, atentos a su ejemplar caridad y
virtudes, decían: Después de Dios, Quirós,
estribillo que nunca morirá en Potosí, porque mejor
que en láminas y bronces está grabado en los
corazones».