El siglo XIX estaba aún en mantillas (lo que importa,
lector amigo, decirte que la acción de este
capítulo pasa en 1801) y perdona lo alambicado de la
frase. Salamanca, la de la famosa Universidad, ardía de
entusiasmo, en cierta noche de aquel año, porque un
gallardo mozo de la chusma estudiantil había colgado el
raído manteo, cambiando a Cicerón y las Pandectas
por las comedias del buen Lope y del romántico
Calderón.
En una de las tabernas de la universitaria ciudad
hallábanse congregados, al olor de un suculento jigote y
de descomunales jarros de Valdepeñas no bautizado, gran
número de estudiantes, cómicos y mujerzuelas, gente
toda así lista para un fregado como para un barrido, a la
que tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Y a un
extremo de la sala y al calor del brasero, veíase una
muchacha que ejercía a la vez los oficios de cantora y
lazarillo de un pobre ciego de gitanesca estampa.
Degollación, que tal era el nombre de la mocita,
tenía una cara más fea que el pecado de usura, y
una voz de caña rota que el ciego rascador de guitarra
sabía hacer soportable por la sal de su punteado.
-¡Ea! ¡Degollación, hija mía!
Échale una seguidilla al lucero de los claustros de
Salamanca, al Sr. Rafael, que así Dios me salve si no ha
de exceder, con tercio y quinto, al mismísimo
Isidoro.
La muchacha tosió dos veces para limpiarse los arrabales
de la garganta, el ciego rasqueó de lo lindo y,
suspendiéndose por un rato el general batiburrillo, se
hizo la chusma toda oídos para atender a lo sentencioso
del cantar:
«Las monjas en el coro
dicen cantando:
entre tantas hermanas
no hay un hermano.
¡Y al estribillo!
¿quién vio chocolatera
sin molinillo?».
-¡Víctor por la real moza! -exclamó en coro
la estudiantina, echando al aire los chafados sombreros.
Pero el estudiante a quien el ciego había llamado el Sr.
Rafael, y que al parecer era el héroe de la noche,
había tomado un aire taciturno. Sus compañeros de
mesa pretendían, con su aturdimiento, sacarlo de su
distracción; y las mujeres lo miraban desvergonzadamente y
con ojos de codicia, porque al cabo era un buen mozo que, a mayor
abundamiento, acababa de ser aplaudido con frenesí,
debutando en las Paredes oyen del correcto Alarcón.
Cuando el vino sacó de caja todos los cerebros, Rafael
abandonó la taberna, sin que su desaparición fuese
notada nada más que por el comediante Antonio Espejo,
quien penetró en el cuarto de su compañero y lo
encontró en el mismo estado de preocupación que le
había observado en el festín.
-Rafael, amigo mío, tú sufres.
-Es verdad, Espejo. En medio de ese banquete he sido presa de una
alucinación fatal. Escúchame, Desde que estrechamos
nuestra amistad, se reveló en mí deseo
vivísimo de merecer sobre la escena los aplausos del
pueblo, de ser fiel intérprete de nuestros grandes poetas
y arrebatar de entusiasmo al mundo, alcanzando las coronas
reservadas al genio. Y esta noche, cuando alistado ya en tu
compañía, he hecho mi primera presentación y
alcanzado mi primer triunfo, se despertó en mí el
recuerdo de mis padres que me desdeñan y creen que el
título de cómico es un borrón que arrojo en
los cuarteles de mi ilustre familia. Ya no es posible retroceder.
Abandono mi apellido, y desde hoy me llamaré Rafael
Cebada... Pero en medio de ese banquete, un cuadro sombrío
apareció de pronto a mi imaginación.
Figurábame estar en una gran plaza y rodeado de inmenso
pueblo... Todas las miradas estaban fijas en mí... Yo era
el protagonista de esa fiesta... En el centro de la plaza se
alzaba un cadalso... y dos hombres subieron a él junto
conmigo... Uno era el verdugo, y el otro era un sacerdote...:
Eras tú, Espejo, tú, que me has abierto las puertas
a la existencia afanosa del cómico y que me
acompañabas hasta el dintel de la tumba!...
Y Rafael Cebada, entregado a la violencia del delirio,
cayó sin sentido en los brazos de su amigo.
II
Pasados eran los días en que el atrio de la catedral
servía de escenario para la representación de Autos
sacramentales. Lima poseía el teatro incómodo y
nada elegante al que hoy concurre nuestro público,
ávido siempre de espectáculos, teatro cuyo
ridículo aspecto le ha conquistado el nombre de gallinero.
