Crónica de los virreyes marqués de Cañete y
conde de Nieva
I
Ni la tragedia de Saxahuamán, en que se levantó el
cadalso para el muy magnífico Don Gonzalo Pizarro y su
bravo maese de campo Francisco de Carbajal, ni el sangriento fin
del capitán Francisco Girón, ahorcado algunos
años después en la plaza de Lima, alcanzaron a
extinguir en el virreinato los motivos de civil discordia. En
todos los pueblos del Perú existían dispersos y
prontos a ponerse en combustión, tan luego como apareciese
un hombre audaz y con sobrada inteligencia para darles
dirección, infinitos elementos de anarquía.
Carlos V, en vísperas de encerrarse ya en el monasterio de
Yuste y en vista de los circunstanciados informes que
recibió de las colonias, llegó a convencerse del
peligro en que estaba de perder con el Perú el más
bello florón de su corona. Para conjurar la amenazadora
tormenta, confirió amplios poderes a Don Andrés
Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, y el
título de virrey que el conde de Casa Palma no
había querido admitir. No se engañó el
monarca en la elección de su representante, de quien dice
un concienzudo historiador que unía la prudencia de Gasca
a la entereza de Blasco Núñez de Vela.
Antes de hacer su entrada en Lima, entrada que se verificó
con solemnidad no vista hasta entonces, pasó el
marqués de Cañete un oficio al Cabildo, en el cual
daba a sus miembros el tratamiento de nobles señores. Su
antecesor el débil Don Antonio de Mendoza los había
acostumbrado al título de muy nobles señores.
Alguna agitación produjo el oficio entre los cabildantes,
azuzándola los tenientes de la rebeldía de
Girón, que persistían en traer revuelto al
país. Uno de los sempiternos bochincheros, Martín
de Robles, dijo en pleno Cabildo: «Que venga el
señor virrey, que ya le enseñaremos a tener
crianza».
Y en efecto, llegó el virrey, y su primer paso fue cortar
por lo sano mandando matar a todos los trastornadores, inclusive
Robles, dándosele un bledo del indulto que les
había acordado la Real Audiencia por sus pasados
extravíos.
Estos actos de severa justicia y la sagacidad con que supo
atraerse al inca Don Cristóbal Sayri Tupac, heredero del
imperio de Atahualpa y que desde la sierra mantenía en
alarma a los españoles, pusieron a raya a los turbulentos,
y Don Andrés pudo consagrarse con tranquilidad a la
organización del virreinato. Cuentan que convidado Don
Cristóbal a un banquete que en obsequio suyo dio el
arzobispo, tomó entre los dedos una hilacha del fleco del
mantel y dijo, aludiendo a que sólo se le había
dejado el cacicazgo de Urubamba: «Todo el mantel fue
mío, y hoy apenas si es mía esta
hilachita».
Datan de esta época las fundaciones de la villa de
Cañete y de la ciudad de Cuenca.
Por entonces se ensayó desaguar la célebre laguna
de Urcos con el propósito de extraer de ella la cadena de
oro del inca; se trajeron del Cuzco las momias de varios
monarcas, a las que se enterró en un patio del hospital de
San Andrés, y se celebraron con mucha pompa en toda
América los funerales del emperador Carlos V.
Pero el marqués de Cañete, a quien tanto
debía su soberano, confiaba demasiado en el reconocimiento
de Felipe II. Los enemigos que por llenar su misión se
había creado eran numerosos e influyentes en la corte, y
alcanzaron del ingrato monarca que Don Andrés fuese
relevado desairosamente. El rey no tuvo en cuenta sus servicios
ni los de su hijo Don García, que tan bizarramente
había vengado en Chile a Pedro de Valdivia, sacrificado
por los araucanos, y nombró virrey del Perú al
conde de Nieva don Diego López de Zúñiga y
Velazco.
Era éste el hombre con menos dotes de mando que
podía encontrarse. Apenas llegado a Panamá,
principió a difamar al anciano marqués y a
constituirse en eco de las acusaciones de los descontentos.
Hurtado de Mendoza se había anticipado a enviar un
emisario que lo recibiese en el istmo, y cuentan que entre los
dos sólo se cambiaron estas palabras:
-S. E. el marqués de Cañete me manda cerca de V. E.
para...
El conde de Nieva no dejó continuar su arenga al emisario;
pues, montando en ira, le interrumpió:
-Entienda, señor capitán, que aquí no hay
más excelencia que yo, y que el sandio del marqués
tiene que adueñarse desde hoy, si le place, del
tratamiento de señoría. Y andad y decid a vuestro
amo que así lo tenga por sabido.
El emisario regresó inmediatamente a Lima, mientras el
nuevo virrey se detenía visitando algunos pueblos del
Norte.
Verdad inconcusa es que hasta en el cielo se da importancia a
lisonjeros tratamientos. El cristiano que en la gloria eterna
aspire a hacerse simpático tiene que empezar por aplaudir
con más entusiasmo que en el teatro los gorgoritos de los
serafines, y no tropezar con San José sin dar un par de
ósculos bien sonados a la varilla de azucenas que en la
mano lleva. A cada santo ha de hacerle respetuosa
genuflexión, añadiendo la obligada frase de:
«Beso a su merced los pies». Por supuesto, que no ha
de dirigir la palabra a la Madre de Dios sin llamarla antes
turris eburnea y regina cæli; y ¡guay de él!
si no exclama por tres veces al encontrarse con el Padre Eterno:
¡Sanctus! ¡Sanctus! ¡Sanctus! Tal es la
opinión de un escritor ilustre que sostiene ser la lisonja
claro indicio de buena educación en el hombre, y que
escuchar piropos es gratísimo no sólo a
oídos humanos, sino hasta a los divinos.
