Crónica de la época del decimotercio virrey del
Perú
I
Gran animación reinaba en la plaza mayor de Lima el
domingo 27 de abril de 1625. El Cabildo quería festejar
con una corrida de toros y juego de cañas y
alcancías la llegada al Perú y posesión de
palio del ilustrísimo señor arzobispo Don Gonzalo
de Ocampo.
Los aleros que tres cuartos de siglo más tarde
debían convertirse en elegantes portales, ostentaban
multitud de andamios, sobre los que se alzaban asientos, forrados
en damasco, para las principales señoras, caballeros y
comunidades religiosas que no hallaran cabida en los balcones
lujosamente encortinados.
Eran las tres de la tarde, y la corrida, anunciada para las dos,
no llevaba visos de dar principio. Ni su excelencia el virrey, ni
los oidores, ni el ayuntamiento se presentaban en sus balcones.
Las damas se abanicaban impacientes; los galanes, por hacer algo,
las atendían con refrescos y confitados; el pueblo
murmuraba, y los bichos se daban de cabezadas contra las trancas
del toril, situado en la esquina de la pescadería.
Entretanto, oidores y cabildantes iban y venían del
palacio del virrey al palacio del arzobispo.
De pronto cuatro hombres empezaron a quitar el dosel levantado en
el balcón de la casa arzobispal; y a la vez, por la puerta
de ésta, salía a gran escape la carroza de su
ilustrísima. Llegada a la esquina del portal de Escribanos
detúvola el cochero, esperando acaso que algunos oficiosos
quitasen las tablas que servían de barrera; mas, viendo
que nadie atendía a separar estorbos, asomó Don
Gonzalo la cabeza y comunicó órdenes al
fámulo. Entonces éste volvió bridas,
penetró el coche por la puerta principal del palacio de
gobierno y, saliendo por la de la cárcel de corte,
enderezó por el puente al convento de los Descalzos.
Antes de que sepamos lo que impulsó al arzobispo a inferir
tamaño desaire al Cabildo de la muy leal y tres veces
coronada ciudad de los reyes y a tomar por vía
pública la casa de gobierno, será bien que hagamos
conocimiento con el Excmo. Sr. Don Diego Fernández de
Córdova, marqués de Guadalcázar, conde de
Posadas, y decimotercio virrey del Perú por S. M. Don
Felipe IV.
II
Sabido es que para los virreyes de México fue siempre un
ascenso el gobierno del Perú, y tanto que durante dos
siglos fue el sueldo de éstos mayor que el de
aquéllos. Así entre los cuarenta virreyes que nos
rigieron, habían hecho en tierra de Motezuma el
aprendizaje del mando los marqueses de Mondéjar, de
Alcañices, de Salinas, de Montesclaros y de
Guadalcázar, así como los condes de Alba, de
Salvatierra y de la Monclova.
Guadalcázar disfrutaba en México de veinte mil
ducados al año, recibiendo en el Perú un aumento de
diez mil.
El de Guadalcázar vino, pues, de México a
reemplazar al príncipe de Esquilache, haciendo su entrada
en Lima en julio de 1622; y en verdad que Felipe IV no pudo dar
al virrey poeta más digno sucesor.
En los libros del Cabildo de Lima se encuentra una minuciosa
relación del magnífico recibimiento que hizo la
ciudad a su excelencia y a sus hijas doña Mariana y
doña Brianda, la que fue más tarde en España
condesa de Casa Palma.
La eficacia de sus medidas extirpó en Potosí el
bando de los Vicuñas que durante algunos años
había traído revuelto y ensangrentado el mineral; y
sólo el genio y el valor del marqués pudieron
impedir que se apoderase de Lima el pirata Jacobo L'Heremite, que
por cinco meses bloqueó el Callao con una escuadra de
trescientos cañones y mil setecientos hombres de
desembarco. A la vez los araucanos se rebelaron, y su excelencia
envió contra ellos con muy buen éxito una
expedición, dándola por general a su hermano Don
Luis Fernández de Córdova.
Dependiendo Panamá del virreinato del Perú,
suscitábanse con frecuencia cuestiones a las que el
virrey, por la distancia, no podía poner término
inmediato. Parece que su majestad reconvino una vez al de
Guadalcázar porque no trataba con severidad a ciertos
señores del istmo, reconvención a la que por
escrito contestó el marqués: «Señor,
como desde aquí sólo alcanzo con las puntas de los
dedos a las justicias de Panamá, no les puedo, aunque la
ambiciono mucho, apretar la mano».