El teatro actual había sustituido a otro que, desde 1602
hasta 1661, existió en la calle de San Agustín, en
la casa conocida aún por la de la Comedia vieja y en cuya
fábrica se habían gastado cincuenta y ocho mil
pesos. La del actual costó sesenta mil pesos, y su
refección, después del terremoto de 1746,
importó poco más de cuarenta mil. Fue el ilustre
limeño Olavide quien estuvo encargado de dirigir la
reedificación del teatro, notable por sus buenas
condiciones acústicas más que por la pobreza de su
arquitectura.
Con el nuevo proscenio, los habitantes de Lima no sólo
habían ganado en localidad, sino en el mérito de
los artistas y en la variedad de las funciones. Era indispensable
que, tras de Orestes o el Diablo predicador, una pareja de baile
luciese el encanto sensual de la danza española.
Venía luego el Alcalde torero o algún sainete de
Ramón de la Cruz, y sólo se retiraba el espectador
después de aplaudir la tonadilla, especie de zarzuela en
andadores. Y las empresas de teatro que por seis reales
ofrecían al concurrente declamación, baile y canto,
no se atrevieron a solicitar jamás una alza de precios.
¡Lo que va de tiempo a tiempo!
En el telón del teatro de Lima veíase pintado el
Parnaso, y hasta 1824 se leía en él la siguiente
octava, original del conde de las Torres, literato de pobre
literatura, a juzgar por la octava que de él conocemos y
que, sin lisonja, es de lo malo lo mejorcito:
Útiles de este Pindo refulgente
Son auxilio a hospitálica indigencia
Que Apolo, como médico excelente,
Si aquí da el metro, allá la Providencia.
Mi farsa es una acción grave y decente
De honorosa política e influencia,
Y el que otro viso hallare en el que inflama
Aproveche la luz, deje la llama.
¿Has entendido, lector? Pues yo tampoco.
La primera vez que los limeños disfrutaron de ópera
italiana fue en 1814. La compañía era diminuta, y
así el tenor, Pedro Angelini, como la soprano, Carolina
Grijoni, de escasísimo mérito. El
espectáculo no fue del gusto público y por ello fue
reducido el número de funciones. Sólo desde 18 40,
en que tuvimos a las inolvidables Clorinda Pantanelli y Teresina
Rossi, empezaron a ocupar la escena lírica artistas de
reputación merecida.
Por el año de 1814, época en que principia nuestro
relato, el primer actor de la compañía
dramática era el famoso Roldán, discípulo de
Isidoro Máiquez, figurando en segunda escala el gracioso
Rodríguez, Cebada como galán joven y Barbeito en
los papeles de traidor. Cuando alguna vez hemos aplaudido a
O'Loghlin en Ricardo III y Sullivan, a Manuel Dench en el
Cardenal Montalto, a Jiménez en Dos horas de favor, a
Casacuberta en los Escalones del crimen, a Aníbal
Ramírez en las comedias de Rodríguez Rubí, a
Lutgardo Gómez en Traidor, inconfeso y mártir, a
Torres en Luis XI, a Valero en el Músico de la murga o a
Burón en el Drama nuevo, y manifestado nuestro entusiasmo
a un anciano que la casualidad nos deparaba por vecino de luneta,
siempre hirió nuestros oídos esta
contestación: «¡Psche! No está mal ese
actor... Pero si usted hubiera conocido a Roldán...
¡Oh, Roldán!... Eso era lo que había que
ver».
Cuando Emilia Hernández, Aurora Fedriani, Matilde
Duclós, Amalia Pérez, Ventura Mur o Carolina Civili
han arrancado un ¡bravo! a nuestros labios y un aplauso a
nuestras manos, también hemos sido interrumpidos por una
voz cascada y catarrienta:
«¡Qué fosfórica es esta juventud! Bien
se conoce que no oyeron a la Moreno!... ¡Oh, la Moreno!...
¡Cosa mejor, ni en la gloria!».
Y en efecto, Roldán, que en la comedia era una apreciable
medianía, no ha encontrado hasta hoy, en nuestro
proscenio, según el sentir de muy entendidos
críticos, un digno rival en la tragedia. En cuanto a la
Moreno, sólo sabemos que había llegado a ser una
buena actriz, sin que, por entonces, tuviera mérito
bastante para que se la considerase como una notabilidad. Y no es
concebible la importancia que quieren darla nuestros antecesores,
desde que se sabe que su educación fue tan descuidada que
aprendió a leer de corrido entre los bastidores del teatro
y a la edad de diez y ocho años.
III
María Moreno nació en Guayaquil en 1794. Rafael
Cebada la conoció al pasar por esa ciudad en 1812. Se
apasiono vivamente de su hermosura y recurrió a la
tercería de una apergaminada vieja para dirigir billeticos
a la joven. Cebada era, a la sazón, un andaluz de treinta
años, de blonda y rica cabellera, de grandes ojos negros y
de gallardo cuerpo. Sin embargo de su varonil hermosura, revelaba
en la palidez del rostro ese sello que frecuentemente dejan los
vicios. Ello es que María encontró al galán
muy de su gusto, y para dar un fin romancesco a los preliminares,
concertó con él una escapatoria de la casa
materna.
Embarcose la enamorada pareja en un buque próximo a zarpar
de la ría. Peregrinaron por Trujillo y Cajamarca, y
soñando con que todo el monte era orégano y
demás lindezas con que diz que sueñan los amantes,
despertaron una mañana en la tres veces coronada ciudad de
los reyes. Cebada se había consagrado a educar a su
querida, la que dio tales muestras de habilidad que, en menos de
dos meses, alcanzó a leer la letra de cadenilla con que se
copiaban los papeles de comedia y estuvo expedita para hacer su
primera salida en un teatrillo de pueblo.
Al llegar a Lima contaba la joven actriz muy cerca de diez y
nueve años y era de fisonomía bella y
simpática. Imagínese el lector un rostro
ligeramente ovalado entre un marco de negros y sedosos cabellos;
una frente tersa y arqueadas cejas sobre magníficos y
relucientes ojos garzos, capaces de incendiar un corazón
de caucho; unos labios purpúreos, pequeños e
incitantes, hombros mórbidos y seno voluptuoso. Y si a
estos rápidos detalles añade una sonrisa, a la que
aumentaba gracia una linda trinidad de hoyuelos y una voz dulce
como una esperanza de amor, fácil es de adivinarse el
cúmulo de simpatías y de adoradores que
conquistaría en la escena la mujer que se presentaba con
tales recomendaciones físicas. El mismo virrey Abascal, a
pesar de su gravedad, años y achaques, quemaba, de vez en
cuando, el incienso del galanteo a las plantas de la
cómica.
Créese quo no son virtudes muy sólidas las de la
gente del teatro; y aunque nunca han sido los bastidores escuela
de moralidad, es consolador para la gloria del arte afirmar que
no han escaseado en ellos mujeres dignas y hombres honrados. Esta
errada creencia aumentó el número de pretendientes
de María, que esperaban hallar en ella una fácil
conquista; y los celos de Cebada se alarmaron, hasta el punto de
abofetear a la actriz en el vestuario una noche en que la vio
recibir de manos del marqués de C*** un precioso
ramillete. Entonces María hizo entender a su amante que
estaba resuelta a recobrar su libertad y que desde ese día
iba a habitar en casa de una amiga.
IV
Existía por aquellos años, en mitad de la calle de
las Mantas, una casa de dos pisos con ínfulas de
callejón, casa que conocimos convertida en fonda y posada,
y que hoy, gracias a la influencia del buen gusto, forma los
elegantes almacenes de Lynch y Ortiz. La casa, de mezquina
apariencia, la constituían dos hileras de cuartos con una
temblona escalera al fondo que guiaba a unas habitaciones altas,
donde, con la holgura de una reina en su palacio, residía
la más salerosa andaluza que hasta entonces hubiera pisado
las orillas del Rimac.
Paca Rodríguez era una garrida muchacha de veinte eneros,
con unos ojos del color del mar, decidores como una
tentación y hermosos como la luz. Su tez era un poco
morena y fresca como el terciopelo del lirio, y sus labios
encendidos estaban sombreados de ese bozo, imperceptible casi,
que revela la organización vigorosa de una mujer. Para
completar el retrato de Paca digamos que su cuerpo era
ágil, esbelto y que respiraba voluptuosidad, gracia y
soltura por todos sus poros. Siendo ella bailarina, nos
hallábamos obligados a poner al descubierto sus torneadas
piernas; pero si hemos de hablar, lector, en puridad de amigos,
creemos que mejor es no meneallo y que, pasándolas por
alto, te libertamos de un pecado venial.
