«Y sépase usted, querido, que perdí la
chabeta y anduve en mula chúcara y con estribos largos por
una muchacha nacida en la tierra donde al diablo le quitaron el
poncho».
Así terminaba la narración de una de las aventuras
de su mocedad mi amigo don Adeodato de la Mentirola, anciano que
militó al lado del coronel realista Sanjuanena y que hoy
mismo prefiere a todas las repúblicas teóricas y
prácticas, habidas y por haber, el paternal gobierno de
Fernando VII. Quitándole esta debilidad o manta, es mi
amigo don Adeodato una alhaja de gran precio. Nadie mejor
informado que en los trapicheos de Bolívar con las
limeñas, ni nadie como él sabe al dedillo la
antigua crónica escandalosa de esta ciudad de los reyes.
Cuenta las cosas con cierta llaneza de lenguaje que pasma; y yo,
que me pirro por averiguar la vida y milagros, no de los que
viven, sino de los que están pudriendo tierra y criando
malvas con el cogote, ando pegado a él como botón a
la camisa, y le doy cuerda, y el señor de la Mentirola
afloja lengua.
-¿Y dónde y cómo fue que el diablo
perdió el poncho? -le interrogué.
-¡Cómo! ¿Y usted que hace décimas y
que la echa de cronista o de historietista y que escribe en los
papeles públicos y que ha sido diputado a Congreso ignora
lo que en mi tiempo sabían hasta los chicos de la amiga?
Así son las reputaciones literarias desde que entró
la Patria. ¡Hojarasca y soplillo! ¡Oropel, puro
oropel!
-¡Qué quiere usted, don Adeodato! Confieso mi
ignorancia y ruégole que me ilustre; que enseñar al
que no sabe, precepto es de la doctrina cristiana.
Parece que el contemporáneo de Pezuela y Laserna se
sintió halagado con mi humildad; porque tras encender un
cigarrillo se arrellanó cómodamente en el
sillón y soltó la sin hueso con el relato que va en
seguida. Por supuesto que, como ustedes saben, ni Cristo ni sus
discípulos soñaron en trasmontar los Andes (aunque
doctísimos historiadores afirman que el apóstol
Tomás o Tomé predicó el Evangelio en
América), ni en esos tiempos se conocían el
telégrafo, el vapor y la imprenta. Pero háganse
ustedes los de la vista miope con estos y otros anacronismos, y
ahí va ad pedem litterae la conseja.
I
Pues, señor, cuando Nuestro Señor Jesucristo
peregrinaba por el mundo, caballero en mansísima borrica,
dando vista a los ciegos y devolviendo a los tullidos el uso y
abuso de sus miembros, llegó a una región donde la
arena formaba horizonte. De trecho en trecho alzábase
enhiesta y gárrula una palmera, bajo cuya sombra
solían detenerse el Divino Maestro y sus discípulos
escogidos, los que, como quien no quiere la cosa, llenaban de
dátiles las alforjas.
Aquel arsenal parecía ser eterno; algo así como
Dios, sin principio ni fin. Caía la tarde y los viajeros
tenían ya entre pecho y espalda el temor de dormir
sirviéndoles de toldo la bóveda estrellada, cuando
con el último rayo de sol dibujose en lontananza la
silueta de un campanario.
El Señor se puso la mano sobre los ojos, formando visera
para mejor concentrar la visual, y dijo:
-Allí hay población. Pedro, tú que entiendes
de náutica y geografía, ¿me sabrás
decir qué ciudad es esa?
San Pedro se relamió con el piropo y
contestó:
-Maestro, esa ciudad es Ica.
-¡Pues pica, hombre, pica!
Y todos los apóstoles hincaron con un huesecito el anca de
los rucios y a galope pollinesco se encaminó la comitiva
al poblado.
Cerca ya de la ciudad se apearon todos para hacer una mano de
toilette. Se perfumaron las barbas con bálsamo de Judea,
se ajustaron las sandalias, dieron un brochazo a la túnica
y al manto, y siguieron la marcha, no sin provenir antes el buen
Jesús a su apóstol favorito:
-Cuidado, Pedro, con tener malas pulgas y cortar orejas. Tus
genialidades nos ponen siempre en compromisos.
El apóstol se sonrojó hasta el blanco de los ojos;
y nadie habría dicho, al ver su aire bonachón y
compungido, que había sido un cortacaras.
