Hablando de cosas que se repelen o de cualidades que no
armonizan, se ha dicho siempre: «Esto cuadra tanto como a
un crucifijo un par de pistolas o como un tambor a un altar
mayor».
Pues el que inventó el segundo refrancito no supo lo que
dijo; porque si hubiera vivido en Lima y visitado la iglesia de
Santo Domingo, habría visto, hasta principios del siglo
pasado, un tambor en el altar de la Virgen del Rosario. Yo no lo
vi, por supuesto; pero sí lo vio mi paisano el padre Juan
Meléndez, autor de la curiosa Crónica dominica,
impresa en Roma en 1681, y a mi paisano me atengo, que fue fraile
veraz si los hubo y muy serio y formalote.
II
Entre los primeros virreyes del Perú fue Don Juan de
Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros y de Bayuela,
señor de las villas de la Higuera de las Dueñas,
Colmenar, Cardoso y Valconete, uno de los que más
contribuyeron a la organización del virreinato. Trasladado
del gobierno de México al del Perú, y habiendo sido
antes presidente de la casa de Contratación en Sevilla,
hizo su entrada en Lima el 21 de diciembre de 1607.
Eran sus armas las de la casa de Luna. Escudo cortado: en la
parte superior, en plata, una luna jaquelada de oro y azur: en la
parte inferior, escaques de oro y azur formando un tablero de
ajedrez.
Empezó su excelencia consagrándose al arreglo de
las oficinas de hacienda, donde las cuentas andaban dadas al
diablo; y tanto hincapié hizo en ello que logró
enviar fuertes remesas de dinero al soberano, quien estaba
siempre en pos de un maravedí para completar un duro. Por
esta solicitud llamáronlo los limeños despensero
del rey, apodo del que se enorgullecía el buen
marqués.
Grande fue la protección que el de Montesclaros
dispensó a la industria minera. La producción de
Huancavelica sólo alcanzaba a 900 quintales de azogue al
año, y en 1615, cuando descendió del poder,
excedía de 8.000 quintales.
A pocas leguas del puerto de Chala descubriose una rica mina de
oro, de veintitrés quilates, la cual fue bautizada con el
nombre de Montesclaros. Trabajose por cuenta del rey de
España, y es fama que produjo su laboreo quince arrobas de
oro al mes. Un derrumbe destruyó la entrada al
socavón.
El comercio tuvo también mucho auge con el establecimiento
del tribunal del Consulado, contribuyendo a este prestigio
algunos viajes que, por la vía de Magallanes, hicieron
buques con mercaderías.
Dispensó el rey gran consideración a los artesanos,
y dictó varias ordenanzas en protección de ellos y
de sus industrias.
Creó escuelas para niños pobres, impuso el derecho
de sisa, y concluyéronse la Alameda de los Descalzos y los
puentes de Lima y de la villa de Huaura.
En 1612 hízose en Lima, por el padre Francisco Bejarano,
el primer grabado en acero. fue éste una lámina
representando el túmulo que se erigió para las
suntuosas exequias con que en la capital del virreinato se
honró la memoria de Margarita de Austria.
Las costumbres de la época eran un tanto relajadas. Los
habitantes de Lima pensaban sólo en la disipación y
los placeres. La ciudad, destruida casi por el terremoto de 1609,
se levantaba de sus ruinas más arrogante, y
construían casas espléndidas.
El de Montesclaros quiso ponerlas a raya y sostuvo cruda lid con
las tapadas; pero ellas, que supieron vencer a los graves padres
del concilio limense, hicieron en breve cejar al virrey, quien se
limitó a encargar a los sacerdotes que influyesen en los
maridos para que éstos prohibieran a sus mujeres el uso de
la saya y manto. ¡No era malo el modo para apearse de la
mula chúcara!
En este tiempo y por informes del marqués se crearon el
arzobispado de La Plata y los obispados de Trujillo, Guamanga,
Arequipa y La Paz, dándose principio a las misiones del
Paraguay por los jesuitas Maceta y Cataldino, sucesores de San
Francisco Solano, que acababa de morir en Lima el 14 de julio de
1610.
También se efectuó en Lima un sínodo en el
que, por cuestión de asiento, se armó gorda
pelotera entre el arcediano y el previsor, que era el favorito
del arzobispo Lobo Guerrero.
Gran bromista fue el marqués de Montesclaros, y
cuéntase que habiéndose un caballero dormido en la
tertulia de palacio, mandó el virrey apagar las luces, y
cuando despertó nuestro hombre le hizo creer que
repentinamente había cegado.
Relevado con el príncipe de Esquilache, regresose a
España el de Montesclaros a principios de 1616, siendo
premiado por el rey con el cargo de presidente del Consejo de
Aragón.
III
El extranjero que hubiera llegado a Lima en 1615, habríase
sorprendido al encontrar la ciudad en son de guerra y a todo
títere barbudo afilando espadas y componiendo mosquetes.
Ítem, habría visto muy rodeado de papelotes al
oidor Solórzano, el sabio autor de la Política
Indiana, quien se ocupaba a la sazón del censo de la
capital, resultando empadronadas 25.454 personas. De esta cifra,
excluyendo mujeres, ancianos, niños, indios y esclavos, no
llegaba a dos mil el número de hombres en actitud de tomar
las armas, circunstancia que traía descorazonado al
anciano virrey; pues el enemigo con quien tenía que
habérselas era formidable, aguerrido y orgulloso por
recientes victorias.
Ya sospechará el lector que contra quien se preparaban los
vecinos de esta ciudad de los reyes era nada menos que contra el
pirata holandés Jorge Spitberg, quien con cuatro galeones
y dos pataches bien artillados paseábase en el
Pacífico, como Pedro por su casa, acompañado por
ochocientos lobeznos, de esos que no temen a Dios ni al
diablo.
A fuerza de actividad y sacrificios consiguió el virrey
armar en el Callao cuatro buques, tripulándolos con
seiscientos hombres. Dio el mando de la escuadrilla a su sobrino
Don Rodrigo de Mendoza, caballero del hábito de Calatrava,
y las naves se hicieron a la vela en demanda de los piratas,
llevando por capellán mayor al franciscano fray Bernardo
de Gamarra y ocho religiosos más de las comunidades
seráfica y domínica.
Parece que Don Rodrigo de Mendoza no era el hombre que tan
peligrosas circunstancias requerían; pues hasta abril de
1615, en que regresó al Callao, se anduvo paseando el mar
sin tropezar con los piratas, que seguían haciendo
frecuentes desembarcos en la costa y saqueando puertos que era
una maravilla.
Súpose con fijeza, a principios de mayo, que los piratas
con ocho bajeles hacían rumbo al Callao; y el virrey
ordenó a nuestra escuadra salir al encuentro de ellos,
trabándose la lid frente a Cañete, a noventa millas
poco más o menos de Lima.
El combate duró cinco horas y fue
reñidísimo. En cada uno de los cinco buques
españoles iban dos o tres frailes que, con una cruz en la
mano, exhortaban a nuestros improvisados marinos a no rendirse a
pesar de la incuestionable superioridad de los holandeses en
número, armas, disciplina y condiciones marineras de sus
naves.
Hubo un momento en que la victoria pareció inclinarse a
favor de España; porque el navío almirante de
Spitberg, buque de mil cuatrocientas toneladas, fue abordado por
nuestra capitana al mando de Don Rodrigo de Mendoza y de su
segundo Palomeque de Aluendín. Desarbolados ya dos de los
buques de nuestra escuadra y yéndose a pique el otro, los
del enemigo, aunque bien maltratados, acudieron en socorro do la
almiranta, esterilizándolas ventajas que en el abordaje
comenzaban a tener los nuestros, que habían acorralado en
la popa a los piratas que se batían
desesperadamente.
Viendo Don Rodrigo la imposibilidad de hacer frente a los que
venían en auxilio de la almiranta, mandó desprender
los garfios de abordaje, abandonar la cubierta de la nave
holandesa y asilarse en la capitana.
Para colmo de desastre el incendio estalló en ésta,
y a fin de salvarse de la explosión de la
santabárbara tuvieron nuestros infortunados marinos que
arrojarse al agua. De seiscientos hombres de nuestra escuadra
perecieron ahogados ciento sesenta, y ciento diez al filo de las
hachas de abordaje. El dominico fray Luis Tenorio y el
franciscano fray Alfonso Trujillo murieron en el combate.
La célebre doña Catalina de Erauzo, conocida por la
monja alférez, se arrojó al mar junto con un fraile
franciscano. Los piratas los tomaron prisioneros y al cabo de un
mes los desembarcaron en Paita.
Dos días después la escuadra holandesa estaba en el
Callao.
En Lima el pánico se había apoderado de los
espíritus, y el mismo virrey -dice un historiador- dudaba
de encontrar cien hombres dispuestos a morir a su lado; pues
razones de política desconfianza le impedían armar
a los indios y a los esclavos.
El Sacramento estaba descubierto en los templos invadidos por el
pueblo, y la que fue más tarde Santa Rosa de Lima rogaba
en Santo Domingo por los hijos del Perú.
Si Spitberg hubiera desembarcado, habría sido muy
débil la resistencia que le opusiera el
cañón de crujía (pieza única que
artillaba el Callao), con el que el padre Hernando Gallardo, de
la orden seráfica, hizo algunos disparos, sin causar
avería a los buques holandeses.
Pero el pirata cambió repentinamente de propósito y
se alejó del Callao, continuando el saqueo de la
costa.
IV
El conde de la Granja, en el canto XII de su poema Santa Rosa de
Lima, describe con mucha animación y abundancia de
pormenores el combate naval de Cañete, nombrando a todas
las personas notables que se encontraron a bordo. En ese canto
hay octavas cuya entonación es verdaderamente
épica.
Don Pedro de Peralta, en su Lima fundada, habla también,
aunque con extremado laconismo, del combate, al cual sólo
consagra en el canto V esta gongorina octava:
«Y surcará Spitberg este oceano
en hombres fuerte, en velas numeroso;
contra él pronto armamento peruviano
el gran marqués destinará celoso;
fluctuante campo a choque más que humano
dará vecino golfo, en que hazañoso
cederá el español; mas sin victoria
se aliará con la pérdida la gloria».
Palomeque de Aluendín hallábase sobre la cubierta
de la almiranta holandesa, batiéndose como un bravo, en el
momento en que, reforzados los piratas, obligaron a los nuestros
a refugiarse en la capitana, que principiaba a arder. El valeroso
Aluendín se vio acosado por tres marineros que le
impedían volver a su nave. Entonces retrocedió,
cogió un tambor que había en la popa, y
encomendándose a la Virgen del Rosario, arrojose al mar,
haciendo de la caja de guerra un salvavida.
Llegó la noche, y Aluendín, sosteniéndose en
el tambor, nadaba cuanto le era posible, impulsándolo las
olas sobre la playa. En ella lo encontraron al día
siguiente, privado de sentidos y con las manos crispadas en las
cuerdas del tambor holandés.
Palomeque de Aluendín trajo a Lima, como botín de
guerra, el tambor que a bordo de la almiranta servía para
congregar a los piratas, tambor al que, sea dicho de paso,
debía su milagrosa salvación.
Aluendín hizo una suntuosa fiesta a la Virgen del Rosario
en la iglesia de los padres dominicos, y en conmemoración
del milagro permaneció durante muchos años el
tambor a los pies de la dulce Madre del Amor Eterno.
Así eran nuestros abuelos. Nada hacían sin
encomendarse a Dios o a la Virgen. Hasta los ladrones y los
asesinos fiaban en la protección de algún santo, al
que, cuando salían bien librados de su criminal empresa,
agasajaban con cirios y misas. ¿Quién ignora que
todos los bandidos usaban reliquias al cuello, que recitaban la
oración llamada del Justo Juez y que reconocían por
abogada y valedora a la Virgen del Carmen?
Entonces se creía. Para el bien y para el mal se buscaba,
ante todo, la protección del cielo. Hoy hemos eliminado a
Dios, porque nuestra fatuidad nos hace pensar que nos bastamos y
nos sobramos para todo y que Dios no pasa de ser un
símbolo convencional para embaucar bobos y hacer a los
frailes caldo gordo.
¡Es mucho cuento la ilustración de nuestro siglo
escéptico, materialista y volteriano!