Pero a pesar de lo picaresco de sus ojos, Paca pertenecía
a las nobles excepciones de las mujeres de teatro, en lo que
nuestra pluma de cronista se da la enhorabuena.
¡Líbrela Dios de verse impelida de sacar a la
vergüenza a las Magdalenas de bastidores! Los apasionados de
la bailarina decían, a voz en cuello, que era incapaz de
ser razonable y darse a partido, porque tenía la tonta
debilidad de estar enamorada de su marido, el actor bufo
Rodríguez, el cual hace más de veinte años
que murió ejemplarmente en la ermita del Barranco,
próxima a Chorrillos. Su memoria no es olvidada aun por
los que, hombres ya, recordamos que él supo deleitar
nuestra edad de rosa, arrancando no pocas sonrisas a los labios
del niño.
Decíamos que Paca traía al retortero y desesperados
a un enjambre de galanes. Sin dejar de ostentar esa festiva
locuacidad ingénita al carácter andaluz,
jamás otorgó una esperanza ni dio motivo para que
se la tildase de coqueta. Que una mujer decante virtud porque no
ha tenido ocasión de ponerla a prueba, es cosa que se
encuentra al torcer cada esquina, y para nosotros es una virtud
hechiza y de poca ley. La que no esquiva el peligro y sale de la
lucha inmaculada es, perdónese nuestra opinión en
gracia de la franqueza, la mujer de virtud real. Convengamos en
que la de Paca era una virtud sólida, a prueba de oro y de
ataques nerviosos, con lo cual está todo dicho.
Las preocupaciones sociales, por otra parte, en una época
en que todavía estaban calientes las cenizas de la hoguera
inquisitorial y cuando se creía que el cómico era
un excomulgado indigno de sepultura eclesiástica,
hacían de las mujeres consagradas al teatro corazones
quebradizos como el barro y sin más religión que la
vida sensual. Una mujer de teatro se miraba entonces como una
alhaja a la que el capricho, la moda y la vanidad dan precio. Era
plato de ricos como el pavo trufado y las costillas de conejo.
Paca huyendo de ese gazofilacio de prostitución y vicio,
junto al que el destino la colocara, se arrojaba todas las
semanas a los pies de un sacerdote que, bastante ilustrado para
no rechazarla, la fortificaba con sus consejos y la brindaba los
consuelos del cristianismo. Y la esperanza le tendía sus
brazos y el amor de la esposa al esposo salvaba su honra de la
calumnia.
Tal era Paca la bailarina, ángel que en medio del lodazal
supo conservar la blancura de sus alas. Tal era la honesta mujer
que abrió las puertas de su casa a la infeliz
María.
V
Era el 2 de agosto de 1814 y el pueblo se dirigía en
tropel a la Alameda de los Descalzos (fundada en 1611), que no
ostentaba el magnífico jardín enverjado ni las
marmóreas estatuas que hoy la embellecen. Calles de sauces
plantados sin simetría, algunos toscos bancos de adobes y
una pila de bronce al costado del conventillo de Santa Liberata
constituían la Alameda, que sin embargo de su pobreza, era
el sitio más poético de Lima. Contémplanse
desde él las pintorescas lomas de Amancaes; el empinado
San Cristóbal, cuya forma hizo presumir que encerrase en
su seno un volcán, y el pequeño cerro de las Ramas,
donde contaban las buenas gentes que solía aparecerse el
diablo, en cuya busca subió más de un
crédulo desesperado. Y en el fondo de la Alameda, como
invitando al espíritu a la contemplación religiosa,
severo en la sencilla arquitectura de su fachada y misterioso
como el dedo de Dios, se destaca el templo de la
recolección de los misioneros descalzos, fundada en 1592
por el hermano lego fray Andrés Corzo.
Ni la iglesia ni el convento con su espaciosa huerta, que mide
más de cinco fanegadas, ofrecen gran cosa que admirar. En
uno de los claustros están la celda que durante
algún tiempo ocupó San Francisco Solano, que fue el
primer guardián que tuvo el convento, y la que en 1830
habitara el padre Guatemala, que murió en Ica, nueve
años más tarde, en olor de santidad. En la
portería y bajo un lienzo que representa el misterio de la
Concepción de la Virgen, se leen estas palabras apenas
comprensibles para los profanos en teología:
Potuit,
Decuit,
Ergo fecit.
¿Pudo el Omnipotente
a su Madre preservar?
Hízolo: era muy decente.
O quiso y no pudo Dios,
o pudo Dios y no quiso.