Ya que hemos exhibido al virrey soldado, vamos al gobernante
sostenedor de las regalías del patronato.
III
A la una del día en que iba a efectuarse la fiesta con que
la ciudad agasajaba a su arzobispo, asomose el virrey por una
ventana de palacio para contemplar los adornos de la plaza; y
viendo que, en contravención a reales cédulas, se
ostentaba un dosel de terciopelo carmesí en el
balcón arzobispal, llamó al licenciado
Ramírez, que había sido camarero y maestro de
ceremonias del arzobispo Lobo Guerrero, y le dijo:
-Aquel dosel está en la plaza y a vista del virrey y de la
Real Audiencia; y pues el señor arzobispo no ha de ver los
toros de pontifical, no sé a qué título ha
de sentarse de igual a igual con quien representa a la corona.
Por eso, Sr. Juan Ramírez, he llamado a vuesamerced para
que le diga en mi nombre a su ilustrísima que siendo yo
tan su servidor y para evitarle el sonrojo de que esto se
trasluzca y ande en lenguas venga a mi palacio a gozar de la
función. Así estando a mi lado y en buena
conformidad, se bajará sin escándalo el dosel que,
contra ceremonial y derecho, ha puesto, y que tenga por entendido
que yo no he de cejar un punto en vilipendio de la dignidad regia
y de los fueros del soberano.
El licenciado salió a cumplir su comisión, y en
breve regresó con una respuesta airada de Don Gonzalo.
Entonces el prudente virrey puso el caso en conocimiento de la
Audiencia y de los regidores más notables, que,
aplaudiendo la conducta del marqués, no desesperaron traer
a buen acuerdo al arzobispo. Pero Don Gonzalo, según dice
el erudito quiteño Villarroel, que fue obispo de Arequipa
y de Santiago de Chile, en su curioso libro Los dos cuchillos,
impreso en 1657, tenía muchas ayudas de costas para errar
en la cuestión del dosel: «ser muy rico, muy
engreído, muy reciente prelado y no disimular sus puntas
de colérico».
Por eso, sin aceptar transacción alguna, mandó
quitar en el acto el dosel y todo adorno de sus balcones, cerrar
puertas y ventanas, y aparejada su carroza, tomó el
partido de que ya hemos hablado.
Ni antes ni después de Don Gonzalo han usado más
los arzobispos, cuando han querido presenciar algún
festejo, que un almohadón de terciopelo carmesí
sobre el antepecho del balcón, adornado éste con
una cortina recamada de franjas de oro.
El pueblo llegó al fin a imponerse de lo que
acontecía; mas no por eso desmayó la
animación de la fiesta. Sólo las comunidades y
algunas damas devotas y muy encariñadas por el arzobispo
se retiraron de los tablados y balcones.
El sesudo virrey no alteró en nada el programa de la
función; y como era de estilo, salió a caballo con
una lucida comitiva a recorrer la plaza, regresando luego a
ocupar su asiento bajo el dosel de la galería de
palacio.
La corrida fue buena. Los bichos eran bravos, despanzurraron
caballos, aporrearon jinetes e hirieron chulos. Hubo sangre, en
fin, sine qua non de una buena corrida.
La danza de gigantes parlampanes y papahuevos, los grupos de
pallas, y las cofradías de congos, bozales,
caravelís, angolas y terranovas, fueron suntuosas. Cada
señora de Lima se había encargado de vestir y
adornar con sus más ricas alhajas a uno de los farsantes.
En las danzas lucía la competencia del lujo.
El arzobispo regresó por la noche a su palacio,
imaginándose que con su ausencia había aguado la
función.
IV
Don Gonzalo de Ocampo, natural de Madrid, fue el cuarto arzobispo
de Lima. El 19 de octubre de 1625 tuvo la honra de consagrar la
catedral, en cuya construcción se habían empleado
ochenta y nueve años y gastádose seiscientos mil
pesos. La ceremonia religiosa principió a las siete de la
mañana y terminó a las nueve de la noche, y
aún existen medallas de plata que se acuñaron para
conmemorar el acto. Casi destruida por el terremoto de 1746, se
procedió inmediatamente a reedificarla,
verificándose su estreno el jueves de Corpus, 29 de mayo
de 1753, siendo virrey el conde de Superunda.
