Hembra de filimiquichupisti y de una boquita de beso comprimido
era por los años de 1679 Carmencita Domínguez. No
la había más gallarda en Arequipa, que es tierra de
buenas mozas.
Dicho se está con esto que tenía una lista de
enamorados tan surtida y abundante como el escalafón; y
agregaré, para honra de la muchacha, que era de las que
prometen y no cumplen.
Entre los que bebían por ella los vientos estaba Pacorro,
mancebo andaluz, que ostentaba más garbo que
vergüenza y que no admitía maestro para cantar unas
seguidillas al compás de una guitarra.
Lo menos que la dijo en una serenata fue:
«La hermosura de los cielos
cuando Dios la repartió,
no estarías tú muy lejos
cuando tanta te tocó».
A Carmencita no debió parecerle que el chico era para
calabaceado de sopetón; porque cuando él la dijo
que venía con buen fin y decidido a hacer las cosas como
lo manda la Iglesia, ella le contestó que, aunque tantas
letras hay en un sí como en un no, la manera de acertar
era consultar la cosa con fray Tiburcio su confesor.
Este se echó a tomar lenguas y sacó en limpio que
Pacorro era un tarambana, sin más bienes raíces que
los pelos de la cara, holgazán por añadidura y que
traía al retortero a tres o cuatro prójimas; pues
así apechugaba con el bizcocho como con el corbacho.
En consecuencia, díjole a la beatita:
-Hazle la cruz a ese mozo como al enemigo malo.
Y la obediente muchacha dio en huir el bulto al galán,
hasta que él, atropellando todo respeto, la abordó
un día al salir de misa mayor.
-¡Jinojo! Alto ahí, manojito de clavelinas, que por
el alma de mi abuela que esté en gloria, hoy has de sacar
ánima del purgatorio dándole a este majo un
sí como Cristo nos enseña, ¡Jinojo! Yo no soy
hombre que aguanta un feo de nadie, y a cualquiera le hago la
mamola, y que me entren moscas, ¡Jinojo!
-Mira, Pacorrillo -le contestó tartamudeando la muchacha,-
lo que es gustarme a mí... ¡vamos!... me gustas por
lo desvergonzado como una empanada de yemas...
-Bendita sea tu boca, ¡Jinojo! -interrumpió el
andaluz.
Carmencita, poniendo un hociquito compungido, continuó de
corrido:
-Pero como no lo gustas a mi confesor, hijo, no hay nada de lo
dicho. ¡Estas contestado y hasta nunca!
Y la muchacha apuró el paso y se metió en
casita.
-¡Jinojo! ¡'I'ras que la niña era fea, se
llamaba Timotea! Mire usted si es suerte perra la mía,
¡Jinojo!
Y prosiguió el andaluz desatándose en injurias
contra las mujeres que en materia de amores no consultan su
corazón, sino conciencia ajena, y puso como mantel de
fonda a fray Tiburcio.
Verdad es que éste no gozaba en Arequipa fama de santidad.
Era un fraile regalón y que traía revuelto el
convento de San Francisco con sus pretensiones a la
guardianía.
Y pues he hablado de San Francisco, aquí encajo, antes de
proseguir con la tradición, lo que cuenta el pueblo sobre
la imagen del santo patrón.
Remitieron de España con destino a las iglesias del Cuzco
varios bustos o efigies de bienaventurados. Al llegar al valle de
Vítor los arrieros que a lomo de mula conducían los
cajones en que iban las imágenes, escapose una mula y fue
a dar con la carga en la puerta del templo de San Francisco de
Arequipa. Los frailes abrieron por curiosidad el cajón y
quedaron maravillados al encontrar en él un San Francisco
primorosamente tallado, y como carecían de la imagen del
patrón, resolvieron quedarse con la que de una manera casi
prodigiosa les venía a las manos. Reclamaron los
cuzqueños y pelecharon tinterillos y abogados; pero los
franciscanos de Arequipa dijeron gato el que posee, y no hubo
forma de que entregasen la prenda a su legítimo
dueño. Creo que los del Cuzco se cansaron al fin de gastar
en papel sellado; y aunque hoy, al leer lo que dejo escrito,
quisieran remover la piscina, los arequipeños se
acogerían a la prescripción y pleito
concluido.
II
Muy de mañana iba fray Tiburcio a confesar una hermana en
Cristo, cuando al llegar a la esquina de la Alcantarilla se
encontró detenido por un compacto grupo de personas
ocupadas en leer un cartel. Aunque con él, por su
carácter sacerdotal, no iban ni venían los bandos
de la autoridad, sin embargo, bueno era imponerse y salir de
curiosidad. Calose los espejuelos y vio que aquello no era bando,
sino un pasquín que, a la letra, así
decía:
«El fraile que a guardanía
aspira de San Francisco,
es hijo de un berberisco
ahorcado en Andalucía.