El marqués de Cañete, que no quiso halagar la
vanidad de los cabildantes, dándoles el tratamiento a que
su antecesor los había acostumbrado, iba a pasar por
humillación idéntica.
Grande fue la impresión que en el respetable
marqués de Cañete produjeron las desatentas
palabras de que le dio noticia el emisario. Su orgullo nobiliario
estaba herido cruelmente. En el acto cayó enfermo, para
morir pocos días antes de que entrase en Lima su sucesor,
y en el delirio de la fiebre exclamaba sin cesar:
-¡Nieva! ¡Tendrás mala muerte!
El cómo se realizó la profecía del
febricitante marqués es lo que verá el lector en el
siguiente capítulo.
II
El gobierno de Don Diego López de Zúñiga y
Velazco, conde de Nieva y señor de las villas de Arnedo,
Cerezos y Arenzanas, no excedió de tres años, y
habría pasado sin dejar la menor huella en la historia,
sin el misterioso y romancesco fin que cupo a este virrey.
Encontró el país como una balsa de aceite, merced a
las fatigas y tino de su antecesor, y gobernó como quien
trata sólo de llenar el expediente. Más que en la
administración, pensó en fiestas y galanteos.
Fue el conde de Nieva quien con el título de villa de
Arnedo fundó el pueblo de Chancay, a doce leguas de Lima,
con el propósito de establecer allí una Universidad
que compitiera acaso con la de Salamanca, y comisionó a
Don Cristóbal Valverde para la fundación de la
ciudad de Ica. Entiendo que Saña, destruida después
por una inundación, fue también fundada por ese
gobernante.
No encuentro en los cronistas dato alguno que interese sobre esa
época, salvo el de la creación de un hospital para
leprosos, que emprendió un buen hombre, conocido por
Antón Sánchez, en desagravio de haberse burlado en
España de su padre, llamándolo lazarino.
Era el 19 de febrero de 1564, y después de la media noche
descendía un embozado, con ayuda de una escala de cuerda,
de un balcón situado en el ángulo que hoy forman la
plaza de la Inquisición y la solitaria calle de los
Trapitos.
Noche, balcón, escala y embozado denuncian, al
través de los siglos, asunto de faldas y amoríos:
el sempiterno ¿quién es ella?, que trae al
retortero este pícaro mundo desde que a Dios le vino en
antojo crearlo.
La casa a que el balcón pertenece aún, era habitada
por una de las familias más acaudaladas, influyentes y
aristocráticas de aquella época.
Cuando faltaban al galán pocos peldaños para tocar
en el suelo, se desprendió la escala del balcón, y
al mismo tiempo cinco embozados principiaron a descargar con gran
fuerza costalazos de arena sobre el caído,
gritándole:
-¡Ladrón de honras!
Los criados del futuro marqués de Zárate, cuyos
descendientes fueron los marqueses de Montemira y condes de
Valle-Oselle, que habitaba la casa fronteriza, en la calle que
hoy mismo lleva ese nombre, despertaron a los gritos de los
agresores y de la víctima, lanzándose fuera para
prestar auxilio al que lo demandaba. Mas cuando llegaron al
sitio, sólo encontraron un cadáver.
Este era el del conde de Nieva, cuarto virrey del Perú,
que había perecido obscura y traidoramente, sacrificado a
la justa venganza de un esposo ofendido, cuyo nombre,
según un cronista, era Don Rodrigo Manrique de Lara.
Aunque los restos del virrey fueron llevados a palacio antes de
amanecer, y la Audiencia procuró hacer creer al pueblo que
había fallecido repentinamente en su cama, por
consecuencia de un ataque de apoplejía, la verdad del caso
era sabida en todo Lima.
Este virrey, como su antecesor, fue sepultado con gran pompa en
la iglesia de San Francisco.
La Real Audiencia siguió muy en secreto causa para
castigar al asesino, pero resultando comprometidos altos
personajes, tomó el prudente partido de echar tierra sobre
el proceso y evitar así mayor escándalo.
«A luengas distancias, luengas mentiras», dice el
refrán. De suponerse es cuán abultada
llegaría a España la noticia y los comentarios a
que ella se prestó.
Felipe II resolvió entonces, mientras nombraba un nuevo
virrey, enviar al licenciado Don Lope García de Castro con
el título de presidente de la Audiencia, dándole el
especial encargo de formar proceso al asesino y sus
cómplices.
Pero al arribo del licenciado a Lima, que fue el 22 de septiembre
de 1564, había muerto Don Rodrigo, el principal acusado;
cuatro de sus parientes, que habían sido sus
cómplices, aunque del sumario no aparecían pruebas
claras, eran personajes ricos y de gran significación
social; y por fin la viuda, joven y bella, era aindamáis
de la rancia nobleza de Castilla, como prima segunda de su amante
el virrey conde de Nieva.
El presidente de la Real Audiencia lo tuvo todo en cuenta, y
rompió el protocolo, diciendo a sus colegas: