Algo a que no di por entonces importancia contome cuando era
estudiante (porque han de saber ustedes que, aunque lo disimule
mucho, yo he estudiado) un viejo grandísimo cuentero,
sobre un ruidoso litigio que tuvieron los pulperos de Lima con el
Cabildo de la ciudad por los años de 1791 a 1797. Pero
registrando ayer uno de los tomos de manuscritos de la Biblioteca
Nacional, heme encontrado con el expediente auténtico, que
aunque falto de páginas, conserva las precisas para
justificar mi relato.
En septiembre de 1791 se presentó por escrito ante el
Cabildo Juan Carabajal, natural de los reinos de España,
solicitando que para beneficiar a la República (sic), y
beneficiarse él, agrego yo, se le permitiese poner en la
plaza Mayor una barraca o recoba de madera, de seis varas en
cuadro y montada sobre ruedas, para vender en la noche licores y
comestibles, obligándose a no tolerar desórdenes y
a cuidar del aseo de la pila, a la vez que de mantener en ella
dos faroles encendidos desde las seis de la tarde hasta el
despuntar del alba. El memorialito pasó por más
aduanas que en nuestros días un proyecto para canalizar
acequias, adoquinar calles o establecer alumbrado
eléctrico; que el Municipio blasonó siempre de
hilar delgadito.
El alcalde marqués de Salinas pidió informe al
síndico y al mayordomo de propios; se emplearon tres
sesiones en discutir calurosamente el asunto; y al cabo, con
acuerdo de la mayoría de regidores, se otorgó la
licencia, obligando al postulante a depositar en arcas doscientos
pesos para responder por las multas en que pudiera incurrir.
Carabajal propuso exhibir fianzas en vez de plata; pero el conde
de la Vega del Ren y el marqués de Casa Calderón,
cabildantes ambos, dijeron que nones y que no estaban para vuelve
luego y rebujinas con fiadores el día en que se ofreciese
hacer efectivo el pago de una multa. Manos que non dades,
¿qué buscades?, era el argumento de sus
señorías.
Carabajal no tuvo más que inclinar el cogote y exhibir la
mosca.
Plantaba ya los primeros maderos de la barraca, cuando don Juan
Freyre, recaudador de alcabalas del gremio de los pulperos, dijo:
«¡Alto ahí, mi amigo! Ratones arriba, que todo
lo blanco no es harina». Y se fue al Cabildo alegando que
la concesión hecha a Carabajal arruinaba a los bodegueros
establecidos en las esquinas de las Mantas, Santo Domingo,
Arzobispo y esquina de Judíos o del Jamón.
Carabajal contestó que estaba llano a pagar la alcabala
que Freyre quisiera imponerle. Éste dijo:
«¡Vaya en gracia! Aliquid chupatur», y el
Cabildo confirmó su primer decreto; que, como dijo
Barbarán el de Sevilla, "«quien no mata puerco no
come morcilla»".
Los pulperos so arremolinaron contra el alcabalero. Lo menos que
contra él dijeron fue que se había dejado untar la
mano por Carbajal, y presentaron al marqués de Salinas un
recurso manufacturado por un jurisperito de nota, con
profusión de latinajos y pobreza de razones. Pero el
Cabildo erre que erre, inflexible, y la barraca se
estableció en la plaza.
Eso de que la barraca fue cloaca donde pescaban sin caña
anchoas y tiburones las sacerdotisas de Venus, zahúrda
donde los escolares de Baco estudiaban a sus anchas y
zaquizamí donde rodaban de lo lindo las muelas de Santa
Apolonina, téngolo por chismografía y calumnia de
pulperos. ¿No te parece, lector? Aquí se puede
decir con el refrán: «araña,
¿quién te arañó? Otra araña
como yo».
Yo creo que la barraca fue un positivo beneficio para todo
limeño que a media noche sintiera la necesidad de gustar
un buen trago, forrar el estómago, tirar de la oreja a
Jorge o dar un mordisco a la manzana vedada. Ya sabía
dónde encontrarlo bueno, barato, bien despachado y con
agrado. La barraca de la plaza fue, pues, refugio de necesitados
y necesitadas, gente toda de buen vivir y virtuosa hasta la punta
de los pelos.
Y pasaban los meses y los años, y cada día era
mayor la guerra sorda de los pulperos al afortunado chinganero de
la plaza. Éste, que era mozo que sumía crecer la
hierba, comprendió que a la larga había de ser
vencido; y para dejar el campo sin perder laureles, resolviose a
vender barraca y privilegio por dos mil cincuenta duros a un su
paisano llamado Blasco Marín. Por noviembre de 1794
realizose la magna transacción mercantil, y Carabajal se
largó a España con el riñón cubierto,
y apto para entregarse a la vita bona y echarla de gran
señor en su terruño.
Los pulperos vieron en la transferencia motivo para renovar las
hostilidades en papel sellado. El Cabildo encontró
lógico seguir dispensando su apoyo al sucesor de
Carabajal; mas los pulperos supieron propiciarse la
protección del virrey, que lo era don Ambrosio O'Higgins.
Éste rompió abiertamente con el Cabildo, se
abocó con la Real Audiencia la resolución del
litigio, y por decreto de 27 de octubre declaró que la
barraca de la plaza era un centro de vicios y por ende
debía el dueño irse con la música a otra
parte.
El bodeguero de la esquina del Jamón solemnizó la
victoria de los del gobierno poniendo en la calle botija abierta,
para regalo de los borrachines de la parroquia, que se
desgañotaron gritando «¡Viva el virrey
inglés!».
De fijo que Blasco Marín empezó a declamar, desde
ese instante, la copla que dice:
Cuentan de un hombre aburrido,
y de genio furibundo,
que exclamaba enfurecido:
«si es como éste el otro mundo,
en llegando... me suicido».
porque, si no miente una apostilla que hay en el proceso, Blasco
Marín se sacó el clavo..., tirándose del
puente abajo.