Es más tragón que una arpía;
bebe al día tres botellas;
el vicio va tras sus huellas;
es más sucio que una tripa,
y se ocupa en Arequipa
en descomponer doncellas».
El reverendo no necesitó cavilar mucho para conocer de
dónde venía el golpe. Así,
volviéndose al grupo de curiosos que lo miraban con cierta
sonrisa maligna, dijo con aparente humildad:
-Hermanos, hagan la caridad de despegar ese papel. ¡Sea
todo por Dios! Estas son bufonerías de Pacorro.
El andaluz tenía tan sentada su fama de maldiciente, que
al oír los del corro que el pasquín era hijo de tal
padre, convinieron todos en que lo escrito no podía ser
sino un fárrago de calumnias, y entre los que allí
estaban, un mocetón, alto como un tambor mayor, se
empinó sobre las puntas de los pies y despegó el
papel.
Fray Tiburcio lo dobló cuidadosamente, y después de
besarlo lo guardó en la manga, diciendo:
-¡Hermanitos!, pidan conmigo a Dios que tenga misericordia
de ese pobre pecador que así injuria a los ministros del
altar.
Y el franciscano continuó su camino, dejando al grupo
maravillado de tanta y tan cristiana mansedumbre.
Fray Tiburcio, como se ve, sabía esconder las uñas.
Él no habría podido decir como Don Gaspar de
Villarroel, el sabio obispo de Arequipa que escribió Los
dos cuchillos: «entreme fraile; pero la frailería no
entró en mí».
III
Y pasaron meses y nadie volvió a acordarse de Pacorro, ni
del pasquín, ni de fray Tiburcio. Verdad es que novedades
muy serias traían preocupados a los
arequipeños.
Los piratas Harris, Cook y Mackett, que habían sido
compañeros del famoso filibustero Morgán, salieron
de Jamaica en marzo de 1679 con nueve buques, y después de
hacer en el mar valiosas presas, atacaron los puertos de Ilo y
Arica, amenazando continuar sus correrías por la costa.
Casi a la vez otros piratas, Bartolomé Charps y Juan
Warlen, desembarcaron en Arica, y después de ocho horas de
reñido combate, la muerte de Warlen dio la victoria a los
peruanos.
Los vecinos ricos, que eran los llamados a perder más si
los piratas se aventuraban a presentarse en la falda del Misti,
reunieron una fuerte suma de dinero, destinada al equipo y
manutención de cien hombres de guerra, armados de
arcabuces. Ofrecieron ochenta duros de enganche, y Pacorro fue de
los primeros que figuró en el rol.
Llegó el día en que, vistosamente uniformados,
debían salir de Arequipa, camino de la costa, los bizarros
defensores de la ciudad, ignorantes aún del descalabro que
acababan de experimentar en Arica los piratas. Con tal motivo, el
Cabildo y todo el vecindario quería despedirse en la plaza
de los guapos que iban a habérselas tiesas con el
inglés.
El Perú es el pueblo en que más consumo se ha hecho
de pólvora desde que la inventara el fraile a quien tanta
gloria se atribuye. No hay fiesta cívica, religiosa o
doméstica sin cohetes y camaretas; y proverbial es la
respuesta que a Carlos III diera un noble que estuvo en Indias,
cuando el soberano le preguntó en qué se ocupaban
los peruleros. «En repicar y quemar cohetes».
La verdad es que otro gallo le cantara al Perú si lo que
hemos gastado en pólvora, después de la
independencia, lo hubiéramos empleado en irrigar terrenos.
Pero noto que voy metiéndome en el peligroso campo de la
política, y hago punto, no sea que me eche a disparatar
como la mayoría de los hombres públicos de mi
tierra, que no pueden dar en bola cuando están con taco en
mano.
Los improvisados matachines iban tan huecos, como si llevasen al
rey en el cuerpo, en dirección a la plaza, descargando sus
arcabuces, con gran contentamiento de la muchedumbre que los
vitoreaba, estimulándolos así para comerse crudos a
los ingleses como quien come roastbeaf.
Pacorro, que quería singularizarse produciendo mayor
estruendo, echó doble carga de pólvora a su arma, y
al pasar por la esquina de la Alcantarilla ¡pin! hizo su
tiro.
Aquí cedo la palabra al cronista del Suelo de Arequipa
convertido en cielo, porque hay cosas que yo no sé
cómo contarlas.
«Reventó el cañón del arcabuz y le
voló un brazo que, por el aire, dio el golpe en el mismo
lugar en que fijó el libelo, donde por muchos días
dejó rubricada con su sangre la ejemplar sentencia de su
castigo».
Después de lo copiado, no me queda más que decir:
«apaga y vámonos», añadiendo que esta
tradición es muy popular en Arequipa.
Y no me digan que no:
así me la refirieron:
si los cronistas mintieron
no tengo la culpa yo.