Si quiso y no pudo, no es Dios;
ni hijo, si pudo y no quiso.
Digan, pues, que pudo y quiso.
Aquella tarde tenía lugar la fiesta de la
Porciúncula, y desde las doce de la mañana estaban
ocupados los bancos por esas huríes veladas, que la
imitación de costumbres europeas ha desterrado -hablamos
de las tapadas-. ¡Dolorosa observación! La saya y
manto ha desaparecido llevándose consigo la sal
epigramática, la espiritual travesura de la limeña.
¿Estará condenado nuestro pueblo a perder de
día en día todo lo que lleva un sello de
nacionalismo?
La portería del convento estaba poblada de gente pobre,
que recibía de manos de un lego escudillas de comida.
¡Verdadero festín de mendigos en que hacía el
gasto la caridad cristiana! También la clase acomodada,
hermosas mujeres y elegantes donceles, se acercaba a pedir al
fraile un trozo de pan bendito. Y no se diga que era el
sentimiento de la humildad que encomia el evangelista el que los
guiaba, sino la costumbre y la imitación. Allí para
nada entraba el sentimiento religioso.
Entre la apiñada multitud se veía una linda joven,
sencillamente vestida de negro, que ayudaba a los legos a
repartir las viandas y socorría con pequeñas
limosnas de dinero a los mendigos. Un hombre, que se hallaba
confundido entre los grupos de curiosos, la miró fijamente
y murmuró:
-¿No es aquélla la Paca? ¿Y ha venido
sola?... Esto, quiere decir que María ha quedado en la
casa y podré verla sin testigos.
Y aquel hombre, embozándose en su larga capa
española, salió de la Alameda con paso precipitado.
Quien se hubiera entonces fijado en sus ojos, habría
leído en ellos un pensamiento siniestro.
De pronto se encontró detenido por un vendedor de
suertes.
-¡Patrón! Este número me queda -lo dijo el
suertero, que para servir a usarcedes era el honrado Chombo, el
decano de este gremio de vendedores de billetes de
lotería, a quien todos los limeños conocemos.
Chombo es un pobre viejo que, como el jorobadito Lumbreras, no ha
sabido en su vida sino asentar suertes. Cuenta hoy más de
setenta años; y Chombo a imitación de Ashavero,
sentenciado por la justicia divina a errar sobre la tierra hasta
el fin de los siglos, está condenado por la fatalidad a
vender billetes de lotería hasta que se acabe el
pábilo de su vida.
El embozado, al sentir que le hablaban, pareció volver de
una idea que lo preocupaba, y contestó con acento
reconcentrado:
-Una suerte... ¡Ah!... Ponga usted... para hacer bien por
el alma de una que va a morir.
Chombo lo miró asustado; y a la postre, echando cuentas
consigo mismo, escribió el mote que le dictaban,
cobró, entregó el respectivo billete, y el hombre
de la capa se alejó a buen paso.
VI
Melancólica como la predestinación estaba aquella
tarde María en las habitaciones de Paca, recostada en un
canapé de terciopelo. Tristes pensamientos dominaban su
alma, y acaso entre ellos iba alguno consagrado a la mujer que la
llevó en su seno y cuya ternura había olvidado
seducida por los halagos de un hombre.
Desde que María se acogió al amparo de su amiga,
Cebada no omitió súplicas ni extremos para
obligarla a reanudar un lazo que su cobarde imprudencia
había roto. Pero mientras más rogaba él,
más crecía la negativa de su querida; que achaque
de mujer ha sido siempre desdeñar al que se humilla. Esa
tarde María permaneció inalterable, como la
fatalidad, a las amenazas y ruegos, hasta que su amante, en un
arrebato de desesperación, exclamó: «Pues
bien, María, si no has de pertenecerme, no quiero que
ningún hombre llegue a poseer tu belleza».
Y seis veces clavó su puñal en el cuerpo de la
desventurada joven...
Tres días después circulaba este soneto en honor de
María Moreno, y que es atribuido a Don Bernardino Ruiz,
literato de esa época en que brillaban Don Hipólito
Unánue, Valdez y el festivo clérigo Larriva.
«Lloren las musas con acerbo llanto
el desgraciado fin de la que un día,
a Melpomene grata y a Talía,
de nuestra escena fue lustre y encanto.
Su primor y despejo pudo tanto
para darla opinión y nombradía,
que el culto espectador ya se creía
pasar desde el placer hasta el espanto.