Los iqueños recibieron en palmas, como se dice, a los
ilustres huéspedes; y aunque a ellos les corriera prisa
continuar su viaje, tan buenas trazas se dieron los habitantes
para detenerlos y fueron tales los agasajos y festejos, que se
pasaron ocho días como un suspiro.
Los vinos de Elías, Boza y Falconí anduvieron a
boca qué quieres. En aquellos ocho días fue Ica un
remedo de la gloria. Los médicos no pelechaban, ni los
boticarios vendían drogas: no hubo siquiera un dolor de
muelas o un sarampioncito vergonzante.
A los escribanos les crio moho la pluma, por no tener ni un mal
testimonio de que dar fe. No ocurrió la menor pelotera en
los matrimonios y, —161? lo que es verdaderamente
milagroso, se les endulzó la ponzoña a las
serpientes de cascabel que un naturalista llama suegras y
cuñadas.
Bien se conocía que en la ciudad moraba el Sumo Bien. En
Ica se respiraba paz y alegría y dicha.
La amabilidad, gracia y belleza de las iqueñas inspiraron
a San Juan un soneto con estrambote, que se publicó a la
vez en el Comercio Nacional y Patria. Los iqueños, entre
copa y copa, comprometieron al apóstol poeta para que
escribiese el Apocalipsis,
«pindárico poema, inmortal obra,
donde falta razón; mas genio sobra»,
como dijo un poeta amigo mío.
En estas y las otras, terminaba el octavo día, cuando el
Señor recibió un parte telegráfico en que lo
llamaban con urgencia a Jerusalén, para impedir que la
Samaritana le arrancase el moño a la Magdalena; y
recelando que el cariño popular pusiera obstáculos
al viaje, llamó al jefe de los apóstoles, se
encerró con él y le dijo:
-Pedro, componte como puedas; pero es preciso que con el alba
tomemos el tole, sin que nos sienta alma viviente. Circunstancias
hay en que tiene uno que despedirse a la francesa.
San Pedro redactó el artículo del caso en la orden
general, lo puso en conocimiento de sus subalternos, y los
huéspedes anochecieron y no amanecieron bajo techo.
La Municipalidad tenía dispuesto un albazo para aquella
madrugada; pero se quedó con los crespos hechos. Los
viajeros habían atravesado ya la laguna de Huacachina y
perdídose en el horizonte.
Desde entonces, las aguas de Huacachina adquirieron la virtud de
curar todas las dolencias, exceptuando las mordeduras de los
monos bravos. Cuando habían ya puesto algunas millas de
por medio, el Señor volvió el rostro a la ciudad y
dijo:
-¿Conque dices, Pedro, que esta tierra se llama Ica?
-Sí, Señor, Ica.
-Pues, hombre, ¡qué tierra tan rica!
Y alzando la mano derecha, la bendijo en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo.
II
Como los corresponsales de los periódicos hubieran escrito
a Lima, describiendo larga, menuda y pomposamente los jolgorios y
comilonas, recibió el Diablo, por el primer vapor de la
mala de Europa, la noticia —162? y pormenores transmitidos
por todos nuestros órganos de publicidad.
Diz que Cachano se mordió de envidia el hocico,
¡pícaro trompudo!, y que exclamó:
-¡Caracoles! ¡Pues yo no he de ser menos que
ÉL! No faltaba más... A mí nadie me echa la
pata encima.
Y convocando incontinenti a doce de sus cortesanos, los
disfrazó con las caras de los apóstoles. Porque eso
sí, Cucufo sabe más que un cómico y que una
coqueta en esto de adobar el rostro y, remedar
fisonomías.
Pero como los corresponsales hubieran olvidado describir el traje
de Cristo y el de sus discípulos, se imaginó el
Maldito que, para salir del atrenzo, bastaríale consultar
las estampas de cualquier álbum de viajes. Y sin
más ni menos, él y sus camaradas se calzaron botas
granaderas y echáronse sobre los hombros capa de cuatro
puntas, es decir, poncho.
Los iqueños, al divisar la comitiva, creyeron que era el
Señor que regresaba con sus escogidos, y salieron a
recibirlo, resueltos a echar esta vez la casa por la ventana,
para que no tuviese el Hombre-Dios motivo de aburrimiento y se
decidiese a sentar para siempre sus reales en la ciudad.
Los iqueños eran hasta entonces felices, muy felices,
archifelices. No se ocupaban de política, pagaban sin
chistar la contribución, y les importaba un pepino que
gobernase el preste Juan o el moro Muza. No había entre
ellos chismes ni quisquillas de barrio a barrio y de casa a casa.
