En cierta casa de la calle de Gremios y clavado en la puerta
principal para que lo leyesen los transeúntes,
aparecía una mañana del año 1636 un
pergamino, con letras como el puño, conteniendo esta
redondilla:
«Que en lo que digo no miento
pongo por testigo a Dios:
esta casa es la de los
judíos del prendimiento».
Aquello era un pasquín en regla.
No se necesitaba más para poner en movimiento a la gente
novelera y para que la Inquisición descolgara familiares
que en la famosa calesita condujeran al dueño de la casa a
la terrorífica cárcel del Santo Oficio.
Bastábales a sus señorías los inquisidores
contra la herética pravedad saber que el jefe de la
familia era portugués, para no dudar que fuese judaizante
famoso y, por ende, merecedor del tostón.
Pocos meses antes, el 11 de agosto de 1635, la Inquisición
había echado garra a más de cien portugueses,
acusados de concurrir a la casa de Pilatos. Ya he contado en mis
Anales de la Inquisición de Lima los pormenores del luto
de fe celebrado el domingo 23 de enero de 1639, en que once
portugueses, hombres todos de caudal, sirvieron de combustible a
la hoguera.
El verdadero crimen de éstos y de los seis mil lusitanos
avecindados a la sazón en el país y a quienes por
mandato del monarca puso en aprietos la Inquisición, era
haberse hecho, trabajando honradamente, grandes capitalistas.
Achacábaseles también no sé qué
tramas con Holanda para arrancar estos reinos del Perú al
dominio español. Pretexto político y pretexto
religioso. El que salvaba de una ratonera caía de bruces
en la otra. No había escape: o judío o
revolucionario, y venga la bolsa.
Eran los portugueses muy entendidos en el laboreo de minas, y
así en el corregimiento de Huarochiri, como en los de
Yauyos y Canta, las poseían valiosísimas.
Cuéntase por tradición de padres a hijos que frente
a Nazca y de un terreno aurífero llamado Cerro Blanco
sacaron gran cantidad de oro; lo que no nos maravilla, sabiendo
que en el departamento de Ica abunda este metal, como lo revela
el nombre de Villacurí (criadero de oro) que desde el
tiempo de los incas se dio a una de sus pampas.
Consta también que cuando principió en Lima la
persecución de los portugueses, éstos para impedir
que algunas cargas de metal ya beneficiado, que les venían
por la ruta de Ica, cayesen en poder de la Inquisición,
dieron oportunamente orden de ocultarlas. Así se explica
que en las pampas de Acarí, en el sitio llamado Poruma,
haya un tesoro perdido en el océano de arena.
Al que esto escribe (cuando en 1855, a consecuencia del naufragio
del vapor de guerra Rimac, anduvo perdido en ese inmenso
desierto) lo refirieron en Chocavento varias consejas sobre el
tesoro de Poruma, y sobre el que también escondieron los
portugueses en la pampa de Hualluri, en el lugar que hasta hoy se
llama mesa de Magallanes.
Hombre hubo que me contó con toda seriedad que, extraviado
una noche en el desierto, encontró las barras de Poruma y
con ellas varios zurrones conteniendo plata de cruz, de la cual
guardó en sus bolsillos muchas monedas; pero que cuando
más tarde, provisto de agua y víveres,
volvió a aventurarse, le fue imposible encontrar el sitio.
Es general creencia entre los naturales que el diablo es
guardián de los tesoros ocultos, y que por eso han sido
estériles las tentativas de cuantos en diversas
épocas han andado por esas pampas buscando lo que otros
escondieron.
Continuemos con la tradición.
El dueño de la casa de Gremios llamábase Don Antonio
Balseyra Vasconcelos da Cota Pinheyro, natural de Zelorico do
Bebado, marido de una Doña Nicolasita, limeña,
cándida de abarrajarse, y sobre cuyos candores tiene un
escritor amigo mío largos apuntes, que yo no pongo en
letras de molde por hacerle a él la forzosa de sacarlos a
plaza.
No crean ustedes tampoco que el marido fuese muy avisado. Su
candidez calzaba puntos mayúsculos, y era de las que
reclaman más candelillas que el retablo de las
ánimas.
La familia Balseyra era, en toda la extensión de la
palabra, el prototipo de la tontería.
La circunstancia del pasquín, unida a la de que la
Inquisición tuviera con ojo al margen todo apellido
portugués, hizo que el vecindario se fijara en que los
hijos de Antón Balseyras Vasconcelos y Doña Nico no
se llamaban como los demás muchachos del barrio con
nombres manoseados en el calendario, sino algo revesados para
esos tiempos, en que no se conocían los Alfredos y
Abelardos ni las Deidamias y Eloísas.
El primogénito, que era el mismo pie de Judas, contaba
diez años y se llamaba Ezebelión. A esa edad
había ya roto a pedradas la cabeza a varios chicos de la
vecindad.
Seguía a éste Noemí, avucastrito de ocho
eneros mal contados.
Completaba la familia Melquisedec, trastuelo de cinco
años, bizco, patizambo y jorobado; un verdadero
diablito.
Cuando Don Antonio estuvo ya aclimatado en las mazmorras del Santo
Oficio, empezaron los inquisidores a hurgarle la conciencia, y
después de aplicarlo un cuarto de rueda, sacaron en limpio
que los hijos del portugués no habían sido
bautizados por el cura de la parroquia, sino por su mismo padre y
a usanza de judíos.
Con la mitad de esto había más que suficiente
pretexto para enviar un hombre al quemadero; mas Balseyra dio
tales muestras de compunción, probando hasta la pared del
frente que había pecado por tonto y no por judío,
que el Santo Oficio, teniendo también en cuenta que la
hacienda del reo era pobre bocado, lo sentenció a abjurar
de levi y a salir por las calles de Lima en bestia de albarda,
con sambenito, coroza, pregonero y espantamoscas.
Ítem, llevaron a los muchachos a la capilla de la
Inquisición y se les cristianó en forma. A
Ezebelión le pusieron por nombre Felipe, Melquisedec se
convirtió en Tomás, y Noemí se
transformó en Carmencita.
El prójimo que, por mal de sus pecados, caía bajo
la férula del Tribunal de la fe, tenía tiempo para
pudrirse en la prisión antes de ver terminada su causa. El
proceso contra los portugueses duró más de tres
años; algo menos, es cierto, de lo que hoy dura un
pleitecillo en nuestros tribunales de justicia, donde al
litigante, entre abogado, escribano, procurador y papel sellado,
lo hacen pasar más torturas que los torniceros a un reo de
Inquisición.
Al día siguiente de relajados Manuel Bautista Pérez
y demás compañeros mártires, salió
Balseyra da Cota Pinheyro con otros infelices penitenciados a
público paseo en burro, con chilladores delante y
zurradores detrás.
Ezebelión y Melquisedec, que tenían de necios tanto
como de bellacos, se escaparon de la casa materna, curiosos de
ver la figura que el malhadado autor de sus días
haría montado en asno y con scelerata mitra en la
cabeza.
Cuando concluyó la función regresaron los muchachos
contentísimos a su casa, gritando:
-¡Señora madre, señora madre!
¡Qué buen mozo estaba señor padre vestido de
obispo! ¡Lástima que su merced no lo haya visto!