En la flor de su edad encantadora,
osó en vano apagarle su luz pura
y el sepulcro le abrió mano traidora.
Pues, por vengarla, de esta losa dura
labró el genio un altar en donde mora
el talento, la gracia y la hermosura».
El soneto no es, en verdad, la octava maravilla; pero lo
consignamos a guisa de comprobante histórico.
VII
Rafael Cebada, después de perpetrar el asesinato,
tomó asilo en el convento de los descalzos. Grande fue la
sensación que su crimen produjo en los habitantes de Lima,
que reclamaban el pronto castigo de quien con tanta crueldad
había dado muerte a la actriz favorita del público.
Pero los días volaban, y no se habría alcanzado a
descubrir el paradero del asesino sin una circunstancia
providencial.
Recordará el lector que Cebada, pocos momentos antes de
penetrar en casa de Paca, compró un billete de
lotería. Cinco días después hízose la
extracción, y el billete resultó agraciado. Cebada
mandó llamar con un lego del convento a su amigo el actor
Manuel García y le entregó el número,
encargándole el cobro de la suerte. El infeliz
soñaba proporcionarse con ese dinero los precisos recursos
para huir de Lima.
Los amigos se parecen a las navajas de barba: sale una buena
entro diez.
García se dirigió sin vacilar a casa de Don Juan
Bautista de Lavalle y le denunció el asilo de Cebada, de
donde fue extraído después de largas tramitaciones
y formal resistencia del prelado.
Don Juan Bautista de Lavalle fue el primer alcalde ordinario que
tuvo Lima por elección del pueblo. La Constitución
dictada por las Cortes españolas en 1812, otorgó a
las colonias esta liberal prerrogativa. Encomendada la causa al
Sr. de Lavalle, éste desplegó gran celo y actividad
para su pronta terminación; y cuatro meses más
tarde la Real Audiencia aprobaba y mandaba ejecutar la sentencia.
Vanos fueron los argumentos que en su favor expuso el reo, a
quien por primera vez en Lima se permitió hablar ante los
tribunales. La conciencia pública, en la que domina una
mayoría de partidarios de la ley del talión,
exigía el castigo del asesino; y cuando se temió
que la influencia y el indisputable talento de Don
Jerónimo Vivar, abogado chileno y defensor del reo,
hicieran vacilar a los jueces, empezaron a aparecer pasquines en
las fachadas del cabildo y del palacio. He aquí uno de
ellos:
«¿Sabes qué harán con Cebada?
¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!».
La defensa de Vivar, que corre impresa, basta por sí sola
para formar la reputación literaria de un hombre. Es una
pieza elocuente y galana en la forma.
Copiemos otro de los pasquines que tuvimos la fortuna de hallar
en el curioso archivo del Sr. Odriozola:
«Si una traición desvelada
contra inocencia dormida
en tiempo no es castigada,
muy lejos de arrepentida
siempre quedará... cebada».
En el mismo sitio en que apareció el anterior, los amigos
del reo, para despertar la clemencia de los jueces, colocaron
otra quintilla de iguales consonantes:
«La justicia desvelada
por la inocencia dormida,
no quiere sea castigada
la culpa, si arrepentida
puede quedar no cebada.»
Y por fin en la pared de uno de los corredores de palacio se
leía este pareado, escrito con carbón:
«¡Abascal! ¡Abascal!
Si ahorcas a Cebada te irá mal».
Cuentan que la última comedia que representara Rafael en
nuestro coliseo fue la titulada El juez compasivo, y que
aludiendo a ella el señor de Lavalle, al tomar al reo la
declaración instructiva le dijo: «Vengo a
representar, a la de veras, el último papel que hizo usted
en el teatro».
VIII
La espléndida defensa de Vivar, unánimemente
aplaudida, no alcanzó a torcer la disposición de la
ley ni a disminuir en el pueblo la odiosidad contra el amante de
María Moreno, que al cabo fue puesto en capilla el jueves
26 de enero de 1815. El 28 a la una del día salió
de la cárcel resignado y valiente.-Fue el segundo y el
último a quien el verdugo dio en Lima muerte de
garrote.
IX
Cuando el gentío empezó a despejar la plaza, el
sacerdote que había acompañado al reo se
bajó la capucha, se arrodilló ante el
cadáver y principió a amortajarlo murmurando:
«¡Pobre Rafael! Tu sueño de Salamanca fue la
revelación de tu destino... Se ha cumplido para los dos...
¡Estaba escrito!».