Hombre hay en los tiempos que alcanzamos que se desvive por andar
entre papel sellado y escribanos; que escatima el pan de la
familia, pero que empeña hasta las potencias de Cristo
para pagar con puntualidad los honorarios de abogado y de
procurador. Gusto perro es, convengo en ello, el de pasarse las
horas muertas gastando las baldosas del palacio de justicia y
siendo pulga en la oreja o pesadilla de los magistrados; pero el
hecho es que existe el tipo y que mis lectores estarán
cansados de tropezar con él. Esos maniáticos no
admiten cura, y se mueren y van al hoyo cuando les falta proceso
de qué hablar y en qué pensar.
Los jueces de nuestra era republicana tienen asegurado sitio en
el cielo por su paciencia para habérselas, de enero a
enero, con esos chirimbolos que litigan por una coma mal puesta.
No me gustan garnachas de esa especie. Deme usted jueces de la
cáscara amarga, como los que voy a dar a conocer a mis
lectores en esta tradicioncita, de cuya autenticidad
histórica respondo con cuanto soy y valgo, como dicen los
cartularios.
Por real cédula de 3 de mayo de 1787 erigiose la Real
Audiencia del Cuzco, cuya instalación solemne se
verificó el 4 de noviembre del siguiente año. La
fastuosa ceremonia del recibimiento del sello en la ciudad, si no
recuerdo mal, se hizo en el día anterior.
Alcalde de corte fue, desde entonces hasta principios del
presente siglo, Don Domingo del Oro y Portuondo, doctor in utroque
jure, y que gozaba en todo el virreinato de reputación
salomónica. Jamás torciose en sus manos la vara de
la ley, y fallo que él pronunciaba era acatado hasta por
el monarca y su Consejo de Indias. Sentencia suya nunca fue
revocada ni serlo podía, que apoyada iba siempre en la
más recta y sesuda aplicación de las Partidas y el
Fuero Juzgo y demás pragmáticas y ordenanzas y
garambainas tribunalicias en rigurosa vigencia.
Pocos pleitos, y sea esto dicho en encomio del buen sentido de
los cuzqueños, ventilábanse entonces en la ciudad
incásica; pero un aragonés, apellidado
Landázuri, daba por sí solo más
trajín a oidores, alcalde, portero y alguaciles que un
cardumen de litigantes. La quisquilla más trivial era para
él un semillero de procesos. Es fama que de 1788 a 1797
entabló veintiocho pleitos, sin que en uno solo de ellos
lo asistiese el menor asomo de justicia. Mientras más
pleitos perdía, menos se descorazonaba o hastiaba de
gastar en papel sellado.
Landázuri era, pues, el coco del alcalde y de la
audiencia. No produjo Zaragoza aragonés más
testarudo y camorrista.
En 1797 el escribano Don Francisco Larrauri, al dar cuenta del
despacho, leyó al alcalde un recurso de Landázuri,
en el cual se querellaba éste de la mala vecindad que le
daba una parejita de recién casados, que solían
asomarse a la ventana y ponerse pico con pico como paloma y
palomo, despertando así el apetito del zaragozano, quien,
para libertarse de tentaciones y de que lo asaltasen pecaminosas
ideas, exigía que la justicia mandase cambiar de domicilio
al amoroso y enamorado matrimonio que tan pública
ostentación hacía de las dulzuras de la luna de
miel.
Aquí perdió el juez los estribos de la cachaza y
dijo:
-Ponga usted, Don Francisco, fecha, que voy a dictarle el
auto.
El escribano mojó la pluma de ave, escribió un
renglón, y alzando la cabeza contestó:
-Listo: ya puede dictar su señoría.
-Letra grande, clara y nada de gurrupatos, Don Francisco.
-Descuide su señoría.
-Ponga usted...
-Pongo.
-Váyase el recurrente al... demonio.
Escribió el escribano lo dictado y rubricó el
juez.
El auto fue como darle a Landázurí por la vena del
gusto; pues exclamó, brincando de alegría:
-Ahora sí que me luzco, y lo menos, menos, le hago quitar
la vara al dichoso alcalde, y puede que lo echen a presidio.
¡Gracias a Dios! Este será el primer pleito que
gane.
Y apeló del auto ante la Real Audiencia del Cuzco.
Pero ésta se hallaba tan acostumbrada a desechar por
injustificables y maliciosas las apelaciones de Landázuri,
y tenía en tan alta estima la cordura, talento y
justificación de Oro y Portuondo, que empezando por el
conde Ruiz de Castilla, brigadier de los reales ejércitos,
gobernador intendente del Cuzco y presidente de su Real
Audiencia, y concluyendo por los oidores Don José de la
Portilla, Don Pedro Antonio Cernadas Bermúdez, Don Miguel
Sánchez Moscoso y Don José Fuentes González,
nemine discrepante, convinieron en dictar al escribano D.
Bernardo Gamarra, padre del que fue presidente del Perú,
el siguiente inapelable fallo:
-Confírmase el apelado, y con costas. -Cinco
rúbricas.
Y como a Don Fulano Landázuri, el litigante cócora,
no le quedaba otro camino que el de recurrir al Consejo de
Indias, y eso era gastadero de muchísima plata, tiempo y
flema, se conformó con lo decidido por la Audiencia,
satisfizo treinta reales vellón por costas, y (como
ustedes lo oyen) sin más reconcomios, derechito,
derechito, se fue... al demonio.