Desde 1604, en que se edificó, hasta 1625 fue la iglesia
de la Soledad, situada en la plazuela de San Francisco, la que
sirvió de catedral limeña.
Las torres de la catedral se construyeron en 1797, miden cuarenta
varas de altura y son de maderas incorruptibles. En la torre del
Norte se colocó la campana Cantabria o Mari-Angola, que
pesa trescientos diez quintales, y en la torre del Sur la campana
bautizada con el nombre de la Purísima, y cuyo peso era de
ciento cincuenta quintales.
Obsequiado en 1850 por el arzobispo Luna Pizarro, tiene la
catedral, entre otros notables, un magnífico lienzo de
Murillo, La Verónica, que los canónigos cuidan como
un tesoro, y que ya en dos ocasiones han visto en peligro de ser
robado.
Volvamos a Don Gonzalo. Desde el día de la cuestión
del dosel vivió en lucha abierta con el virrey. De
ilustrísima cuna, opulento, educado cerca del Padre Santo
Clemente VIII, de quien fue camarero secreto con poderosas
influencias en Roma y en Madrid, todas las probabilidades del
triunfo estaban en su favor. En México hacía poco
que un arzobispo había puesto preso a un virrey y
despojádolo del mando, conducta que mereció el
aplauso del monarca, y Don Gonzalo de Ocampo se hallaba en camino
de seguir el ejemplo. Los galeones que llegaron de Cádiz
en los últimos meses de 1626 traían la noticia de
que era punto resuelto en la corte nombrar por virrey al
arzobispo; pero que Felipe IV buscaba la manera de dorar la
píldora para no agraviar al marqués. Tal es la
gratitud de los grandes.
Sin duda que el arzobispo habría visto lograda su
ambición si la muerte no lo estorbase. Recorriendo su
diócesis fue envenenado en Recuay por un cacique, a quien
había reprendido severamente desde el púlpito, y
murió en 19 de diciembre de 1626, de cincuenta y cuatro
años de edad.
En su tiempo tuvo lugar la famosa querella de los barberos. El
arzobispo había promulgado un edicto, prohibiendo que
afeitasen en días festivos. Los rapabarbas pusieron el
grito en el cielo, y apelaron ante el juez eclesiástico de
Guamanga; mas habiéndoles negado la apelación,
ocurrieron a la Audiencia, la cual falló contra el edicto.
Sus señorías los oidores no podían pasar el
domingo sin hacerse jabonar la cara, ¡Pues no faltaba
más sino que su Ilustrísima legislase contra las
navajas!
Tengo para mí, conociendo el templo de alma de Don Gonzalo
y su influencia en las cortes de Roma y Madrid, que si lo hubiera
pretendido habría alcanzado el capelo cardenalicio. La
primera vez que se intentó crear un cardenal en
América, y que éste fuese el arzobispo de Lima, fue
en 1816. El 15 de octubre de ese año Don José
Antonio de Errea, del orden de Calatrava, y Don Francisco Moreira
y Matute, que eran los alcaldes de la ciudad, sometieron a la
aprobación del Cabildo la idea de solicitar de su majestad
que impetrase del Padre Santo la investidura del capelo en la
persona de Don Bartolomé María de las Heras,
arzobispo de Lima. El marqués de Casa Dávila, que
era el procurador general de la ciudad, habló con tanta
elocuencia en apoyo de la proposición que ella fue
aprobada. En uno de los códices del Archivo nacional he
leído copia del acta del Cabildo y del memorial enviado al
rey. Claro es que la pretensión tuvo en Roma el mismo
resultado que otra que en 1871 elevó a Su Santidad el
presidente Balta, pidiendo el capelo para el arzobispo Goyeneche,
que era entonces el decano de los obispos de la cristiandad, pues
contaba más de medio siglo de ejercer funciones
episcopales. Fío en Dios que a la tercera irá la
vencida, y que tendremos cardenal arzobispo en casa. No siempre
ha de estar el Papa con el humor negro, alguna vez nos ha de dar
gusto.