No pensaban sino en cultivar los viñedos y hacerse todo el
bien posible los unos a los otros. Rebosaban, en fin, tanta
ventura y bienandanza, que daban dentera a las comarcas
vecinas.
Pero Carrampempe, que no puede mirar la dicha ajena sin que le
castañeteen de rabia las mandíbulas, se propuso
desde el primer instante meter la cola y llevarlo todo al
barrisco.
Llegó el Cornudo a tiempo que se celebraba en Ica el
matrimonio de un mozo como un carnero con una moza como una
oveja. La pareja era como mandada hacer de encargo, por la
igualdad de condición y de caracteres de los novios, y
prometía vivir siempre en paz y en gracia de Dios.
-Ni llamado con campanilla podría haber venido yo en mejor
oportunidad -pensó el Demonio-. ¡Por vida de Santa
Tecla, abogada de los pianos roncos!
Pero desgraciadamente para él, los novios habían
confesado y comulgado aquella mañana; por ende, no
tenían vigor sobre ellos las asechanzas y tentaciones del
Patudo.
A las primeras copas bebidas en obsequio de la dichosa pareja,
todas las cabezas se trastornaron, no con aquella alegría
del espíritu, noble, expansiva —163? y sin malicia,
que reinó en los banquetes que honrara el Señor con
su presencia, sino con el delirio sensual e inmundo de la
materia. Un mozalbete, especie de don Juan Tenorio en agraz,
principió a dirigir palabras subversivas a la novia; y una
jamona, jubilada en el servicio, lanzó al novio miradas de
codicia. La vieja aquella era petróleo purito, y buscaba
en el joven una chispa de fosfórica correspondencia para
producir un incendio que no bastasen a apagar la bomba Garibaldi
ni todas las compañías de bomberos. No paró
aquí la cosa.
Los abogados y escribanos se concertaron para embrollar pleitos;
los médicos y boticarios celebraron acuerdo para subir el
precio del aqua fontis; las suegras se propusieron sacarles los
ojos a los yernos; las mujeres se tornaron pedigüeñas
y antojadizas de joyas y trajes de terciopelo; los hombres serios
hablaron de club y de bochinche; y para decirlo de una vez, hasta
los municipales vociferaron sobre la necesidad de imponer al
prójimo contribución de diez centavos por cada
estornudo.
Aquello era la anarquía con todos sus horrores. Bien se ve
que el Rabudo andaba metido en la danza.
Y corrían las horas, y ya no se bebía por copas,
sino por botellas, y los que antaño se arreglaban
pacíficas monas, se arrimaron esa noche una mona tan
brava... tan brava... que rayaba en hidrofóbica.
La pobre novia que, como hemos dicho, estaba en gracia de Dios,
se afligía e iba de un lado para otro, rogando a todos que
pusiesen paz entre dos guapos que, armados de sendas estacas, se
estaban suavizando el cordobán a garrotazos.
El diablo se les ha metido en el cuerpo: no puede ser por menos
-pensaba para sí la infeliz, que no iba descaminada en la
presunción, y acercándose al Uñas largas lo
tomó del poncho, diciéndole:
-Pero, señor, vea usted que se matan...
-¿Y a mí qué me cuentas? -contestó
con gran flema el Tiñoso-. Yo no soy de esta parroquia...
¡Que se maten enhorabuena! Mejor para el cura y para
mí, que le serviré de sacristán.
La muchacha, que no podía por cierto calcular todo el
alcance de una frase vulgar, le contestó:
-¡Jesús! ¡Y qué malas entrañas
había su merced tenido! La cruz le hago.
Y unió la acción a la palabra.
No bien vio el Maligno los dedos de la chica formando las aspas
de una cruz, cuando quiso escaparse como perro a quien ponen
maza; pero, teniéndolo ella sujeto del poncho, no le
quedó al Tunante más recurso que sacar la cabeza
por la abertura, dejando la capa de cuatro puntas en manos de la
doncella.
El Patón y sus acólitos se evaporaron, pero es fama
que desde entonces viene, de vez en cuando, Su Majestad Infernal
a la ciudad de Ica en busca de su poncho. Cuando tal sucede, hay
larga francachela entre los monos bravos y...
Pin-pin,
San Agustín,
Que aquí el cuento tiene fin.